UNDÉCIMA JORNADA

Por aquel mi delito de murmuración, Turner no podía atormentarme hasta la muerte, de lo que mucho se habría holgado, siendo que los estatutos de la piratería, vigentes en aquellas aguas, mandaban que el sobredicho delito se pagase con corte de la lengua, estacada y pérdida de la parte del botín; o bien, como todo otro delito, con la muerte, si el reo así lo pedía; y como ya queda referido, tienen los piratas mucha cuenta con sus leyes, y no osan cometer cosa en contrario de lo que está escrito por palabras expresas.

Aún hoy, me doy a entender no haber sido cordura la de escoger la vida en aquel trance, siendo que la estacada en isla desierta, como no interviniese la mano de la Divina Providencia, no otra cosa era sino muerte segura; y mil veces tomara hoy el morir al momento, que verme estacado vez segunda en semejante riguridad y estrecheza.

Mía había sido la imprudencia; mía la culpa de la mala guisa en que me hallaba; y no podía darla a la poca noticia de los usos y crueldades de Turner, sino al desenfreno de mi cólera, que tantas desventuras me ha traído en la vida.

En todos mis trances rigurosos, en mis prisiones y pesadumbres, todas veces acerté a pintar en mi imaginación a mi madre, a Eugenia, al Maestro, a todos mis seres queridos, de la misma traza y modo que en vida fueran; y en tan velocísimo curso de recordaciones, pareciéronme también, con toda puntualidad en aquel tormento de la estacada, las odiosas imágenes de mi hermano Lope y de don Francisco de Peralta; y mucho es de mirar con cuánta nitidez veía yo el dulcísimo rostro de mi madre, acariciando mis cabellos infantiles, diciéndome ternezas, leyéndome a voz alta las Sagradas Escrituras. ¡Oh, y cuánto se acuitara la pobrecilla, como supiese que su hijo del alma, vendría a yacer un día en tierras tan lueñes y apartadas del trato humano, cruelmente mutilado y condenado a una muerte espantable! ¡Y cuáles no fueran sus tormentos, si desde su eterna morada, hubiese visto el término en que me tenían mis desventuras: con la lengua menos, la quijada torcida, sin dientes y el rostro cubierto de horribles heridas! ¡Y cuánto lamentara la vacuidad de sus desvelos por hacerme buen cristiano y hombre de pro! Y otro tanto avenía al parecérseme mi esposa Eugenia, el maestro Juan y mis chiquitines abandonados, cuya evocación me llenaban de tanta congoja, que no deseaba más sino morir luego al punto.

La sed, acrecentada del sabor acérrimo y pegajoso de mi propia sangre, privábame por momentos del sentido; y padecía los ardores de aquel sol asaz inclemente sobre mi rostro.

Cuando volvía en mi acuerdo, oía aquellas voces queridas, con todos los sonidos que había mucho traía olvidados, hablándome en flamenco, en portugés, en castellano; mas en lugar de consolarme, mucho me acuitaban, siendo que daba por cosa cierta que como viviesen, mucho me aborrecerían por lo que yo había hecho de mi vida; y por extraño que parezca a Vuestra Merced, el recuerdo de mi hermano Lope y el de don Francisco de Peralta, y de las venganzas que yo tomara dellos, me consolaban tantico; y en recordándolos se me representaba que menguaban mis culpas, pues por las dellos, salí con ser aquel maleador, desviado de la única y verdadera religión y de toda otra, menospreciador de leyes, y de vida indigna, con ser que en mis mocedades tuviera puesta la mira en alcanzarla piadosa y honesta; y el recuerdo de tamaños canallas, como asimismo el de Turner, hacía pensar que no me tenía yo la culpa de todos mis crímenes. Con pesadumbre confieso hoy, que en aquel durísimo paso en que me hallaba, perdí los últimos restos de mi temor de Dios, y díjeme que no lo había ni lo había habido nunca; pues a existir, y en conociendo que yo de mío era pacífico y que tenía hecho prosupuesto de alcanzar vida de todo punto aprovechada, no habríame lanzado al despeñadero de mi cólera ni al varadero del pecado de deseperación, que es pecado de demonios; de suerte que si existiese Dios, y tal me había parado de industria, mil veces prefería maldecirlo que venerarlo; y entre mí sabía que todavía me era el mismo que otrora fuera, en punto a honradez y buenos sentimientos.

Mucho recordé también, en aquel trance, mis años de matrimonio con Eugenia, la paz de mi ánimo, el regocijo de vivir y el deseo de hacer bien a todos cuantos se me allegasen; y maguer que persuadido de que de allí a poco entregaría la vida, porfiaba entre mí que el punible delito de haber librado a Antonio y a toda aquella caterva de galeotes, como asimismo el de empalar al alguacil, el de partir por medio a nueve españoles indefensos, eran todos por junto menores que los crímenes cometidos contra los bohemios, de los que fui absuelto por la Santa Iglesia; aún todavía hoy, estoyme de parecer que en ningunas cosas puede haber más injusticia y sinrazón que en las cosas de la guerra.

