La crucifixión de Turner fue mi postrer pecado, y dél me arrepiento, como de todos cuantos he confesado, aun bien que en algunas jornadas antecedentes, no haya significado mi arrepentimiento de manera expresa e indubitada.
En habiendo dado cima a mi venganza, mandé que leváramos anclas para llegar a la isla del Levante, primero que cerrase la noche, de suerte que no estuviésemos al riesgo de ser vistos desde alguna nave pasajera por la canal. Y al atardecer del siguiente día, zarpamos el ferro. Determinamos de navegar de noche, porque no nos advirtiesen de otros bajeles, ya fuesen españoles o piratas, pues dábamos por cierto que en encontrando con cualquiera de ellos, nada bueno nos avendría, siendo como éramos portadores de tan rico tesoro.
Tuvimos hasta dos días de buen tiempo, mas un viento Ábrego sostenido no nos dejó avanzar sino muy poco trecho en nuestro rumbo que era el de este puerto de San Cristóbal de La Habana, y que nos quedaba puesto hacia el mediodía. Al tercer día comenzó a correr una borrasca y soplónos el Bóreas en popa, de suerte que hubimos de navegar a grandísima velocidad. Por no estrellarnos contra los muchos islotes y arrecifes que hay por esa banda, como vamos de la Florida hacia Cuba, propuse de alargarnos por el Levante en busca de mar abierto, hasta tanto amainase la borrasca, que duró tres enteros días.
Y en lo que ahora he de referir a Vuestra Merced, he de poner por testigos a Jesucristo y a su santo Cristóbal, y juro cierto, que no he de alejarme un mínimo punto de la verdad.
Estaba yo al timón durante la primera noche de borrasca, bajo un cielo oscuro, sin más orientación que la que nos endilgaba el viento, temeroso no encalláramos, cuando de presto, abrióse el cielo en un círculo de color azul muy claro, y de allí a poco apareció ante mis ojos la figura de la Santa Cruz con Nuestro Señor padeciendo en lo alto. Fuéronseme los pulsos, flaqueáronme las rodillas y caí de hinojos tremente, pues di en pensar que el haber crucificado a Turner, fuese un sacrilegio que mucho irritara a Dios. Y he de decir a Vuestra Merced que, con ser que había mucho me andaba desviado de Nuestra Santa Madre Iglesia, y siendo que había creído puntualmente las herejías del maestro Alcocer, jamás perdí de todo en todo el temor de Dios, que aprendiera en mi infancia. Y en viendo distintamente a Cristo aquella noche, «clavado en la cruz y escarnecido», púseme a gemir de dolor por él; y no nada temeroso del castigo que me aguardaba, sino de verle allí por mis ojos en tanta estrecheza, y de haberlo ignorado tan luengos años, y de haberme apartado de su camino y verdad; y a causa que no podía hablarle, púseme a llorar con tanta grita y desespero que, en oyéndome y temiendo no estuviera yo herido, acudió Pambelé a valerme. Yo le señalé el cielo y él, tras volver y revolver los ojos de una y otra parte, tornó a preguntarme qué me avenía, por do colegí que él no columbraba lo que yo, y achaquélo al no ser él cristiano y creer en religiones bárbaras; y por señas le pedí que llamara a los españoles, mas ninguno dellos vio nada sino un cielo cerrado y oscuro; y dándome cuenta de que aquella visión era para mis solos ojos, pues no otro sino yo, era culpante de la crucifixión del inglés, pedí a uno de los españoles que asiera del timón, y a los demás, que me dejaran solo.
