Desde nuestra atalaya, vimos la fragata de Turner encaminarse hacia la isla del Papayal, por la que se fue tierra a tierra, hasta quedar encubierta de la banda del Mediodía. Allí dieron fondo en la rada más guarnecida y secreta de aquellos parajes, la cual formaba una como pera que, según tenía altas las riberas, amparaba las naves allí ancoradas de cualesquiera borrascas que corriesen, y con la añadidura de venir muyde molde a cuantos piratas quisiesen encubrir sus bajeles, de suerte que las presas no tuviesen lugar de ponerse en cobro ni de aparejarse para rechazar los abordajes. Mas la isla, amén de ser muy pequeña, no tenía playa y por lo tal, cuando Turner tuvo de reparar las averías de su fragata vez primera, escogió la marina de nuestra isla que, con ser no nada segura contra los vientos, era bonísimo varadero donde dar de costado y recorrer los fondos de las naves. Y siendo aquella tarde muy serena, sin riesgo de tormentas, el que Turner diera fondo en el Papayal, donde tendría de sustentar los incómodos de la falta de una marina baja, argüía distintamente que no se andaba pasajero, sino que traía designio de ponerse a la mira de alguna presa.
El Papayal está puesta, como queda dicho, a obra de dos millas de nuestra isla, por la banda del Mediodía; y nosotros, temerosos de que no se pasase algún esquife, por venir a pescar o dormir en nuestra playa, sobre descubrir el esqueleto y borrar nuestras huellas, nos estuvimos en lo alto de la atalaya, hasta que cerró la noche de todo en todo.
Pambelé, que advirtiera en mi rostro la cólera y venganza pintadas, en viéndome declararle que se fuera a su gruta y se estuviera escondido en ella, pues yo velaría en la playa, predicóme con lágrimas en los ojos que abandonase mi porfía de matar a Turner, siendo que aquello amenazaba mucha muerte y caída; y pidióme que nos atuviésemos al primer designio de aguardar a los holandeses, por llevarnos el tesoro y vivir en paz. Díjele saber tan bien como él los tamaños peligros a que me ponía, pero que jamás granjearía vivir en el sosiego que él columbraba, como no vengase primero el tuerto que me hiciera el inglés, y que antes de vivir mortificado por ese mi afincamiento, quisiera morirme luego; y torné a agradecerle la salud que le debía y el ofrecimiento de partir el tesoro, y díjele que el último cargo en el que quería estarle, era el de aguardar al otro fin de la isla con todo aparejado, de suerte que como yo granjease matar a Turner y huir con vida, pudiera partirme en el esquife a la buena ventura, en busca de manida entre las islas que estaban puestas por la banda del Levante; mas él replicó con mucho reposo y gravedad, que había mucho tiempo ya, tenía determinado que su suerte y la mía una sola serían, y que ni súplicas ni razones demostrativas de ningún jaez, harían que él se apartase de mi lado ni un negro de uña, así tuviésemos de morir los dos. Y yo, que siempre estuve de parecer que el sentimiento de la amistad es de los más nobles que encarecerse puedan, y que por guardarle los debidos respetos hube de pasar tantos trabajos en la vida, no pude contener mis lágrimas y levantándome en pie, abracélo con todo el amor que le tenía; mas luego al punto, secándome las lágrimas, declaréle mis barruntos de que al siguiente día, vendría Turner con algunos de sus hombres, por ver qué había sido de mí; y si Pambelé me socorría y granjeábamos caerles de sobresalto cuando estuviesen comiendo, durmiendo o decantados unos de otros, y teníamos lugar de quitarles alguna ballesta o escopeta, yo tenía prosupuesto de matar luego a todos, pero no así a Turner. Y díjele muy al vivo que como lo cogiese, habría de atormentarlo tanto que, a buen seguro, Pambelé sentiría espanto de mí. Mas él, echándose a reír, díjome que mucha era la amistad que me tenía, y a trueque de verme quito de mi juramento de venganza y listo a partir vida y tesoro con él, cualquiera bellaquería que yo hiciese a Turner y los suyos, tendríala él por bien empleada. Porfié que tuviese mucha cuenta con lo que decía y prometía, pues de allí a poco, si la suerte me favorecía tantico, tendría de ver cosas horribles; y añadí que todas las ferocidades de mi vida, serían tortas y pan pintado en confrontación con la venganza que tenía determinado de tomar, si salía con cogerlo vivo entre mis manos, siquiera por medio día. Pero Pambelé replicó que cualquier desmán le estaba bien empleado a aquel canalla y que él mismo se holgaría de poder atormentarlo a todo su sabor; mas tornó a decirme que muy de mi parte tendría de volverse la fortuna, para que yo saliese con apresar vivo a un pirata diestro, acompañado de treinta hombres, como debía tener en su fragata. Y así era la verdad y yo le declaré que si porfiaba en echar su suerte con la mía y no quería ponerse a su salvo, como fuera mi designio, yo me avenía al suyo, con condición que desde ese punto más, me obedeciese de todo en todo, lo cual prometió y juró cierto; y siendo que no había sino aparejarnos para la venida de los ingleses, mandé que se partiera con el esquife al otro fin de la isla, pusiese dentro de él todo lo que hubiéramos menester si teníamos de alargarnos a la ventura, y que se reposara hasta el alba. Díjele que luego volviera por tierra, curándose de que el esquife quedase a cubierto de cualquier peligro.
