A comienzos de 1976, un día en que Lou esperaba a que los parqueadores de la ITT le trajeran su carro, se puso a repasar mentalmente una partida de ajedrez. La había perdido ante Geneen, en la noche del sábado. Cuando el CEO quería asegurarse una sobremesa ajedrecística solía invitarlo a cenar en su casa. Otro de los méritos de Lou era perder sin levantar sospechas. Y no era fácil engañar al boss, que jugaba un ajedrez de altura. Era difícil de creer que hubiese alcanzado semejante nivel sin haber participado en competencias ni abrir jamás un libro de aperturas. De hecho, Geneen podía ganarle realmente alguna que otra partida, pero no el honroso cuarenta por ciento que Lou le programaba. Al trasladarse de California a Nueva York, Lou había comprado por veintiocho mil dólares su matrícula en uno de los clubes más campanudos de la ciudad, adonde tenían acceso gratuito algunos profesionales de buen ELO, dispuestos a jugar con cualquiera que los estimulara adecuadamente.
Del recuerdo de aquel final de peones lo sacó la repentina visión del Salvaje Henry Fynn. Lo vio bajar una escalera, para atravesar la explanada del parking.
Jesus Christ! ¿Qué haría allí? Su primera reacción fue volverle la espalda. Shit!, qué torpeza. Y al volverse simuló interés por mirar hacia otro lado. De reojo confirmó que se le acercaba cojeando con pasos decididos. No tendría más remedio que encararlo. ¿Qué querría el Salvaje? ¿Lo habría estado esperando?
Henry Fynn y Lou Capote habían convivido durante cuatro años en la Universidad de Berkeley. En un tiempo habían sido buenos amigos. En principio los había aproximado el ajedrez. Durante su permanencia en Berkeley alternaron siempre en el primer y segundo lugar de las competencias estudiantiles. Tenían un nivel de juego muy parejo. Ambos eran considerados por los demás como bichos raros. Andaban siempre solos. No asistían a parties ni se los veía en compañía de muchachas. Tampoco demostraban interés por los deportes. Una vez, Joe Fitzgerald, un gigantón musculoso y buscapleitos, entró al campus en un Dodge convertible, con cuatro admiradoras a bordo. En ese momento Lou y Henry cruzaban el césped en dirección al comedor. Joe dio una frenada delante de ellos y les gritó:
—¿Qué hubo, genios? ¿Van a comer juntitos? Apuesto a que también durmieron juntitos anoche.
La risotada que lanzaron a coro las muchachas se les cortó en seco cuando vieron a Lou Capote abalanzarse contra el carro. Enganchó a Joe por los pelos, lo desmontó como si fuera un pelele y le propinó una pateadura cruel. Mientras tanto, Fynn le quitaba el bate a un muchacho que se dirigía al terreno de béisbol y la emprendía a porrazos con el Dodge. Al ver a aquellos dos demonios en su faena, acudió un tropel. Tuvieron que intervenir cuatro tipos para impedir que Lou, que se había hartado de patearle la cabeza a Fitzgerald, la emprendiera con las cuatro muchachas, casi desmayadas del susto. Y Henry:
—¡Putas de mierda! ¡Que fueran a reírse de su fucking mother!
El Dodge quedó para chatarra y Joe Fitzgerald ingresó en una clínica de Los Ángeles. Nunca más volvió por Berkeley. Su padre quiso que terminara los estudios en otra Universidad.
Lou y Henry estuvieron a punto de que los expulsaran, pero ambos eran buenos estudiantes y todo el mundo sabía que Joe Fitzgerald se tenía merecida la paliza. Recibieron una severa amonestación y la cosa no pasó a mayores.
Para los demás, Lou y Henry siguieron siendo los bichos raros de siempre, pero desde aquel día pasaron a ser «los salvajes». De maricones, nada. Ni hablar de eso. La cosa estaba clara. Eran tipos especiales y lo mejor era dejarlos tranquilos. Y la bronca con Joe Fitzgerald estrechó la amistad entre los dos salvajes e intercambiaron algunas confesiones personales.
Henry era hijo del único sobreviviente de una guerra entre dos familias sureñas que se habían exterminado a tiros, por una ancestral disputa de límites entre haciendas algodoneras. Cuando acabó con el último de los O’Hara, Fynn se marchó a buscar suerte en el Midwest e hizo fortuna. Hombre emprendedor y tozudo, nunca volvió al sur. Se había casado, casi a los cincuenta, con una mujer joven que lo abandonó cuando Henry tenía tres años. Fue un misógino, soberbio y colérico.