Fuime de rodillas junto de una de las bordas, y allí estúveme una buena pieza, como petrificado de amor a ese Dios que ahora se me mostraba; mas dolíanme mis mayores pecados, y a fe que mi dolor fue tan intenso como no lo conociera en las mayores pesadumbres de mi vida; ni cuando estuviera estacado en espera de la muerte, ni cuando sentía despenárseme el alma en las más hondas simas de mi desolación; y tan grande y sincero fue aquel mi arrepentimiento, que allí, aferrado de las bordas, azotado por el viento y las olas, sentí un fuego quemarme las carnes; y tanto me quemaba, que tuve por caricias los azotes del temporal; y ya veíame morir de trasudores, y sentí en mis carnes las llamas del infierno, adonde luego ansié llegar por pagar mis pecados; y en mi delirio, sólo di en pedir a Dios que me enviara la muerte y el infierno que tanto merecía cuando, de presto, de lo alto del cielo desapareció la imagen de la Santa Cruz y surgió ¡oh, visión consoladora de mi alma!, la copa de la Eucaristía, sostenida por una mano de la que vi distintamente los dedos blancos, las uñas sonrosadas y un anillo pontificio. Tanta beatitud trájome aquella vista, que diera por bien empleado el perder la mía, a trueque de seguir viéndola con el pensamiento por el resto de mis días. Entendí luego que el propio Jesucristo me había absuelto de los terribles pecados que en ese punto me martirizaban hasta sentir que el arrepentimiento quemaba mis carnes y mi alma y me hacía clamar por el merecido infierno. Y son esos, amén de la crucifixión de Turner, dos pecados que me he excusado de confesar a Vuestra Merced, siendo que voy firmemente persuadido de estar horro de ellos, por obra y gracia de Nuestro Señor, a quien mi acto de verdadera contrición, moviera a darme la consoladora visión de su Eucaristía. Y en sintiéndome inundado de gratitud, avínome un como desmayo y rodé por la cubierta, de donde me recogiera Pambelé. Llevóme al camaranchón, y era tanto el zarandeo de la borrasca y tan necesario él en cubierta para maniobrar el velamen que, sobre amarrarme a la cama, fuese luego a ayudar a los españoles.
Y así, amarrado por la cintura, el pecho y las piernas, dormí hasta pasado el mediodía. Pambelé me refirió después acá, que a ocasiones había acudido a verme y todas veces me había hallado durmiendo, muy pálido y febril, pero con una sonrisa y tanta serenidad en el rostro como nunca me había visto de antes. Y allí me refirió que la borrasca había arreciado en la noche, y que los españoles decían que por la fuerza del viento en popa, debíamos de habernos alongado mucho hacia el Levante, y a buen seguro que ya habíamos dejado muy atrás el punto donde teníamos de maniobrar por encaminarnos hacia La Habana y díjome estar muy inquieto, porque los españoles, en habiéndome visto aferrado a las bordas, de rodillas, con los ojos elevados al cielo, al tiempo que las olas barrían la cubierta de popa a proa, barruntáronse que yo estaba loco; mas yo le pedí que confiara en mí más que nunca, pues mi Dios estaba de nuestra parte; y Pambelé porfiaba que yo estaba muy débil y había menester de mucho reposo, y en tocándome la frente dijo tener yo altísima fiebre; pero yo sentía que todo el regocijo y la bondad del mundo cabían en mi pecho, y en medio de aquella borrasca conocí tanta paz, cual nunca había alcanzado en mi entera vida de cuarenta y cinco años, que por esos días los hice. Si Dios en persona me había exculpado de mis mayores pecados aquella noche, daba por cierto que todos otros, los absolverían sus ministros en la tierra, siendo que en confrontación de los primeros, eran de poquísimo momento.
Caí nuevamente en profundo sueño y pasada sería la una de la noche, cuando me despertó una como caricia en la planta de los pies, y sentí que me cogían los dedos y me los apretaban amorosamente. Y luego al punto recordé ser aquel, el modo como mi madre, que Dios la tenga en su gloria, me despertaba de niño. Y al erguirme en el lecho, vi distintamente su imagen, como veo ahora las paredes de esta celda; y mi madre, con su rostro puro y amado, sonrióme y me dijo en lengua flamenca: «Ven, sígueme»; y yo, como si nunca hubiera estado enfermo y fuera el más lozano zagal del mundo, levantéme de la cama y la seguí con gran ligereza. Salióse ella a la cubierta, y mucho miróme el ver que en medio del viento y el embate de las olas, no se le despeinaron los cabellos ni se le movieron los pliegues de su vestido. Parecióme oír de lejos la voz de Pambelé, pero mi madre se encaminó, de mí seguida, hacia la proa; y allí, junto del cabrestante, vi distintamente la imagen de San Cristóbal que cargaba en hombros al Niño Jesús; y cuando me volví para interrogar a mi madre, ella había desaparecido; y volví a caer de hinojos en adoración del Niño y luego al punto, ambas figuras convirtiéronse en un fulgor muy grande que se fue menguando, hasta convertirse en una luz a modo de farola, que comenzó a alongarse hacia el Poniente; y yo vi luego ser aquella una señal, y determiné que teníamos de seguirla; y dije a Pambelé que diera traza de maniobrar para el viraje hacia el Poniente; pero uno de los españoles declaró que yo era un muy sandio marino si tal quería hacer, pues por esa banda había un buen porqué de islas y escollos donde, a buen seguro, naufragaría el piloto más pintado y que lo prudente era mantenernos alongados de las costas de Cuba; y no acabó él de declarar sus razones, cuando le descargué tan descomunal puñada en el rostro, que el infeliz cayó derribado sin sentido; y algo debieron de ver todos en mi faz, y mucho debió maravillarlos el ver la fuerza de que daba muestras un enfermo como yo, poderoso a derribar sin sentido a un mozo fuerte y corpulento; y luego al punto sin más porfía, dieron en maniobrar el velamen y el timón, por seguir el rumbo que yo les indicaba con el brazo desde el punto de proa de donde podía columbrar la luz divina que nos guiaba; y era aún noche cerrada, cuando vimos de presto la fragata entrarse en la bahía de un islote, que era lugar estrechísimo pero abrigado, según lo poco que podíamos divisar en medio de la oscuridad. Soltadas que fueron las áncoras, volví a caer de hinojos en oración y sucedió luego el desmayo, de suerte que Pambelé volvió a llevarme a mi cama, y por fin todos ellos, derrengados y maltrechos como estaban, acostáronse a dormir.