Así lo hizo todo, y un punto antes del amanecer, sentóse a mi lado junto del tronco de una palmera; y no se había levantado aún el sol ni un palmo sobre el Oriente, cuando vimos un como bulto blanco que salía del Papayal; y luego al punto nos dimos cata de ser un bajel de vela y remo del cual, a cabo de poca pieza, desembarcaron cinco hombres a quienes conocí luego; y aunque asaz malcontento de no ver a Turner entre ellos, alegréme de que sólo fueran cinco y de verlos descargar matalotaje y enseres, lo cual argüía distintamente que traían prosupuesto de dilatar su estada en nuestra isla. Estuviéronse una buena pieza escudriñando el esqueleto, pero ninguno hizo ofensa de él ni hubo mofas, sino que lo miraban como embelesados de que aún se estuviese tan entero, a cabo de tantos meses; y yo, vez segunda, di en la fantasía de creer que veía mi propia osamenta.
Cuando vimos a cuatro de ellos encaminarse hacia donde nosotros estábamos, hubimos de escondernos en un bajío, a obra de cincuenta pasos más adentro, donde había malezas y grandes hojas de palmera, con quienes nos encubrimos; pero luego al punto, los vimos subir la cuesta de la atalaya al tiempo que un tuerto que solía ayudar en sus menesteres al cocinero, se alongaba con un hacha en la mano, para ponerse a cortar ramas delgadas, lo cual me dio a entender que tenía intención de fabricarse un techo para dormir cerca a la marina.
De pronto, en lo alto del promontorio sonó un tiro y luego, luego, conocimos ser de la escopeta que se llevara al hombro uno de los cuatro idos cuesta arriba; y aún todavía no se había muerto el eco, cuando se oyó muy quedo y endeble, otro escopetazo que a todas luces venía del Papayal. Luego al punto, vine en cuenta que estaban haciendo experiencia de señales, y di por cosa de todo punto cierta, que Turner había mandado poner una atalaya en nuestro promontorio quien, con tiros de escopeta, diera aviso de las naves que pareciesen en aquellos contornos, por así tener lugar de alistarse y dar traza de cogerlas de sobresalto.
De los cuatro que subieron a la atalaya, sólo tres se abajaron; por do colegí que uno de ellos tendría cuenta con la guardia primera. Otro se partió en el batel de retorno al Papayal, al tiempo que el tuerto y sus dos cofrades, daban orden en construirse un techo y unas como parihuelas con lona de velas, que yo bien me conocía a causa de que estaba usado a dormir en ellas. Terminado que hubieron el techo, dos de ellos pusiéronse a pescar y el tuerto a encender una lumbre. A obra del mediodía, tocó el tuerto un cuerno y de allí a poco pareció, con su escopeta al hombro, el que se había estado en la atalaya desde el amanecer. Cuando hubieron comido, uno de los que había estado pescando asió de la escopeta y se partió por la cuesta arriba, a montar la segunda guardia, al tiempo que los tres otros se acostaban a sestear. A la media tarde estuviéronse todos tres una buena pieza jugando a los naipes, y luego, el tuerto dio traza de aparejar la cena. Un punto antes del ocaso, tornaron a tocar el cuerno, y abajado el de la guardia, se sentaron a yantar por junto, entre tanto que nosotros subíamos la cuesta de la atalaya.
Empuñaba Pambelé una estaca dura como el hierro, y yo una espada; y así muy unidos, nos emboscamos a esperar que subiera el de la guardia nochera, pues ya habíamos echado de ver que iban a montarlas por cuartos, al amanecer, mediodía, crepúsculo y medianoche; y cuando el hombre se allegó a obra de veinte pasos de la cima, yo le cogí por sobresalto desde atrás, y de un sólo golpe le cercené la cabeza.
Dos hombres como nosotros, que conocíamos la isla palmo a palmo, en habiendo cobrado la escopeta y una pistola de arzón que llevara el muerto a la cinta, con la añadidura de que los enemigos nada sabían de nuestra existencia, les hacíamos mucha ventaja.
En lo alto de la atalaya, a la luz de la luna, Pambelé y yo discurrimos con mucho sosiego lo que habíamos de hacer. Como ya sabíamos que hasta la medianoche no colocarían guardias, y según yo me daba a entender, debía de ser la medianoche el punto en que las Tres Marías comenzaban a declinar por el ocaso, y aún faltaba para ello una buena pieza, nos abajamos con el prosupuesto de estarnos cerca a ellos y determinar, allí mismo, de hacer lo que más puesto en razón estuviere. En certificándonos que todos tres dormían, yo marqué por míos al tuerto y a un tal Oliver, a quienes degollé sin darles lugar de despertarse, entre tanto que Pambelé mataba al tercero, de un estacazo en la nuca.
Tras aquella matanza, teníamos ahora tres ballestas con veinte saetas, cuatro pistolas, una escopeta, cuatro espadas, una daga, tres puñales, nuestro alfanje, una arroba de pólvora y media de perdigones; pero lo que más contento me trajo fueron las ballestas, por estar de parecer que son las armas más acomodadas a estos parajes, donde la pólvora se humedece a cada paso, y tanto mata una flecha como una bala, con la añadidura de que aquella lo hace sin estruendo.
Pambelé quería que nos estuviésemos a la mira de que arribase otra partida, y persuadió que podríamos atacarla en el punto en que abordara con la marina, de suerte que cogiéndoles de sobresalto, les haríamos una gran mortandad, y que a buen seguro Turner haría número entre los que viniesen; y si granjeábamos apresarlo, podríamos luego, luego, ponernos en cobro con él, hacia las islas del Levante. Pero yo estuve de otro parecer que declararé luego al punto, y él, entre temeroso y jocundo, halló que mi designio iba muy puesto en razón y me alabó grandemente aquella, que él diputaba, mi discretísima industria, y que luego pusimos por obra. Con ser que la oscuridad era mucha, tanto conocíamos aquella isla, que pudimos ponernos al trabajo como si fuera de día.