Y allí estábame, aparejado a entrarme presto en el eterno olvido, con los ojos cerrados, pues el sol en lo alto no me dejaba abrirlos, cuando sentí por cima de los párpados, a mi diestra mano, un como velo de sombra; y entreabriéndolos, divisé al contraluz una figura humana, pero sin más catar que su enorme tamaño, siendo que su rostro me lo ofuscaba el resplandor del cielo, que lo envolvía por detrás en guisa de un halo santo.

En viendo que yo abría los ojos, sentóse a mi lado; y allí distinguí la figura de un negro grandísimo que me preguntó si yo entendía lengua castellana, y como yo asintiese con la cabeza, díjome que mucho se compadecía de mi desdicha, siendo que yo penaba ahora por mis buenos sentimientos, sublevados ante el tuerto que le hicieran al español, de todo lo cual habíase dado cata con manifiesta experiencia, emboscado entre unos jarales. Y él mismo había vomitado de asco, en viendo al prisionero beberse los excrementos de Turner; y luego, mucho se lamentó de la bellaquería que aquella gente mal nacida había usado conmigo, como viese que me cercenaban la lengua y estacaban, por dejarme morir; pero que se había tardado en acudir a valerme, por dar lugar a que la nave de los piratas se alargase fuera de la vista; y luego al punto, con un cuchillo bien afilado, cortóme las ligaduras. En dejándome horro dellas, ayudóme a levantarme en pie, a causa que se me doblaban las rodillas y temblaba como un azogado. Mas el negro, mucho más alto que yo, parecía tener gran vigor y me cargó entre sus brazos, de suerte que al quedar nuevamente de espaldas, perdí el sentido.

En despertando, noté estar en un lugar muy oscuro y fresco, y al tiento dime cata luego, que yacía sobre una estera como de enea. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi ser aquella una caverna pequeña, que tenía un hueco en el suelo por do me llegaba un golpeteo de mar encajonado y un viento refrescante, y otro hueco en el techo que servía de entrada; pues de allí a poco pareció el negro con un jicarón de agua, que lo era de coco y de la que bebí con avidez; y con ser que cada sorbo me producía un gran ardor, según tenía la herida en carne viva, tanto me hacía al caso de la sed, que sentí que me volvían los pulsos y la vida.

Obra de sesenta días estúveme yaciendo en aquel mismo lugar, que era un modo de camaranchón, muy bien compuesto de hierbas sutilísimas, que el negro había tundido y carmenado como si fueran vedijas de lana, por así fabricar un lecho muelle y sin bodoques, a quien había cubierto de la sobredicha estera, que lo era de hojas trenzadas de palmera.

De allí me alongaba cada día unos pocos pasos a gatas, por no topar la cabeza con el techo, y tanto cuanto para hacer en el hueco mis aguas menores, que de las otras no me hizo menester por entonces, a causa que los quince días estúveme a diente, sin probar más que agua de coco; pero enjutado que hubo mi herida, de suerte que ya no tenía sangraza en la saliva, comencé a ingerir sopas muy confortativas de pescado, tortugas y mariscos, que aparejaba Pambelé.

Así se llamaba mi salvador, y aun bien que tenía puesto nombre cristiano de Pablo, gustaba él que lo llamaran Pambelé, siendo que así era el nombre de su padre y abuelo, que fuera príncipe de una tribu africana, lo cual tenía él en más honor que en ser esclavo de cristianos. Y así, en llegándose el día de San Pedro y San Pablo, ya pude comer a mis anchuras manjares sólidos: pescados de variados sabores y tamaños, tortugas, sus huevas, cangrejos y mariscos asados, uvas de caleta, cocos y papayas, siendo que de estas últimas, Pambelé había recogido las semillas que dejaran unos piratas, entre los relieves de una fiesta en la playa, y luego habíalas sembrado en una islita que quedaba frontera de la nuestra por el Mediodía, y a la que él llamalba del nombre de Papayal, donde la tierra era menos arenosa. Y con ser que crecían tamañas como un limón, fructificaron cientos de árboles; y de cuando en cuando, como no hubiese piratas por los contornos, Pambelé llegábase en su esquife y volvía cargado dellas, y también de unas bayas blancas con un sabor como a cabrahigos, que ni él ni yo viéramos antes en parte alguna. A los principios, todos aquellos frutos parecíanme harto insulsos, mas luego, a falta de miel y azúcar, comíalos muy a mi sabor, lo mismo que la uva de playa, que aún todavía mucho precio.

Entre tanto que no salí de nuestra manida, Pambelé se partía por la mañana temprano, volvía al mediodía a traerme alimento, y lo mismo tornaba a hacer antes del atardecer, cuando aún quedaba alguna luz en el interior de la gruta, do se acostaba a dormir casi sin hablarme. Amén de su talla descomunal, veíase más salvaje aún por no raparse las barbas, que tenía muy aborrascadas y mal puestas, con la añadidura de mirar metiendo el un ojo en el otro un poco, pero no bien principiaba a hablar, representaba la más pacífica criatura del mundo.