Henry se crió a su lado. Él también fue misógino, soberbio y colérico. Algunas historias del viejo eran locura clínica. Un domingo de verano había estado un rato en la piscina y luego se tendió sobre una toalla a la sombra de un nogal, para leer una revista; pero una mosca comenzó a hostigarlo. Se había empecinado con un dedo gordo, siempre del mismo pie. Fynn hizo vanos intentos por espantarla con revistazos y sacudones de sus piernas. Luego, cuando la acechaba sentado y con la revista en alto, la mosca desaparecía. Y en cuanto papá Fynn abandonaba la posición de ataque y volvía a acostarse, allí se presentaba la muy son of a bitch, cínica y pertinaz, a posársele en el fucking dedo. Los insultos y la gritería del viejo la tenían sin cuidado. Pero ninguna puñetera mosca se iba a burlar de Roderick B. Fynn. Dispuesto a darle una lección, fue a buscar un revólver y se puso al acecho, a ver si la muy condenada se atrevía a joderlo otra vez. Y cuando la mosca volvió a posársele sobre el dedo gordo le descerrajó un tiro. La mosca salió volando. Y también el dedo gordo.
De su propia soberbia, Henry Fynn había dado ya algunas muestras en las partidas de ajedrez. Detestaba perder. Era necio. No podía, no sabía discutir sin ofuscarse. Cuando algo resultaba claro para él, se irritaba si los demás no lo admitían. Y si alguien intentaba discutir, su agresividad se exacerbaba.
Después de la paliza a Fitzgerald, Henry Fynn había tenido otro incidente que mucho se comentó en Berkeley. Lou se lo había encontrado muchas veces absorto en publicaciones que nada tenían que ver con lo que pedía el programa de su carrera comercial. Leía sobre todo cuestiones de física. Y la víspera de un examen de estadística, en que casi todos los alumnos de su grupo se habían concentrado en una de las bibliotecas de la Universidad para consultar los materiales señalados, Lou se encontró a Fynn leyendo un texto de Oppenheimer sobre física nuclear. Lou se sentó en otro pupitre para preparar su examen y Fynn siguió con su Oppenheimer, tomando notas hasta muy tarde. Al día siguiente, Fynn aprobó de todos modos su examen de estadística, aunque con notas muy inferiores a las que solía obtener. Lou trató de averiguar, pero Fynn evadió la conversación. Y volvió a verlo en la biblioteca, y en el cuarto que compartían, con textos de física atómica, cuántica, matemáticas superiores.
Un incidente, ocurrido en una clase de montaje de fábricas, le reveló el caso. El profesor, un ingeniero prestigioso, había bosquejado un panorama sobre la utilización industrial de la energía electromagnética. Fynn comenzó a hacerle preguntas teóricas y entabló una discusión mano a mano. Y en un momento dado, en que Fynn le repetía por tercera vez una pregunta embarazosa, el profesor salió del paso con una respuesta irónica, que provocó la risa del aula. Y Fynn, rojo de ira, replicó al profesor: «Estos se ríen porque no se dan cuenta de que su chiste no es más que una digresión». Y volviéndose hacia el aula, con los brazos en jarras y el cuello estirado, añadió: «¿Y saben por qué, partida de imbéciles?». Había logrado un silencio impresionante. «¿Saben por qué?», repitió. «El chistecito lo hace porque no sabe cómo responderme. Hace el chistecito porque ningún practicón de ingeniería está capacitado para discutir conmigo sobre física teórica».
Y el profesor contempló, boquiabierto de indignación y sorpresa, cómo Fynn se retiraba del aula con un gesto de desdén. Terminada la clase se quejó en la dirección. O él o Fynn. Exigió que lo expulsaran del Instituto. Y estuvieron a un tris de hacerlo. Tiempo después, Lou supo que el decano se había aprovechado del incidente, porque detestaba a aquel profesor. Bajo cuerda protegió a Henry. Le había dado incluso la posibilidad de que rindiera su examen de montaje con otro profesor, durante el semestre siguiente.
Aquel incidente provocó, de parte de Fynn, una nueva confesión. Contó a Lou que desde niño había tenido vocación por la física, al punto de que a los catorce años comenzó a experimentar en un cobertizo del jardín. Se había robado algunos materiales en una fábrica de su padre y el viejo lo descubrió. Le botó los trastos del cobertizo y le prohibió continuar con aquello.