Cercenamos la cabeza del que había muerto del estacazo, y en el entretanto que Pambelé traía la del que habíamos matado en la cuesta del promontorio, yo acabé de desprender las dos de los que había degollado. No bien tuvimos juntas todas cuatro, les arranqué sus lenguas, sacándolas por el cuello, porque se viesen cuan largas eran, y colocamos las cuatro cabezas, de modo que sus narices quedasen apretadas entre los dedos de las manos y pies del Muchaslenguas; y a éste le abrimos la boca de su calavera y se la henchimos de las cuatro lenguas, que le quedaron colgando en abanico sobre las costillas del pecho. Luego dimos orden en juntar todos los cadáveres y los enterramos en el fondo del sobredicho bajío, curándonos de cubrirlos de arena y hojas secas, porque no pudiesen hallarlos.
En habiendo lavado la sangre de dos parihuelas, nos acostamos a reposar en ellas hasta el amanecer. Cuando hubo suficiente luz, cogimos todos los avíos de pesca, herramientas, enseres de cocina, todo el matalotaje y bastimentos, y los enterramos en otro lugar, a obra de doscientos pasos, isla adentro. Destruimos el techo y echamos al mar todos los palos, que se llevó la corriente. Lo único que no ocultamos de todo lo que habían traído, fue un pernil de cabra en salazón que mucho nos apetecía comer a ambos, y algunas especias para sazonarlo.
No bien hubimos dado cima a este trabajo, borramos con gran tiento toda huella de sangre y nuestras pisadas. Luego, Pambelé dio orden en alistar la comida, sin ningún cuidado esta vez, de que se viera el humo, pues como lo advirtiesen desde el Papayal, lo hallarían muy natural, dándose a entender que era el de sus cofrades. En este entretanto, yo me estuve fabricando y aparejando el ataque a los que viniesen, si así determinaban de hacer ese día.
En viniendo del Papayal, a causa que la corriente se llevaba la embarcación hacia el Levante, tenían de alargarse poniendo proa al Trinquete, y a cabo de una buena pieza, dejarse llevar de la corriente; por dar así lugar de abordar con nuestra marina por la banda del Poniente; pero primero de llegar a nuestra playa, tenían de pasar cabe una ribera alta, llena de malezas muy intrincadas, y allí propuse de armar las ballestas y la escopeta, con sus cargas de flechas, pólvora y munición; y daba por cosa cierta que cuando fueren de paso por aquel lugar, mataríamos cinco o seis hombres, de los doce que podía caber el batel de ellos; pero como se verá por lo que se sigue, yo deseaba que no viniesen ese día, y así fue servido el Cielo de concedérmelo. Y en viendo que ya cerraba la noche y no parecía ningún pirata, cogimos las armas y de conformidad con la traza que habíamos comunicado, nos partimos en el esquife camino del Papayal, la vuelta del Trinquete; pero antes de alargarnos, atendiendo a un discretísimo artificio de Pambelé, cogí la pezuña del pernil que nos habíamos comido y marqué‚ unas huellas que, saliendo del mar, llegaban al esquife y luego se volvían al mar, dibujando un como arco; tras lo cual, regresé caminando hacia atrás, por así borrar mis propias huellas; y al cabo, nos partimos con el grandísimo deseo que no lloviese antes de que los piratas viniesen del Papayal; pues daba por cosa muy cierta que la desaparición de sus cofres, sin rastro alguno, la vista del esqueleto del Muchaslenguas tan primoroso como se lo habíamos puesto, más las pisadas de cabra que del mar salían y a él volvían, llenarían de espanto a aquellos brutos supersticiosos; y yo sabía, mucho más por pícaro que por soldado, cuánto monta el saber amedrentar al enemigo.
Antes de la medianoche, abordamos con la alta ribera del Papayal, que mira a nuestra isla. Yo daba por cosa cierta, que todos los piratas estaban en la rada de la contraria banda; y como diputaban estar sus hombres en la atalaya de nuestro promontorio, en nada les aprovechara poner centinelas por el opuesto fin, donde nos desembarcamos. Allí ocultamos nuestro esquife, entre las intrincadísimas malezas de la costa; y con solas las armas, un odre de nueve azumbres ahíto de agua, y algún pescado asado, nos acercamos a la rada hasta un punto, obra de cien pasos, de donde podíamos verlos sin ser vistos, amén de que todos dormían a esa hora.
Cabe un zarzal de la ribera, habían talado árboles y arbustos, y plantado una tienda que a buen seguro era para Turner, con la añadidura de varios techos para el resto de la cuadrilla. Al mediodía granjeamos contar diecinueve personas, pero entre ellas advertí a cinco esclavos españoles, de los ocho que cautivaran habían ya casi seis meses. Durante aquel día nadie se alejó de la rada. Los esclavos afanaban en los fondos y reparaciones del buque y los demás, como no estuviesen pescando o bañándose, jugaban naipes o dormían. La vista de Turner me encalabrinó el alma y tanto apretóme el afán de matarlo, que la espera se me tornaba inllevable. Aquel marinaje de sólo veintitrés hombres, que menos los cautivos quedaban en dieciocho era muy menguado para un bajel pirata, y luego eché de menos a dos holandeses y cuatro ingleses quienes sin duda habían muerto; y a buen seguro no habían granjeado todavía botín rico, pues según la capitulación que firmáramos en Tortuga, nos concertamos por palabras expresas, enpasar adelante con nuestra granjería, hasta que cada uno alcanzase, rata por cantidad, la monta de tres mil ducados en la venta y partición del botín.