En ese primer tiempo, sólo supe dél que se llamaba Pambelé, y que vivía en tamaña soledad había ya cinco años. A poco a poco, fui dándome cata de su natural discreción y bonísimo entendimiento; y él, viéndome tan maltrecho y débil, por no fatigarme además, había contenido sus muchísimas ganas de hablar, pero todas veces me daba algún aliento y me decía que presto me pondría bueno y podríamos comunicar de lo que quisiésemos.

Una entera semana de buen gobierno de las tripas, fue bastante a consentirme caminar. De allí a poco, convidóme Pambelé a irnos tierra a tierra en el esquife; y en desembarcando en la playa do me habían estacado, estuve a pique de perder otra vez el sentido, de ver un esqueleto amarrado a las cuatro estacas. Tales fueron la sorpresa y el susto, que se me asentó en la imaginación ser yo mi propio espíritu, contemplando ahora lo que había quedado de mi cuerpo sobre la tierra. Y en Dios y en mi ánima que se me erizaron los pelos y miré a Pambelé tan atónito y colgado, que él se echó a reír muy a su sabor, y yo di luego en pensar, si iba no era que aquel negro tenía huero el juicio, y a buen seguro fue parándoseme tan mortal el rostro, que él díjome luego que no hubiera miedo, que él mismo había puesto allí ese esqueleto, temeroso de que regresasen mis victimarios. En advirtiendo mi suspensión, declaróme que ya tenía probado que muchos piratas se aficionaban de aquella playa, y había dado en conjeturar que como viesen aquel esqueleto estacado, por excusar el enfado de semejante visión, se partirían luego; amén de que con ello divertiríamos y engañaríamos a Turner y los suyos, si acertaban a regresar, pues para entrambos era mejor que me tuviesen por bien muerto, y no estarnos al riesgo de que se pusieran a buscarme en toda la isla, sin dejar rincón ni cueva que no mirasen, por temor de que no estuviese yo vivo, y al cabo salieran con descubrir nuestra manida. Después acá, refirióme que el esqueleto era de un pirata holandés, el que habían desembarcado herido de muerte y luego sepultado por allí cerca.

Hasta ese punto, yo no me daba a entender que un negro esclavo fuese autor de aquel artificio, lo cual argüía claramente dos cosas: ser Pambelé hombre de osadísimo ingenio y no nada temeroso de ánimas en pena ni de supersticiones propias de su condición. Más tarde hube de saber que en la villa do naciera y se criara, él y su padre hacían, entre otros menesteres, profesión de sepultureros, a los cuales es anejo el andarse con cadáveres y osamentas; pero sobre alabarle por señas su prudencia y discretísima industria, hícele entender que por excusar el enfado de aquella vista tan espantable, y por estorbar que el sol no arruinase el esqueleto, era mejor tenerle encubierto de arena; y cuando viésemos piratas allegarse a nuestra playa, lo descubriríamos luego, quitándole la arena, lo cual podía hacerse en un daca las pajas; y como él viese ir aquello muy puesto en razón, lo encubrimos luego.

Pasado aquel susto, nos alongamos hacia una punta que hacía la isla, y allí me preguntó si mi patria era España. Como yo meneara la cabeza en señal de que no era así, preguntóme luego si era Inglaterra, y yo le reiteré la negativa; y en preguntándome si era Holanda, asentí luego, lo cual pareció alegrarle. Por lo bien que hablaba español, habíame dado cata luego, de que era un fugitivo de por allí cerca, y se me representó que le daría más sosiego el saberme ajeno a los intereses de España; y entre tanto que echaba sus anzuelos y reparaba un escálamo de su esquife, contóme en brevísimas razones, que era nacido en Cuba, en la villa de la Santísima Trinidad, y que había sido esclavo de un rico español llamado José González Alcántara, quien tras numerosos asaltos piratas en sus propiedades de la costa, había determinado de vender su hacienda, de dónde se llevara a Pambelé, para venderlo con mejor precio en los mercados de Tenerife o Sevilla.