Henry había seguido devorando cuanto material de física caía en sus manos. Un profesor del high school lo había alentado. Le proporcionaba textos. Una vez lo llevó a Denver, para mostrarle el funcionamiento de un equipo.
Cuando Henry tuvo edad para ingresar en la enseñanza superior, su padre, con sesenta y cinco años, le ofreció dos opciones: o trabajar con él o estudiar algo que le sirviera para hacerse cargo de los negocios en el futuro. Henry trató de convencerlo de que él quería estudiar física o matemáticas. ¡Nada! El viejo no discutía. O hacía lo que le ordenaba o se largaba de su casa.
Henry pasó dos meses en diversos trabajos, para subsistir, hasta darse cuenta de su estupidez. Había desgarrado de la casa por hacer rabiar al viejo; pero de hecho, el perjudicado era él. Su terquedad lo condenaba a una vida de privaciones y sin estímulos. ¿Y para qué? La rabieta, o el dudoso arrepentimiento del viejo, no justificaban tantas renuncias.
Trabajando en Illinois como bracero de una finca, leyó el anuncio de una convocatoria para exámenes libres en la Universidad de Chicago. Al día siguiente viajó a la ciudad, se informó bien de las cosas y trazó un plan. Tuvo que acopiar toda su humildad, que era poca. Aceptaría estudiar la estupidez esa, Business Administration. Le pidió que le permitiera estudiar en Berkeley, y el viejo aceptó.
Había decidido hacer dos carreras a la vez. Administración de empresas en Berkeley y matemáticas en Chicago, por el régimen de exámenes libres que no requería sino presentar cinco exámenes de fin de curso, en el término de una semana. Él hubiera querido estudiar física, pero eso no era posible: nunca dispondría del tiempo ni de los medios para asistir a las prácticas. Pero matemáticas, como materia teórica, sólo requería disponer de los programas y manuales del curso. Y había escogido aquellos lugares tan alejados, porque debido a los diferentes climas, los calendarios concluyen en California algunas semanas antes que en Illinois. Eso le permitiría verse libre de Berkeley, antes de examinar en Chicago. Y en los dos primeros semestres, Henry había aprobado todo. Y con máximas calificaciones en matemáticas.
Por nadie había sentido Lou Capote tanta admiración. Con su ojo clínico para detectar lo potencial, Lou Capote no dudó de que Fynn llegaría muy lejos. Y para obviarle privaciones y esfuerzos, decidió ayudarlo. Lou recibía de su tío una asignación más que suficiente. Un día habló con Fynn. Estaba en condiciones de prestarle unos mil dólares anuales sin afectar su presupuesto. Fynn se vería así más holgado.
Cogido por sorpresa, Fynn no supo qué decir; pero Lou insistió. ¿Para qué eran amigos? Y algún día Henry podría pagárselos sin ningún esfuerzo.
Henry aceptó conmovido la oferta, que Lou cumplió al pie de la letra hasta el final de los cursos.
Cuando terminaron la carrera de Administración Empresarial, Lou ingresó en la ITT, y Henry, a quien le faltaban dos semestres para terminar sus estudios en Chicago, decidió sumarse durante algún tiempo al trabajo con su padre. Al cabo de un año reunió los cuatro mil dólares que le debía a Lou y se los pagó reiterándole su gratitud.
Luego, una crisis personal cuyos detalles Lou desconocía, indujo a Henry a alistarse como voluntario en la Guerra de Corea, de donde regresó con una medalla al valor y ocho impactos de bala en una pierna.
Estuvo tres meses en un hospital de Washington y quedó para siempre con su leve cojera.