En amaneciendo el siguiente día, desde el lugar do nosotros estábamos, vimos una goleta encaminarse hacia el Levante, y de allí a poca pieza, cuando también ellos lo advirtieron, formóse un grande alboroto, y Turner gritaba encolerizado, a buen seguro por no haber recibido señal del paso de la goleta que debían darle los que él había puesto en la atalaya de nuestra isla; y aquel bajel, mucho más ligero que la fragata de Turner, habríase podido coger de sobresalto en la estrecheza del canal, pero ahora que ya había pasado, no había lugar de darle caza, y en cuanto se hubo alongado fuera de nuestra vista, Turner envió a cinco hombres que viniesen a noticia de lo acaecido; los cuales regresaron hacia el Mediodía, y uno de ellos, con grandes ademanes, declaró lo que todos habían visto.
Turner púsose a caminar con las manos cogidas por la espalda y luego descargó una puñada sobre un barril de pólvora, y dando una fortísima coz, derribó una vasija y tornó a preguntar. Uno de los piratas persuadía muy temeroso lo que a Vuestra Merced ya se le debe ir trasluciendo, que no era sino la vista del espanto que hallaron en nuestra playa. Todos cinco juraban cierto alguna cosa; y aun bien que hablaban a voces, por lo atropellado del discurso en lengua inglesa, yo no gran jeaba entenderles; pero como uno de ellos diese luego en meterse cuatro dedos en la boca y luego en abrir mucho los brazos y piernas, dime cata al punto de estar declarando que por la boca de la calavera del Muchaslenguas, asomaban ahora cinco lenguas; y luego, luego, púsose el hombre a gatas, y a andarse apuntando al suelo con tres dedos, por do colegimos ser aquellas marcas, las que creyeran pisadas de cabra; y los otros cuatro abonaban lo dicho con grandes voces y juramentos.
Siendo que Turner tenía de curarse de su crédito y fama de temerario, montó en el mismo batel, con más ocho hombres, y dejaron a los esclavos amarrados con grilletes por los tobillos, a las bordas de la fragata, de suerte que en la rada sólo quedaron cinco ingleses.
Era aquella la coyuntura que aguardábamos y todo iba saliendo pintiparado. Yo daba por cosa verdadera, que Turner se había pasado a nuestra isla con prosupuesto de esclarecer lo avenido, y que en tal designio porfiaría hasta la noche, cuando hiciese experiencia de ser verdad lo que le habían declarado los otros; mas en ese entretanto, haría un prolijo escrutinio de toda la isla.
Y cuando diputamos haber dado lugar bastantísimo a que Turner y su cuadrilla estuviesen dados fondo del otro lado de la canal, determinamos ser aquel el punto y sazón de matar a los cinco ingleses que teníamos en frente, lo cual hicimos sin ningún tropiezo.
Tres de ellos estábanse jugando naipes y a pocos pasos, los otros dos afanaban en menesteres de cocina. Estaban estos casi desnudos, y fuera de un hacha y cuchillos, no tenían ningún arma cerca a ellos. De los tres otros, sólo uno llevaba una pistola puesta a la cinta. Fue el primero en morir, de un tiro de escopeta en la cara que le hizo Pambelé, al tiempo que yo, emboscado del otro lado, adonde me había llegado tras un grande rodeo, con el alfanje en una mano y la espada en la otra, cogí de sobresalto a los cocineros, en el punto en que volvieron las espaldas por ver quién había dado aquel tiro y ambos quedaron clavados en el suelo. Pambelé mató al cuarto de una cuchillada que lo alcanzó en el pecho, y al quinto, que se había echado al agua, por llegarse a nado a la fragata, lo traspasé por el cuello con el primer tiro de ballesta. Los únicos bien muertos, eran los que habían recibido los tiros, de suerte que con el alfanje yo hube de rematar a los otros dos.
Acabada esta faena, nos fuimos a la fragata, libramos a los españoles que nos besaron las manos; y por medianería de Pambelé, les pregunté qué había sido de sus compañeros. Dijeron que el ético al que Turner forzara a beber sus mudas y otros dos, habían muerto atormentados, pues en una isla del Mediodía de Cuba, habían intentado escapar y les habían dado alcance. Les ordené luego que bajaran a tierra todas las armas ligeras y pólvora que hallasen. Aquella fragata iba artillada de diez piezas de bronce y diecisiete pedreros de a dos. De estos postreros, por ser muy manuales, mandé abajar diez, con treinta balas. Ordené también que sacasen los grilletes y cadenas con que amarraban a los cautivos, y asimismo, recoger todos los bastimentos que los piratas tuviesen en la ribera, por junto con los avíos de pesca, enseres de cocina, de suerte que allí no quedase ni una marmita, ni un anzuelo, ni un coto de soga, ni nada que les fuese manual y útil para vivir.