En el mes de septiembre del año de veintidós, habían embarcado en La Habana, en la flota que a buen seguro recordará Vuestra Merced, comandada a esa sazón por el General de Armada don Juan de Lara, y que naufragara junto de la Florida, en los arrecifes que llaman de los Bajos Mártires, en recuerdo de los muchos que el mar ha hecho en esas aguas. El galeón en que viajaban Pambelé y su amo, que era el Santa Margarita, se había hecho pedazos contra un enorme espigón rocoso; y entre los ciento y cuarenta muertos, cúpole también hacer número a González Alcántara. En esa sazón, encontrábame yo en La Habana y conocí muy al menudo las circunstancias de aquel naufragio, en el que se perdieron la nave almirante, dos galeones y seis naos, y del que sólo sobrevivieron el Capitán de Guerra don Bernardino Lugo, que fuera mi camarada en La Habana, y otras sesenta personas que, a poco a poco, fueron rescatadas de las distintas islas y llevadas de retorno a La Habana. Pero Pambelé, según me declarase en aquellas primeras razones que pasara conmigo, habíase escondido en el interior de la isla porque no le cogiesen vez segunda como esclavo, y no salió de su escondrijo hasta ver partirse de la zona a todos los sobrevivientes del naufragio. Por fortuna, llovió mucho en aquellos días y Pambelé dio trazas de recoger agua en unas calabazas, pero no comió nada hasta tanto no se partieran los náufragos; de suerte que hubo de pasarse varios días en flores, sin más alimento que agua y pulpa de coco, de los que era la isla harto abundosa. Y ya iba arrepintiéndose de haberse quedado en aquellas soledades, siendo que por mucho amor que hubiese de ser libre, el sólo comer cocos le traía muy enfadado y maltrecho; más de allí a poca pieza, en corriendo la costa, halló una tortuga desovando y fuera de tragar huevas como el puño, habíala rompido golpeándola contra unas peñas, por comer de su carne, la cual embauló cruda y en cantidad bastantísima a dejar bien ahitos tres hombres como yo. Otro día, cabe la marina, pareció un cadáver flotando y salió con ser el de un soldado español que aún traía ceñida su espada, de la que lo despojó Pambelé, y de ahí en adelante sirvióle para partir cocos y abrir tortugas. Por esos días de naufragio, muchos piratas que habían tomado conocimiento dél, acudieron en busca de los restos hundidos, y un galeón de bandera negra soltó áncoras en el Papayal. De allí a obra de tres días, dos piratas ingleses atravesaron la canal en un esquife y abordaron con los arrecifes, do aún todavía estábase encajado el mástil; y durante una buena pieza anduviéronse escudriñando los fondos en busca de restos, mas luego pusiéronse a pescar y como cogieran un pargo grandísimo, lo asaron luego cerca a la marina; y entre tanto que bebían de un odre, pusiéronse a cantar y a jugar de manos, y a poco se desviaron al interior de la isla, do dieron en solazarse en lo que por buenos respetos aquí no se declara. Como viese Pambelé ser aquella la más única y favorable coyuntura, llegóse a gatas cabe la hoguera, cobró la yesca y el pedernal con que los piratas encendieran la lumbre, y soltó luego el esquife, a quien la corriente comenzó a alongar por parte contraria a do estaba el papayal; de suerte que los del galeón pirata no podían verlo, y los dos que quedaron en la isla, holgándose como estaban en sus malos siniestros, no advirtieron el hurto sino cuando Pambelé se estaba ya a dos tiros de escopeta. Y así, tendido en el piso del esquife, dejóse llevar de la corriente adelante hasta una isla puesta a dos millas de la primera, y que no era otra sino la misma do entrambos morábamos en esa sazón. Allí desembarcó, encubrió el esquife, borró todas sus huellas y se emboscó por estarse a la mira de que los piratas se alongasen de aquellas aguas, lo cual hicieron de allí a tres días.

Con los aparejos de pesca y anzuelos que halló en el esquife, más la lumbre que ahora podía hacer a su antojo, merced a la yesca y el pedernal, púsose a asar pescados y mariscos, los cuales salaba con ceniza, y así, a poco a poco, fue cobrando sus fuerzas de primero.

A los principios holgóse mucho en aquella libertad sin tropiezos ni ocasiones forzosas; mas pasado que hubo un entero año, enfadábalo ya la soledad y fatigábalo el deseo de una mujer, de suerte que un día determinó de hacer señas a un patache de bandera holandesa, que salió con ser explorador de la escuadra comandada a esa sazón por el corsario Willekens; y como dos dellos abordasen con la isla en un esquife, se lo llevaron a bordo, donde le pidieron que les enseñase punto por punto los lugares más convenibles de la zona para estarse a la mira de los bajeles españoles. Al cabo, en llegando el grueso de la escuadra, los ministros del corso salieron con pedirle que oteara desde el promontorio de su isla, do la vista alcanzaba por el Poniente mucho más lueñes horizontes que desde lo raso del mar, de suerte que así como pareciesen naves españolas, él diese aviso a los corsarios, con señales de humo. En esta guisa, habíase estado dos años sirviendo de espía en las escuadras holandesas de Willekens, L’Hermite y Baodayno Enrico quienes, merced a su atalaya y medianería, granjearon no pocas presas españolas; y todos tres le mandaron que nunca acogiera a quienes no tremolasen bandera de Holanda, pues los piratas por cuenta propia, maguer que fuesen holandeses, por cualquier nonada que no les pluguiera, saldrían con desollarlo como a un San Bartolomé o con venderlo en mercado de esclavos, y por estos servicios lo proveyeron con hacha, martillo, clavos, serrucho, sogas, tinajas e hiciéronle bastimento de sal, azúcar, especias, ajos, cebollas, limones, bacalao, tasajos, bizcocho, vino y algunas otras menudencias que le valieron de incentivos y despertaron su voluntad de mejor servirles. Y desde el año de veinticuatro hasta el de veintiséis, cuando se retiró la escuadra de Baodayno, Pambelé diose una vida de regalo, y amén de comer y beber muy de su espacio, aun le habían prometido traerle una negra, porque fundase familia en aquella isla y se estuviese al servicio de la Compañía de Indias Occidentales, lo cual no tenía él por ningún trabajo sino por buen poso y mucho entretenimiento, y por lo que se sigue, echará de verse que también atendía el punto y sazón de sacar dellos otro grandísimo provecho.

