Piedra Sola, diciembre de 1956
Fugacísimo Bernardo:
No sé si aún existes, hijo mío. Me parece estar escribiendo hacia el pasado. Dudo de que estas líneas lleguen a tus manos, pero allá van, con el favor de Dios.
Hace dos años, cuando recibí tu carta desde Tánger, ya no estaba en Paysandú. Me habían trasladado a este ignoto villorrio del Departamento de Tacuarembó; y por su nombre comprenderás que el Arzobispado, aunque contumaz en su propósito de aislarme y petrificarme en un sacerdocio convencional, no carece de sentido del humor a la hora de los traslados.
Por razones que nadie ha sabido explicarme, pero que me sospecho, tu carta llegó a Piedra Sola con dos meses de atraso. Supongo que puedas haberme escrito otras. Mi sucesor en la parroquia de Paysandú… Bueno, no es éste aún el momento de los chismes. Si esta carta llega a tus manos y me contestas, conocerás otro Diario de un cura de aldea, con ingredientes tragicómicos que ni le hubieran pasado por la cabeza a Bernanos.
Algunas semanas después de haberte escrito a la calle Isaac Peral, recibí mi propia carta dentro de otro sobre, con una nota en un español plagado de galicismos y una caligrafía de arabescos y volutas, sin duda de alguno de tus amigotes del Istiklal, quien me informaba de tu partida hacia Hamburgo. El amable terrorista me indicaba que días antes había recibido una nota tuya, donde le decías que te escribiera al restaurante de un tal Cuneo, en un barrio llamado San Pauli, y que según creo recordar, merecería llamarse la Magdalena o Thais.
Como era de esperar, nunca recibí respuesta ni me devolvieron la carta. Pero para romper un poco mi pétrea soledad, me dediqué a perseguirte por correo. Además, me urgía responderte que tu ateísmo y bribonadas no me habían alejado de ti. Me horrorizaron, por cierto, pero humani nihil… Tenaz en tu búsqueda como el arzobispo en su hostilidad contra mí, escribí al consulado del Uruguay en Hamburgo; y desde allí me informaron al tiempo que habías pasado a renovar tu pasaporte en abril del 53, para embarcar en un buque argentino. Entonces, resucitando mi alemán a punta de diccionario e imaginación, escribí a la capitanía del puerto de Hamburgo, para que me informaran el nombre de todos los buques argentinos, surtos en ese puerto durante el mes de abril. Y con esa sublime puntualidad que los ha hecho genios del bien y del mal, los alemanes me enviaron, a vuelta de correo, una relación integérrima: cinco barcos argentinos habían atracado en Hamburgo durante el mes de abril. Dos días después, salían de Piedra Sola cinco cartas dirigidas a los capitanes de esos buques, pidiendo noticias de ti.
Como a los dos meses, un tal Sosa, electricista del Lancero, me hacía llegar unas líneas. Así supe que habías navegado en ese buque hasta el mes de mayo, y que habías desembarcado en Montreal para trasladarte a un ballenero noruego. Un año más de correspondencia y consultas a consulados, agencias navieras y capitanías de puerto, me permitieron saber que hace seis meses, llegaste a Buenos Aires; y según me informó Benigno Vera, que navegara contigo en el Bergen, habrías desembarcado definitivamente y con el laudable propósito de sentar cabeza y fundar familia.
Esta carta sale con otra, que remito a un condiscípulo mío de Lovaina, para que te busque entre los ocho millones de habitantes que pueblan la mayor urbe del hemisferio sur, y te la entregue en manos propias, dentro del más puro estilo del «mensaje a García». Si logro conmoverlo con mi carta —y tiempo me ha sobrado en Piedra Sola para elaborar argumentos conmovedores—, sé que te encontrará. Le recomiendo muy especialmente, que te busque entre árabes y griegos.
Dios te bendiga.
Carlos Castelnuovo.