Terminado que hubieron de poner por obra mi mandato, con la medianería de Pambelé, referí a todos cinco mi plan de vengarme de Turner, y les dije que ellos quedaban horros y que con los diez pedreros y demás armas, Pambelé y yo nos combatiríamos muy a nuestras anchuras contra los nueve piratas que quedaban. Declaréles luego, que por allí cerca teníamos un tesoro con tres cofres de oro y pedrerías, y que si ellos hacían lo que yo les pedía, les daría para ellos cinco, uno de esos cofres. Y les pedía que se partiesen en la fragata hasta unas quince millas hacia el Levante donde, detrás de una isla que se columbraba desde el Papayal, podían dar fondo en una ensenada secretísima que allí había, de suerte que los de Turner se darían a entender que se habían partido; y si otras naves pasaran por allí, nadie los vería. Si veníamos en este concierto, deberían aguardarnos allí hasta diez días, por dar lugar a que nosotros matáramos a los piratas; y si salíamos vencedores, les acusaríamos la nueva encendiendo por la noche una gran fogata en el promontorio de nuestra isla y que ellos podrían divisar desde el Levante. Y si no les parecía ser bien mi designio, y ellos cinco podían gobernar una embarcación de tres mástiles hasta llegar a La Habana o la Florida, podrían hacerlo en hora buena, pues no nada flaco servicio nos hacían con llevarse la fragata, por donde nuestros enemigos se darían a entender estar la isla desierta, y con ese artificio les haríamos grandísima ventaja; más todos cinco declararon que querían combatirse junto de nosotros, pero yo porfié y persuadí que con aquellos pedreros y nuestro mejor conocimiento de los lugares, y en habiéndolos despojado de sus bastimentos y avíos, les derrotaríamos a buen seguro; y para todos era más provechoso que ellos se llevasen la fragata y la pusiesen en cobro do nadie la viera, pues sólo así tendríamos lugar de partirnos con el tesoro, y no nos poníamos a peligro de que los piratas la recobrasen y nos atacasen con su artillería. Y así nos concertamos en que nos aguardaran hasta diez días en la sobredicha isla del Levante. Y si a cabo de ese término, no les hacíamos la señal del fuego, podían partirse adonde mejor les pluguiese; y luego, al punto, pusimos por obra lo concertado: levaron áncoras, izaron velas, y a poco a poco, fuéronse alargando arrastrados por la corriente y un viento suave que soplaba desde el Poniente.
Yo ordené a Pambelé montar seis pedreros en un esquife que los piratas dejaran allí, y con él se fuese al otro fin del Papayal, por ocultarlo junto del nuestro, lo cual tuvo de hacer muy deprisa, pues entrambos diputábamos que los piratas, en habiendo oído el tiro que dimos, debían haberse partido luego de regreso, por empachar que les llevasen la fragata; y aun bien que el viento del Poniente no los socorría en atravesar la corriente del canal, no se dilatarían más de unas dos horas en llegar a la rada. En habiendo visto ya que se les iba la nave, a buen seguro pensaron que todos nos habíamos partido; y por fuerza tendrían de recogerse en el Papayal esa noche, hasta tanto determinasen lo que habrían de hacer en adelante. Yo emplacé los cuatro pedreros, con suficiente pólvora seca y dos balas junto de cada uno dellos, fronteros del lugar donde estaba puesta la tienda de Turner y los techos del campamento, a quienes no tocamos, porque en viéndolos, se diesen a entender que todo estaba cual ellos lo dejaran, con todos sus avíos y bastimentos.
Yo presumía que Turner saltaría a tierra el primero, como era la sólita costumbre, y así los cuatro pedreros, encubiertos de la maleza, quedaron emplazados a obra de ochenta pasos, fronteros del lugar donde diputé que el batel abordaría con la ribera del campamento.
Cuando todo estuvo aparejado, corrimos hacia el contrario fin de la isla por avizorar el regreso dellos, a quienes vimos luego haber dejado atrás la mitad del canal y avanzar en derechura a nosotros. Púsome aquella vista mucho desasosiego en el pecho, temiendo no desembarcasen todos por esa banda, con prosupuesto de hacer cala y cata de toda la isla; y si tal ponían por obra, descubrirían nuestros esquifes y cobrarían los pedreros con toda la munición, de suerte que en ese punto y sazón, habríamos de darnos por muertos; pero sólo desembarcaron dos, que se entraron vadeando en piernas, y cada uno traía una pistola y una espada a la cinta. Yo temí luego que no desembarcaran otros dos por la banda del Levante, y luego la barca se fuera tierra a tierra por desembarcar otra pareja por el Poniente, de suerte que si había enemigos en la isla, no los cogiesen por junto; mas nuestra buena estrella quiso que fuera de los dos primeros no desembarcase persona; y así se fueron todos por la banda del Levante, a entrarse en la rada adonde ya habían llegado por tierra los otros dos; mas a causa que nosotros nos ocultamos entre la maleza sin dejar huella, persuadiéronse al punto que les habíamos llevado la fragata y la isla había quedado desierta. No bien saltó Turner a tierra, disparé sucesivamente los cuatro pedreros que ya estaban cargados. El tercero de mis tiros dio de lleno en lleno en el batel y fue poderoso a partirlo en dos y hundirlo luego al punto. Vi a uno dellos subir a la ribera y desaparecer entre las breñas, por do colegí que aquel tiro había puesto a varios fuera de combate; pero no queriendo dilatar aquella batalla contra un enemigo más numeroso, nos escabullimos entre la maleza, y cuando sonaron los primeros tiros de réplica, ya nos alongábamos a nado en dirección al esquife, y sin ser vistos dellos, que se habían replegado hacia el Levante.
Cuando abordamos con los esquifes, hice que Pambelé se echase en el fondo del que iba de remolco y se cubriese con una vela, porque si granjeaban columbrarnos, creyesen que yo estaba solo y tuviesen así atrevimiento de venir a combatirse conmigo en nuestra isla. Y no nos habíamos alargado ni cien brazas, cuando oyóse un tiro de pedrero; y luego dime cata de que en viéndome partirme, como no tuviesen batel ni esquife en qué darme perseguimiento, cargaron un pedrero hasta la costa, por con él disparar; y de los cuatro tiros que hicieron, dos nos pasaron muy cerca.