Díjome que los holandeses le llamaban con nombre de Paulus, siendo que él había declarado llamarse Pablo, y luego al punto se me acordó que algo había oído de su persona a la marinería de Baodayno, mas cuando yo serví bajo su bandera, el grueso de la flota habíase partido de esas aguas por sitiar el Puerto Rico y después acá La Habana; y según me contara Pambelé, allí sólo habían dejado un patache y tres galeones que se alargaron en partiéndose el resto de la escuadra de retorno a Holanda. Y a causa que había ya un entero año que los corsarios holandeses no parecían por su isla, Pambelé se había quedado sin más alimento que el que liberalmente le ofrecía el mar; y por ahorrar para sus sopas la poca sal que le restaba, había tornado a salar sus asados con ceniza, mas contino porfiaba y persuadía que de allí a poco, parecería un nuevo corso holandés.

Mucho mortificábame mi mudez y el no poder comunicar con él; y como no atinase a hablar por señas, era muy poco lo que él entendía de mis preguntas. Una semana arrea estúveme porfiando me respondiese qué lo había movido a salvarme; y como no pudiese averiguarme con él, ya por combatir mi desasosiego, ya por matar el tiempo y porque mi ingenio no se tomase de moho con el silencio, propuse de enseñarle a leer. Hícele de señas que me siguiese y lo llevé a una parte de la marina donde estaba firme y húmeda la arena; pedíle que me estuviera atento, y asiendo de un guijarro dibujé un ojo. Preguntéle por señas qué era aquello y díjome que un ojo. Luego al punto dibujé un ala y también la conoció; y luego de seguido otros objetos, y él se reía sobremanera de aquello que parecíale juego. Y al cabo, por cima de cada dibujo, comencé a escribir las letras que los declaraban; mas hube de estarme obra de dos días, para que entrara en cuenta que no era aquel un juego, sino que yo había hecho prosupuesto de enseñarlo a leer por comunicarnos. Y en esta guisa, con las palabras «ojo», «ajo», «paja» y «cojo», que yo le significaba con dibujos, ademanes y otros artificios, comprendió al cabo que todo el toque de leer, paraba en la simpleza de enhilar unos sonidos con otros, de suerte que se declarasen en el mismo punto; y allí fue el aplicarse con grandísimo celo a la leyenda de mis escritos, y tan embebido estaba en ello, que a trueque de estarse deletreando en la marina, olvidó casi de todo punto el ejercicio de la pesca y los menesteres de cocina; mas con solos dos meses, leía de corrido todo lo que yo escribía en la marina, ¡y cómo se holgó de poder así comunicar conmigo!, que yo le respondiese todas sus preguntas, que eran muchísimas; y eso nos consumía los enteros días sin sentirlo, desde el alba hasta el crepúsculo. Mucho se holgó también de saber que yo había navegado con Baodayno Enrico, y un día preguntóme al cabo lo que yo aguardaba había mucho, y fue cómo había acertado a andarme con aquellos piratas ingleses.

Yo tenía determinado de hacer con él, lo mismo que había hecho con el maestro Alcocer; y ora por pasatiempo, ora por ser verdadero con él, que me había salvado la vida, estúveme más de una semana escribiéndole con una vara en la arena, y dándole razón muy a la larga, de esta mi historia que ahora confieso a Vuestra Merced.

Díjome al terminar, que muchos eran mis crímenes, mas lo que yo había hecho en favor del Maestro y del gaditano, salían fiadores de mis buenos sentimientos, y Pambelé lo era de tan nobles, que la relación de mis penurias y cuitas, arrancábale lágrimas a cada paso.

A cabo de algún tiempo, enfadábanos ya el escribir en la arena bajo el sol ardiente, y yo propuse de pergeñar otra suerte de comunicación; y tras pasar varias semanas industriándolo, granjeé que aprendiese un alfabeto de manos con el cual, de allí a poco espacio, nos entendíamos de perlas. Y fue aquél un cómodo grandísimo, pues podíamos comunicar en la gruta, en los arrecifes o bogando en el esquife; y bien apurada la cosa, solaz fue para mí y pasatiempo, pues sobre las letras, di en intentar más de cien ademanes y visajes que representaban las enteras palabras de las que más pedía nuestro uso cotidiano, y que declaraban nuestros utensilios, enseres, avíos, diferentes peces, animales, embarcaciones, nacionalidades, árboles y plantas, de suerte que a finales de agosto, pasábamos ya nuestros coloquios con grandísima presteza.

Mucho me sorprendió a los principios que Pambelé se encaminase a dormir por las noches en aquella gruta, puesta a obra de media milla cabe la contraria ribera.