Amanecido ya y reconocido que fuera el lugar, todos quedaron suspendidos y declararon ser milagro el que yo, en medio de tamaña negrura y borrasca, hubiese gobernado la nave hacia aquella bahía, a cuya entrada veíase, de la una parte, una como barra de coral contra quien nos hubiésemos hecho alheña; y de la otra, un bajío arenoso a flor de agua, donde a buen seguro, en tanta riguridad de las olas y del viento, encallara el mejor de los Pinzones, aun bien que fuese de día y conociera el islote como la palma de su mano. De suerte que desde esa mañana, todos dieron en mirarme con un como temor en los ojos, y el que había recibido mi puñada la noche precedente, besóme la mano con que le golpeara y díjome estar persuadido que por medianería mía nos había guiado la mano de Dios, y que en lo adelante haría a ojos cerrados cualquier cosa que yo acertarse a mandarle. Y yo, que sentía tanta beatitud en mi alma, abracélo con lágrimas en los ojos e hícelo saber por señas que así era la verdad.
El tiempo había mejorado algo y yo salí a cubierta sin fiebre ni debilidad alguna. Allí, un vizcaíno, que era el mejor marino de todos nosotros, dijo en su trabalenguas que no era aquel tiempo de fiar, y que lo mejor era estarnos allí, al abrigo de aquella bahía, hasta tanto amainara la borrasca de todo en todo, viéramos dónde habíamos fondeado, y pudiésemos tomar posición por los astros y el sol, todo lo cual yo vi ser atinado y muy puesto en razón; y Pambelé añadió que si teníamos de aguardar allí muchos días, él era de parecer de descargar luego el tesoro y enterrarlo, temeroso de que alguna otra nave no diese en buscar el reparo de aquella bahía y saliesen con despojarnos; y así fue también el parecer de todos, quienes, en habiendo explorado tantico el islote, que era muy pequeño, determinaron de ocultar el tesoro en un hueco natural que había en la parte más alta de una colina, y al que luego cubrieron de tierra, guijarros y arena; siendo así que si alguien venía, no acertara a hallar el tesoro en tan desusado escondrijo como la cima de una altura. Y el trabajo que pasamos en cargarlo a hombros, cuesta arriba y por talegas, fue asaz menor que fuera el de cavar un pozo do cupiese todo su volumen; y yo, que había cobrado mis fuerzas, aun bien que sin pensar en lo que hacía y con la mente puesta en mis visiones de las noches antecedentes, también ayudé en el traslado; mas cuando hubimos terminado la cargazón y entierro, les pedí me dejasen solo y me retiré a un lugar apartado, donde me estuve orando hasta la tarde, en que vino Pambelé a traerme agua y comida; y yo recé mucho por él y por la salvación de su alma pagana, sin parar mientes en el viento ni en la lluvia, que no cejaron en todo el día; y así cerró la noche; mas henchido de una inmensa beatitud, como si en lugar de agua lloviese sobre mi cuerpo y alma un mar de consolaciones, persistía yo de rodillas en la arena, a la espera de una nueva señal de Dios, cuando de pronto surgió en el cielo una luz y vi fulgurar un rayo que me encegueció y estremeció de todo en todo, al punto de creer llegada mi hora; y aun sin lengua, granjeé gritar el nombre de Jesucristo; y sentí estirárseme la piel del rostro y erizárseme los pelos y una cosquilla cual si me estuviesen royendo los huesos; y de presto comenzó a oler a azufre y oyóse un grande estruendo, y en volviéndome, vi arder la fragata sin que el estar mojada de la lluvia de tres días, estorbara al rayo de incendiarla. En acercándome a ella en el esquife, que me aguardaba en la marina, comencé a dar mis deslenguados gritos y llamé a Pambelé con el mismo alarido al que entrambos estábamos usados, cuando morábamos en nuestra isla, y en ese punto y sazón, cesó la lluvia y de entre las llamas pareció San Cristóbal, esta vez sin el Niño, meneando la cabeza; y comprendí que todos seis habían muerto fulminados por el rayo; y allí fue el echarme a llorar por Pambelé, y el preguntarme por qué Dios, en sus insondables designios, salvaba al abominable pecador que era yo, y condenaba al pobre amigo mío y a los seis españoles.