Desembarcamos en nuestra playa cuando era noche ya, mas sin ningún temor de emboscada, pues yo había tomado cuidado de numerar que los mismos nueve que se partieran del Papayal, regresaran sin menos personas. Como nuestra isla era más grande y hospitalaria que el Papayal, había en su playa mejores ocasiones de pescar de lanzada; y con ser aquella la única suerte de pesca que ellos podían poner por obra, a causa que yo había dado orden en no dejarles ningún anzuelo ni red, ni soga, daba por cosa segura que muy pronto el hambre los forzaría a invadirnos; y como creyesen que yo estaba solo, me daba a entender que no tardarían en asaltarme y aún era contingible que esa misma noche, según yo conocía la intrepidez de Turner. Diputé que construirían una balsa de maderos y lianas, y que con los remos y velas cobrados de la barca hundida, saldrían en mi perseguimiento. Ignoraba yo a cuántos había matado con mis tiros de pedrero, pero daba por cosa cierta haber puesto fuera de combate a no menos de tres.
A causa que el Papayal carecía de arena y no dejáramos huellas, y como sólo a mí habían visto alongarme en el esquife, ni por pensamiento barruntarían haber de combatirse contra dos, armados de seis pedreros y hasta veintidós balas de dos libras. En esa ignorancia dellos consistía nuestra mayor ventaja, pues a buen seguro diputarían que como granjeasen poner pie en nuestra isla, al cabo, al cabo, saldrían con matarme.
En llegando, ordené que Pambelé se entrase al mar contando los pasos hasta donde ya no diera fondo; y lo tal avino a obra de treinta y cinco pasos de la orilla.
Yo sabía que los tiros de pedrero alcanzaban hasta doscientos pasos; y como viniesen ellos en una balsa y yo granjease hacerles blanco, los forzaría a entrarse a nado, lo cual mojaríales la pólvora, y así los derrotaríamos fácilmente con nuestras ballestas. Y de allí al tercer amanecer, Pambelé, que se había estado vigilando en la atalaya, me despertó diciendo que del lado del Trinquete venían cinco hombres en una balsa; y como el viento estuviese muy del Poniente, traían la vela enarbolada en dos palos que habían izado.
Nosotros ya teníamos los seis pedreros aparejados y encubiertos de los zarzales de la ribera. Cuando la balsa estuvo a obra de ciento y cincuenta pasos de nuestra ribera, dimos en dispararles con tan buena fortuna, que los dos postreros tiros se hundieron muy cerca a la balsa, y todos cinco hombres, por alongarse del peligro y estorbar que los cogiéramos por junto, se echaron al agua. A buen seguro, que en viendo les dábamos la bien llegada con tamaña artillería, Turner había mandado que se decantaran en un como arco, nadando los unos hacia el Poniente y los otros hacia el Levante, por así abordar con la isla en sitios distantes, de suerte que pudiesen envolvernos.
En uno de los esquifes, según la traza conmigo comunicada, fuese Pambelé por la banda del Poniente, con dos espadas y una ballesta; y yo en el otro, por la del Levante con iguales armas. Pambelé mató a dos dellos y el tercero se escabulló hacia la playa. Yo maté a uno y desarmé a Turner de su daga mediante una cuchillada que le di en la muñeca cuando, asido de la borda de mi esquife, intentaba apuñalearme. Cogílo luego de los pelos y le pasé por el cuello una soga que ya tenía aparejada, para llevármelo de remolco y amarrarlo con uno de los grilletes a una palmera. Y como en la playa quedaran las huellas del que había granjeado fugarse, nos entramos por la espesura en su perseguimiento; y aún no habíamos andado cien pasos, cuando Pambelé lo halló escondido entre unas breñas; y ya iba a dispararle un tiro de ballesta, cuando yo di un grito e hícele señal de que no lo matara. Era el cirujano y mucho me holgué de cogerlo vivo.
Tenía por fin en mis manos al canalla y a su principal secuaz; pero sabía que ninguna muerte que les diese, por dolorosa y encarnizada que fuese, me recompensaría del odio que yo sentía, ni de la pérdida del habla; y tanto era mi afincamiento de malpararlo y verlo padecer que, una por una, determiné de poner por obra lo que en mi imaginación había fabricado.
Mandé por señas al cirujano que diera traza de curarle la herida de la muñeca, lo cual hizo lavándosela con agua de mar, la herida, quemóla luego y concluyó en vendarlo con un jirón de su propia camisa; todo lo cual sustentó Turner sin parpadear ni quitarme los ojos de encima; y a la fe que no eran de odio sino de algún temor, por verse tan bien tratado. Vendado que fuera, ordené a Pambelé quitarle el grillete que yo le había puesto en el brazo y ajustárselo al tobillo; y cuando el negro se abajó para poner por obra mi mandato, el inglés le soltó una coz en el estómago; y allí mismo se levantó Pambelé y de una sola puñada que le descargó en toda la cara, dio con él por tierra sin sentido; de suerte que cuando volvió en su acuerdo, ya estaba amarrado y lo mismo el cirujano, a otro árbol.
Yo les puse cerca sendos calabazos de agua dulce y, con los bastimentos que les cogiéramos en el Papayal, Pambelé dio orden en aparejar una buena comida. En ese entretanto, yo me eché a dormir en la arena hasta el mediodía, en que me despertó un olor que se me entraba por las narices en el alma, y lo era de un guisado de habas con tasajo de vaca, sazonado con mucha pimienta y otras especias, que había ya varios meses no probábamos. Los ingleses comieron también, cada vez más azorados, barruntándose acaso que aquel buen trato, nada bueno presagiaba para ellos; y a buen seguro la coz que Turner le diera a Pambelé, nacía del prosupuesto de que yo le matase luego, luego, sin pasarlo por el tormento.