Era aquél, lugar rocoso y no nada acomodado para abordar con la costa, entre tantos arrecifes; y la playa do nosotros estábamos lo más del tiempo, quedaba sobre el Mediodía; de suerte que un punto antes del crepúsculo, teníamos de partirnos de regreso en el esquife; y allí era entonces el remar, afanando con gran denuedo, y cuando la mar estaba picada, nos poníamos al riesgo de naufragar entre los arrecifes; y a lo que yo me daba a entender, según se me alcanzaba, todo ello fuera bien excusado si Pambelé construyera una cabaña cerca a la playa, siendo que no le faltaban herramientas y maderas. Mas él, en dándose cata de mi suspensión, díjome que mucho se curaba de no dejar vestigios que declarasen la isla por habitada, medroso de los piratas. Y así, cuando estábamos en la playa, hacíamos lumbre siempre en el mismo lugar, y en acabando nuestras comidas, echábamos todos los relieves sobre el rescoldo que luego al punto encubríamos de arena, y cuando columbrábamos alguna vela en el horizonte, viniese del Oriente o del Poniente, dábamos orden en borrar toda huella de la arena con una estaca, y luego echábamos por cima agua con caparazos de tortuga, y salíamos nadando hasta unos arrecifes por donde no había arena, y desde allí en el esquife, nos alongábamos hasta el otro confín de la isla, donde luego al punto escalábamos el promontorio por distinguir los pabellones.

Maguer la mala visión del esqueleto, en tres ocasiones desembarcaron piratas, mas en reconociendo la isla y en diputando que la ensenada de la playa no ofrecía cala para naves grandes, ni el arco de la ribera abrigo por el Poniente, partíanse luego y solían fondear allende una ínsula puesta al Oriente, obra de quince millas, do se ponían a la mira, avizorando el arribo de sus presas. En ese mismo lugar, estacionábanse las naves de los corsarios holandeses, a los que Pambelé enviaba señales desde su promontorio; mas cuando nos dábamos cata de que merodeaban piratas por las islas convecinas, nos quedábamos en la ribera del norte donde sólo encendíamos, por cocinar y en los sitios más bajos, lumbres mínimas cuyos humos aventábamos por cima dellas, de suerte que nadie las advirtiera.

Y piratas había que fondeaban junto del Papayal, do había una rada sinuosa y bien abrigada, así del Bóreas como del Ábrego, y de allí, como no tuviesen playa, en días de buen tiempo pasabánse a la nuestra, por buscar huevas de tortuga, bañarse, pescar, y a tiempos, cuando los tomaba el deseo, se estaban hasta cinco días en nuestra isla; pero pocos dellos llegaron a la costa norte, que no les ofrecía interés, y nunca acertaron a descubrir el hueco que hacía la entrada de la gruta do morábamos, pues Pambelé dio orden en ocultarlo con una piedra lisa y muy pesada que él, merced a sus fuerzas e industria, había traído desde el fondo de los arrecifes.

En la buena paz y compaña de Pambelé, en medio de aquellas ínsulas que bien merecen ser decantadas de los poetas, do carecíamos de peligros y ocasiones enfadosas, fueme grata la vida durante más de un año; pero llegado que fue el mes de mayo, un día que nos estábamos pescando, díjele que le estaba en muchísima gratitud por haberme salvado la vida, pero lo único que yo atendía della, era satisfacer mi afincamiento de topar al canalla de Turner a quien buscaría hasta tanto lo hallase, por vengar el tuerto que me había hecho; y tan puesto estaba yo en ello, que había propuesto en mí de partirme de allí; y como llegasen holandeses, me pondría a peligro de pedirles que me llevasen consigo, por así alcanzar la Isla de Pinos o de la Tortuga, donde a buen seguro parecería mi enemigo, siendo que eran aquellas, como queda dicho, islas muy pasajeras de piratas.

Mucho lo amohinó mi designio, mas no me preguntó otra cosa, sino fue proseguir en tener cuenta de sus anzuelos; y a obra de dos días, declaró que quería enseñarme algo, y sobre cargar un pico y una pala en el esquife, nos fuimos remando hasta la que llamábamos isla del Trinquete, por lo que luego se verá, do naufragara el Santa Margarita.

En llegando, entróse unos trescientos pasos con el pico y la pala al hombro y comenzó a cavar junto de una palma. A obra de dos varas de profundidad, resonó el pico contra un metal que lo era de un arca, dentro de la cual, destapada que fuera, vi por la vista destos ojos, que se podía meter las manos hasta los codos, en eso que llaman pedrerías y joyas finísimas. Sin parar mientes en mi suspensión, díjome que en un lugar vecino tenía encubierto un buen porqué de oro en barras, que luego al punto se me representó debía de hacer parte del famoso tesoro que se perdiera en el naufragio del Santa Margarita.