Y ahora, torno a jurar por Jesucristo, Santa María y Todos los Santos, no haber faltado un punto a la verdad en cuanto he dicho y diré.
San Cristóbal, que se había apostado por cima a la proa de mi esquife, volvióme la espalda suspendido en el aire, hízome señal de que lo siguiese y comenzó a alongarse sobre las aguas, cada vez más aprisa, hacia la salida de la bahía; y allí convirtióse en la misma luz de la noche antecedente, que comprendí ser la luz con que guía a los viandantes.
Remé mar adelante sobre el agua plácida, pues muy de presto habíanse quietado las olas y la mar veíase como un lago. Antes del amanecer arribé a una isla grande, desde la cual, por el humo de la fragata que aún ardía, vi distintamente cuál era la posición de la nuestra, y marquéla prolija e indubitadamente en mi memoria; lo cual fueme harto manual, siendo que estaba como enhilada en una suerte de rosario cuyas cuentas fuesen los varios islotes pequeños, en guisa de arco, que por allí había puestos; y a esa sazón, habíame quedado solo en aquella isla, do la luz de San Cristóbal extinguiérase en llegando a ella, de suerte que para mí ya no hubo más sino dormir hasta el mediodía, pues mucho me lo pedían el cuerpo y el alma, tras aquel día tan cargado de trabajos y pesadumbre.
En despertándome, el tiempo había mejorado de todo en todo y quise remar hasta la costa; pero luego mudé parecer y propuse de aguardar la noche por ver si parecía, vez tercera, la luz del Santo; lo cual avino puntualmente con las primeras sombras. Y esa noche me condujo a tierra y de allí en adelante, en alongándose siempre hacia el Poniente, señalóme el camino noche a noche. Apostábase sobre la copa de un árbol, distante una media legua; y cuando me le acercaba tantico, tornaba a alongarse hasta la cima de un cerro; y así, de hito en hito, condújome hasta esta su ciudad de La Habana. Y como el patrono que es della, aguardóme a su entrada y condújome diestramente por sus calles, hasta este convento de Santo Domingo, adonde llegamos a la hora de maitines, cuando los religiosos entraban en procesión a la Iglesia de San Juan de Letrán; y la luz de San Cristóbal, que siempre ha sido amigo de viajeros y marinos, posóse sobre la cabeza de Vuestra Merced, entendiendo yo al punto, que el santo me lo significaba para confesor de mis pecados; y siendo que Dios, en su misericordia divina, ha sido servido de volverme a su seno, quise primero confesar las culpas que ya Vuestra Merced conoce, y entregarme luego al Santo Oficio, para que por él se cumpla el designio de Nuestro Señor; mas primero de lo tal hacer, es mi voluntad que el tesoro que Dios ha puesto en mis manos, se desentierre y sirva de todo en todo a Su gloria. Estoy persuadido de que en viendo Dios mi verdadera contrición y fervoroso arrepentimiento, ha determinado de salvarme; y la salvación de mi alma, es mi tesoro mucho más preciado que todo el oro y pedrerías del mundo, lo que de grado renuncio a trueque de retornar a la grey de Cristo; y vuelto a su seno, creo con más fervor que de antes, en la Santísima Trinidad y en todos los dogmas de la Santa Iglesia Católica Romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, Vicario y Visorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, que lo fuera de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia.
Del tesoro hagan Vuestras Mercedes y los de su orden, lo que más puesto en razón y santidad estuviere, para mayor gloria de nuestra fe. Síganse puntualmente las señales que dejo significadas en los dibujos de la carta acompañante de ésta, mi última jornada. Y así concluye mi confesión a los cinco días del mes de julio del año de mil y seiscientos y veintiocho. Dénseme las debidas penitencias y hágase de mí lo que Dios, por el ministerio de Vuestra Merced sea servido pararme, que yo de mío, espero su perdón en todo sosiego y paciencia, pues muy a las claras me ha dado la señal de su infinita misericordia. Hágase su voluntad. Amén.
Álvaro de Mendoza.