Cuando hubimos comido, Pambelé se echó a dormir y yo me senté entonces, sobre un tronco derrotado, frontero de Turner, y púseme a canturrear y a sonreír y a mirarlo a los ojos con toda calma; y él, que ya comenzaba a desasosegarse de no saber qué suerte le aguardaba, y que deseaba que yo lo matase luego al punto, dio en denostarme en inglés y holandés; y yo, aunque más me echase improperios, más comedido y bien criado me le mostraba, lo cual, a todas luces, imponíale mucho miedo en el corazón; y lo mismo aveníale al cirujano, según el embeleso de los que tenía, ojos grises y pequeños como de rata.
Cuando cerró la noche, Pambelé encendió en lo alto de la atalaya el fuego que habíamos concertado con los españoles, y entre tanto que yo volvía a dormir, él velaba frontero de los cautivos, siendo que temíamos algún otro pirata no hubiese quedado con vida en el Papayal, y nos cogiese de sobresalto.
Pambelé se daba a entender que los españoles no guardarían lo concertado con nosotros; mas yo diputaba que debían estarnos agradecidos por haberlos ahorrado de su cautiverio y con voluntad de recompensarme de aquel duro trance que, según ellos vieran por sus ojos, habíame costado la lengua. Y a poco de amanecido, Pambelé probó ser verdad lo que yo anteveía, y despertándome con grandísimo contento, mostróme la fragata que venía hacia nosotros.
Al mediodía soltaron áncoras fronteros de nuestra playa y abajáronse dos dellos por preguntar qué se nos ofrecía. Todos cinco querían hacer número en la venganza de los ingleses, pero yo persuadí que teníamos de aprovechar el buen tiempo y el viento del Levante en desenterrar los cofres y cargarlos, no fuera que primerodeirnos pareciese por allí alguna flota española o nuevos piratas quienes, como viesen nuestra fragata, nos pondrían en ocasión muy forzosa; con la añadidura de sentir mucho desasosiego de que la isla del Trinquete no tuviese escondite ni buen fondeadero para la embarcación. Y así, mandé que uno de los españoles se quedase al cuidado de los prisioneros, y el resto nos fuimos al Trinquete por desenterrar los cofres, lo cual concluimos esa misma tarde, con gran algarabía de los españoles, que daban brincos y se abrazaban, y todos diéronse a tocar las barras de oro y a hundir las manos entre las joyas y pedrerías preciosas; y en regresando a nuestra isla un punto antes del crepúsculo, hice que descargaran el tesoro y lo pusiesen en la playa a la vista de los ingleses, lo cual hicieron amarrando los cofres con cabos de cáñamo y descargándolos uno a uno en los esquifes; y luego al punto mandé que los abrieran delante a los ingleses, por que ellos viesen su contenido, que entrambos miraron con ojos de locura y sufrimiento, pues en toda su vida piratesca jamás habían granjeado un botín como aquel, del que ahora nos señoreábamos sus cautivos y yo, a quien dieran por muerto. Y los españoles se ponían collares y anillos, y hacían gran burla de los ingleses, y uno dellos se hincó a dar gracias al Cielo de haber encontrado con nosotros, y otro tanto hicieron los otros. Como estuviese bueno el tiempo, determiné de pasar allí la noche; y la descarga del tesoro, mandéla en parte por hacer sufrir a los ingleses, pero también temeroso de que una borrasca se llevase la fragata con los cofres a bordo, pues ya conoce Vuestra Merced cómo el tiempo es voltario e inquieto en estas regiones, y tras una calma chicha corren borrascas furibundas. Y como queda dicho, me daba a entender no ser prudente buscar abrigo en la rada del Papayal, pues temía no topáramos a algún inglés vivo por allí.
En amaneciendo el día siguiente, tras pasar algunas razones con Pambelé, entrambos estuvimos de parecer de arriesgar el irnos derechamente a La Habana. No había más para nos, sino fiar de los españoles, quienes hasta ese punto dieran muestras de ser honrados. Yo daba por cierto que la pérdida de mis dientes y lengua, mi mucha calvicie, la quijada torcida y las cicatrices que deformaran mi rostro (una de la pedrada que recibí en México y que salió con hundirme el pómulo derecho, y la otra de un tiro de arcabuz que me alcanzara por cima al ojo izquierdo), más algún encorvamiento y cojera que yo me sabría fingir, estorbaría que persona me conociese. Diría haber venido de las Filipinas, tras muchos años de servicio en los tercios de Su Majestad, y así hallaría ocasión de referir todo lo que conocía del Oriente, que no era poco. Diría haber tomado parte en la batalla de Malaca y haber cautivado un par de años bajo los holandeses y después acá, haberme venido al México y Tierra Firme y que, en retornando a España en la misma embarcación que los cinco españoles, habíamos sido asaltados por piratas, bajo quienes también cupiérame cautivar algunos meses, sustentar tormentos y perder la lengua.
Yo daba por cosa cierta que los españoles, a trueque de recibir el oro prometido, abonarían mi engaño, pues donde no, sería bastante con que yo diese razón de los cofres y declarase ser hacienda de la tesorería de España, desaparecida en el naufragio del Santa Margarita, de lo cual se haría experiencia luego al punto; y siendo así, todos nos quedaríamos con un palmo de narices; de suerte que Pambelé y yo diputamos por junto que no serían tan sandios los españoles, de salir con traicionarnos; y dábamos por cierto que el oro prometido, para partir entre todos cinco, sería bastantísimo a satisfacerlos, siendo que puesto a tributo en España, les granjearía una vida sin tropiezos.