Volvimos a cubrir el foso de arena y nos partimos luego de la isla del Trinquete. De corrida y sin parar, Pambelé me declaró que sobre aquellos mismos arrecifes, que los había de gran altura, se había hecho pedazos el galeón, y como la borrasca boreal corriese con tanto desafuero, alongáronse los náufragos y restos del bajel hacia el Mediodía, mas uno de sus mástiles había quedado encajado en un hueco muy profundo y estrecho, hasta más de su tercia parte; y Pambelé, asido de aquel mástil, que lo era el trinquete, y de sus cabos de cáñamo, con rodillas y pies apoyados en una suerte de peldaño que le servía de contrafuerte, estúvose en esa guisa sus tentando la riguridad de las olas. Y tanto ofendía el viento, que había arramblado con todo el velamen, pero no así con los cabos ni con el gigante Pambelé.

A tiempo que amanecía menguó la borrasca, y de allí a poco sobrevino calma chicha y luego un Ábrego suave. En viendo do estaba, fuese Pambelé nadando hasta la marina de las isla, distante unos doscientos pasos, y allí dejóse caer extenuado. Durmió hasta la media mañana, y despierto comenzó a dar voces por encontrar con otros sobrevivientes, pero no oyó respuesta. Desde allí hacia el Mediodía, divisábase una isla a obra de diez millas; y hacia el Oriente, a unas dos millas, el grupo dentro del cual hacía número la que nosotros habitábamos. Mas como no viese velas ni cascos de embarcaciones por parte alguna, ni nadie respondiese a sus gritos, llenóse Pambelé de congoja; y en llegando a este punto, confesóme haberme encubierto la verdad cuando refiriera su historia vez primera, siendo así que no se había quedado por ser libre como me dijera, sino por haber sido el único en arribar a aquella isla, merced al trinquete y a las cuerdas de que pudo asirse; y yo añado que merced también al rejo colosal de sus músculos, pues eran sus brazos del tomo de un pie de mesana, y en su pecho podía caber un odre de catorce azumbres.

En despertando, abrasado de la sed, bebió agua dulce que la borrasca había empozado por doquier, mas de comer sólo halló cocos que el viento había derrotado entre los arrecifes. Cuando acordó de hacer cuenta de lo forzosa que habría de ser su vida en aquellas soledades, sin agua ni aparejos de pesca, ni con qué hacer lumbre, ni más alimento que los cocos, tornó a pedir socorro a voces, pero fue en vano. De allí a una buena pieza, propuso de tornar a nado a la punta de los arrecifes, por cobrar los cabos que aún se estaban amarrados al trinquete, pues había venido en la cuenta que podían servirle para fabricarse una balsa de troncos con quien salir a lo raso del mar e irse por las otras islas adelante, do quizá encontrara con otros náufragos. Y así, en sumergiéndose por zafar uno de los cabos, que se estaba enredado por bajo el agua a una punta rocosa, reparó a dicha en algo que relucía al fondo, a unas tres brazas. Tornó a subirse en el sobredicho peldaño, de do zambulló de cabeza por tocar fondo; y cuál no sería su suspensión, en certificándose de que aquel brillo procedía de unas barras de oro, de las de una libra, que se habían soltado de un cajón pleno dellas, y allí había otro cajón entero, y acullá un arca como la que acababa de enseñarme.

En saliendo a lo raso, vino en cuenta que tamaña fortuna podría comprar su libertad y hacer della lo que más fuera de su albedrío. Y como aquel negro tenía muy acomodada condición para todo, determinó, una por una, no dejar de la mano tan buen hallazgo, sacarlo a la luz, trasladarle a la playa y enterrarlo, por poner después acá orden en llevárselo, lo cual mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia sabía haberse en la vida.

Librado que hubo los cabos, zambulló vez segunda, a marró uno de los cajones, tornó a salir, y con aquel, que tenía, descomunal vigor, granjeó subir todos tres bultos sobre una roca plana, y así hizo también con las barras sueltas, y luego estúvose una buena pieza buscando, por asegurarse de que no hubiesen más tesoros por allí cerca. Oteó luego todos los horizontes y certificóse que no parecían velas por parte alguna, y con velocísimo ingenio, determinó de fabricar una balsa, cuyas maderas sujetaría con las cuerdas, por así llevarse los tres cofres hasta la marina. Antes de volverse a poner por obra su designio, vino en cuenta que como quitase el trinquete del hueco do estaba, éste le sería un modo de embarcación, pero aunque con más denuedo forcejeara, no pudo desencajarlo, de suerte que se volvió a nado a la ribera. En haciéndolo, vio que a veinte pasos de do estaba el mástil, podía dar pie en la arena del fondo, y últimamente mudó parecer y púsose a buscar un tronco grueso que halló luego a cincuenta pasos de la marina y que, volteado de la borrasca, se había quebrado por todo el medio. Comenzó entonces a arrancarle con sus manos todo el ramaje que pudo, en lo cual estúvose una buena pieza; y luego, merced a su fuerza, sudó y afanó, valiéndose de los cabos, e hizo palanca con otros maderos, hasta echarlo al agua y conducirle adónde había dejado los cofres. Allí lió uno dellos al tronco, y plantándose luego a obra de treinta pasos, donde el agua le daba por la cintura, tiró de los cabos, dando en encallar el tronco con el cofre a pocos pasos de la marina. Con esta discretísima industria, granjeó Pambelé posar, uno a uno, todos tres cofres en aquella ribera, de la que ya no quiso marcharse, por aguardar comodidad, como queda dicho, de llevarse el tesoro, o de ver con más acuerdo, lo que haría dél.