Con su proeza y los dos diplomas, le llovieron ofertas para trabajar. Pero él quiso seguir estudiando, completar sus estudios de física y dedicarse de lleno a la investigación. No necesitaba trabajar. Había heredado una considerable fortuna. Matriculó para cursos de postgrado en el Instituto Tecnológico de Massachussets. Luego se especializó en modelos matemáticos aplicados a los proyectos de física. En 1958, el propio Instituto le abrió las puertas de la docencia superior, y ya a fines de la década del 60, había participado en programas de la NASA, la Boeing y el Pentágono. Aunque nunca aceptó ser un miembro estable de los servicios de seguridad norteamericanos, llegó a figurar en el plantel de matemáticos de confianza nacional. Participó en varios trabajos top secret. Como modelista, tenía pleno conocimiento de la esencia y totalidad de cada proyecto. Se le apreciaban su seriedad y soltería. Cuando por primera vez requirieron sus servicios para un top secret del Pentágono, la Contrainteligencia Militar había chequeado a fondo su vida privada. De una parte se temía su carácter colérico. A un alto funcionario del Ministerio de Defensa, que había mantenido dudas sobre sus criterios en torno al proyecto de un reactor, lo había insultado con palabras soeces, lo había tratado de ignorante, se podía meter el reactor en el culo; y él, Henry Fynn, no iba a trabajar bajo las órdenes de ningún generalote burro. Se había puesto rojo de ira y escupía al hablar. En otra oportunidad, y también por soberbia profesional, tras retirarse de un equipo, había comprometido la marcha de unos trabajos importantísimos.
Desde el año 73, en que abandonara el Instituto Tecnológico de Massachussets por otra disputa científica, trabajaba para la Mathematical Science Division del Office of Naval Research, en Washington, D.C. Alquilaba un apartamento junto al Washington Memorial donde se recluía a veces para trabajar en sus proyectos personales.
Hasta el año 73, solía verse con Lou Capote, dos o tres veces por año. Jugaban ajedrez y conversaban de todo un poco, como viejos amigos. Nunca se había presentado hasta entonces ocasión de que Fynn materializara su gratitud por la ayuda de Lou, en su época de estudiante.
En el año 74, los servicios secretos de la ITT averiguaron que Henry Fynn integraba un equipo científico, para un proyecto ultrasecreto sobre comunicaciones submarinas. Y al indagar a los integrantes de aquel team, con miras de espiar o sobornar a alguno, salió a luz la vieja y singular amistad entre Lou Capote y el matemático Henry Fynn.
Un tal Gainsborough, hombre extraño, cuyas funciones en la ITT no habían sido nunca bien definidas, pero al que evidentemente Geenen deparaba una insólita confianza personal, citó un día a Lou Capote para conversar en su despacho del DBA (Department for Bussines Analysis, al que algunas malas lenguas de la compañía llamaban Dirty Bussines Action) y lo sometió a un interrogatorio sobre sus relaciones con Fynn. Dos días después, el propio Harold Geenen lo invitaba a una cena ajedrecística, y antes de que Lou se marchara, le pidió que hiciera todo lo posible por colaborar con una iniciativa muy interesante de míster Gainsborough.
La iniciativa era lisa y llanamente el soborno de Henry Fynn. Cuando Lou trató de evadirse, aduciendo que Fynn no aceptaría hacer una cosa tal por dinero, pues no codiciaba más del que tenía, por cierto en cantidades respetables, etcétera, Gainsborough lo interrumpió para aclararle que eso ya lo sabía él; pero sabía además, que desde hacía año y medio Henry Fynn estaba trabajando en una investigación personal, para la cual la ITT podía destinarle cuantiosos recursos, instrumental de sus laboratorios únicos en el mundo, y personal especializado del que no disponía el Office of Naval Research. En fin, lo que la ITT podía proponerle al matemático, no era más que un intercambio de colaboración científica para beneficio mutuo.
Una semana después, cuando Lou no había terminado de proponer el beneficioso exchange, vio en los ojos de Fynn, que le habían hecho meter la pata. Ni siquiera pudo terminar. Que Lou Capote y sus maffiosi de la ITT supieran que él era un ciudadano honesto. Un buen ciudadano de los Estados Unidos. ¿Qué se habían creído? Y si no mediara la vieja consideración que le tenía, habría denunciado inmediatamente a la ITT por intentos de espionaje en un proyecto secreto de la Marina norteamericana. Que si quería conservar algo de su amistad, nunca más le volviera a proponer una «colaboración» de ese tipo, etcétera, etcétera.
La conversación se había realizado en el carro de Lou. Fynn le pidió que se detuviera en una esquina y se bajó sin despedirse. No habían vuelto a verse. Ya habían transcurrido más de dos años. Para Lou había sido un golpe rudo, y el fin de su única amistad.
—Hello, Lou, how are you? —le dijo Fynn con la mano extendida.
—Hello, Henry, glad to see you again.
¿Qué querría de él, el Salvaje Fynn?