Los españoles podrían declarar muy a su sabor toda la verdad de su propio infortunio, y con sólo añadir ser yo otro dellos, saldrían fiadores de mi engaño. Pambelé tendría que callar su historia, pues aun bien que muerto su amo González Alcántara, el Juez de Bienes de Difuntos podía forzarle a trabajar en provecho de su persona; y por ello, era mejor que entrambos declarásemos ser yo su amo y haberlo comprado en Tierra Firme. Y propuse de no hablar por la medianería de Pambelé, sino que los españoles declararan mi historia y la del negro; y si en Cuba me pedían una relación por menudo, la daría escrita.
Tras haber comunicado esta traza, declarámosla a los españoles, quienes la diputaron muy discreta y bien razonada; pero pidieron que les diésemos, fuera del cofre con las barras de oro, la mitad del que tenía las joyas; lo cual yo rechacé con muestras de cólera, y porfié que el medio cofre que pedían de añadidura, más otros cinco arreos, no pagaban siquiera el diezmo de la libertad que les habíamos dado, lo cual dicho muy al vivo por Pambelé, quietólos de todo en todo y se declararon conformes. Un dellos dijo que siendo que no queríamos darle contento con la añadidura del medio cofre, les diéramos al menos el de vengar en Turner y el cirujano, los muchos tuertos y desaguisados sufridos, como asimismo el tormento y muerte de sus compañeros. Pambelé les preguntó qué suerte de venganza quisieran tomar, y el muy bujarrón de un Fulano Trujillo, declaró que todos siete debíamos primero de todo, holgarnos con las posaderas de entrambos ingleses, y arrancarles la lengua, machacarles los dientes, cortarles ambas manos y arrancarles los ojos, lo cual parecióme muy mentecata venganza, siendo que primero que diéramos cima a tamaña bellaquería, los ingleses serían muertos; y yo quería matarlos de suerte que la agonía se dilatase siquiera dos o tres días; y sobre negarles aquella segunda gracia y hacer que todos me jurasen la sólita obediencia como jefe dellos, ordené que me siguieran a lo alto de la atalaya, con los cautivos, para poner por obra lo que ya habíamos comunicado Pambelé y yo; y a éste le pedí que llevase lo que hubiéramos menester, que eran sogas, puñales y un hacha.
Había en lo alto del promontorio, entre otros, un árbol cuyo nombre desconozco y que tenía el tronco negro como el de nuestros chopos, saliendo sus ramos más bajos muy derechos hacia los lados. Hice que Pambelé cortara el tronco con el hacha, media vara por cima de do salían las primeras ramas, que eran grandes como el cuello de un hombre, de suerte que cuando las hubo cortado, derrotado la copa y podado todo el ramaje con un alfanje, quedó a la vista una cruz de dos estados de alto.
En este punto, los españoles dieron en mirarse atónitos, pues ya se les iba trasluciendo que mi designio era mucho más sacrilegio que venganza. Yo me puse a mirar, esta vez con mucho odio, a los ingleses. Turner mantúvome la mirada, pero el cirujano cayó de hinojos, con la cabeza sobre el pecho en oración. Turner se puso luego sobremodo pálido y de allí a poca pieza, comenzóle un tremor en las rodillas, y cuando ya no pudo sustentarme la mirada, con ser que tenía las manos amarradas a la espalda, echó a correr cuesta abajo, pero Pambelé le dio alcance y lo trajo a rastras, cogido de los pelos; y aquí los españoles bajaron los ojos al suelo, mientras el cirujano, orando en su idioma, no apartaba los suyos de la cruz. Cuando amarramos los dos pies de Turner, éste también se dio a orar en voz alta. Ordené luego que lo ataran a los brazos de la cruz, por los sobacos y con mucha soga, en el entretanto que Pambelé lo sustentaba aprisionándole entrambas rodillas contra el tronco. Amarrámosle luego la cintura y las piernas, todo lo cual Turner dejó que hiciéramos sin ninguna resistencia. Y cuando lo tuvimos colocado en su lugar, con los pies a una vara del suelo, y yo cogí los dos puñales y la espada, los cinco españoles no se daban manos en hacerse cruces. En atravesándole la palma izquierda, lo cual hice golpeando el cabo del puñal con un leño grueso, Turner lanzó un grito de espanto, que en español quiere decir ¡oh, Dios mío!, y en inglés se declara o maid god, y la cabeza le cayó sobre el pecho. Atraveséle luego la otra palma; le traspasé ambos pies con la espada y mandé a Pambelé que le quitase las ligaduras de las piernas y cintura, pero no así de los sobacos, pues Turner era un hombre de mucha talla y temía que su peso le desgarrase las manos y diese con él por tierra.
Al cirujano, yo mismo le corté los tres dedos del medio en ambas manos; con un grillete lo amarré por un tobillo a otro árbol frontero de la cruz, y pusímosle un calabazo de agua dulce a su alcance, porque Turner tuviese lugar de verlo beber. Y allí los dejamos en lo alto del promontorio, porque así columbrasen los lueñes horizontes y tuviesen lugar de despedirse destas ínsulas que el Cielo ha colmado de tantos primores. Y después acá, por el cómputo que he hecho del espacio transcurrido, doyme a entender que aquella mi venganza, avino el jueves del último Corpus Christi.