El arca venía amarrado con cadenas, y él no hubo de conocer su contenido sino después acá, cuando los corsarios holandeses lo proveyeron de herramientas con qué forzarlo. Los otros dos ya había visto ser cajones con barras de oro, y pudo abrirlos y trasladarlos por piezas, que ocultó isla adentro en la quiebra natural de una peña, que le vino muy de propósito y luego encubrió de arena y tierra; y por cima dellas puso piedras de regular tomo, que fue echando hasta sellarla de todo en todo.

El baúl hubo de trasladar con gran trabajo, haciéndole palanca por ambos flancos con un madero grueso y enterróle al pie de la misma palmera do aún se estaba, maguer que después acá, cuando granjeó herramientas, le enterró mucho más hondo.

De allí a poco espacio, vio pasar embarcaciones que se llevaban los náufragos sobrevivientes, hasta número de sesenta según supe yo después acá, que fueron todos cuanto, a poco a poco, parecieron en las islas convecinas, puestas por la banda del Oriente y Mediodía; y el día cuarto llegaron buzos, de los que enviara Francisco Núñez Melián, desde La Habana; y también parecieron muchos piratas ingleses y holandeses sabedores del naufragio, que venían por sus restos; mas ninguno acertó a encontrar nada por allí, pues mucho se había curado Pambelé de zambullirse varias veces, volviendo y revolviendo los ojos por todas partes, hasta certificarse de que en aquellos contornos, no quedara ni una sola barra de oro. Borró también todas las huellas de su estada en la isla, de suerte que como españoles y piratas viesen estar deshabitada, no porfiaron en sus búsquedas, maguer que aún todavía se estuviese encajado el trinquete entre los arrecifes.

A obra de un mes de aquello, avínole el proveerse de yesca, esquife y avíos de pesca, por do tornó a dar muestras de ser hombre industrioso y de osadísimo talante.

Sobre declararme ésta, su verdadera historia, díjome que había mucho atendía en paciencia encontrar con persona honrada y discreta, que le ayudase a llevarse el tesoro. Díjome que no estuvo en nada de ofrecerlo a Baodayno, mas no se había atrevido por tener aquel hombre, mirada de zorro codicioso que no salía fiadora de su honra; y en tal coyuntura, al no partir con el jefe, prefería no partir con nadie, pues al cabo, aquél vendría en cuenta del trato, y con ocasión de haber querido burlarlo, se quedaría con todo para sí; de suerte que habíale venido en voluntad de partir hidalgamente aquel tesoro conmigo, y como yo lo ayudase a sacarlo de allí, quería que nos alargásemos en allende, do yo no fuera preso por delincuente ni él por fugitivo y pudiésemos hacer la vida que más nos viniese en talante; y díjele entonces, que mucho le agradecía su largueza y confianza, pero que con más razón debía partirme presto en algún buque pirata, de suerte que pudiese granjear algún botín y regresar luego con seis u ocho hombres de mi parcialidad, que nos ayudasen a maniobrar alguna embarcación pequeña hasta Francia o Italia, donde pudiese pasar por un rico caballero, amo de Pambelé, donde en verdad viviríamos como camaradas. Y Pambelé, que de día en día me revelaba tener un claro y desenfadado entendimiento, y que me era tan aficionado como lo era poco de su soledad, porfió que yo no andaba acertado en mi prosupuesto, pues el haber de partir el tesoro entre diez, nos dejaría peor acomodados de hacienda con qué vivir, y de suyo se daba a entender que no se tardaría mucho en parecer otra escuadra tricolor. Tenía por cosa de todo punto agible, que si yo y no él, me declaraba dueño del tesoro y ofrecía un tercio dél a cualquier corsario holandés, este se avendría a dejarme los otros dos y nos llevaría a Holanda. Sin que él me lo declarase, sabía yo que como un jefe corsario empeñara su palabra, la respetaría puntualmente, mas objeté que no podría tornar a Holanda, por tener allí cuentas como lo avenido en Francia, y asimismo el robo del patache en Cuba; mas él porfió y persuadió que podía tener por seguro que persona me reconocería tras haberme llenado el rostro de deformaciones y heridas y perdido los dientes, la lengua y el pelo quien, sobre encanecérseme mucho, comenzara había dos años a caérseme a puñados, de suerte que de allí a poco, estaría calvo por entero; y entre otras confutaciones muy puestas en razón, arguyó que cualquiera fuese el corsario ganancioso del tercio de un tesoro, saldría con abonar cualquier engaño que yo urdiera, y así podría escoger patria y nombre nuevos y fabricar una máquina de argumentos que sustentaran mi tenencia de aquella fortuna, con quien podría reducirme a mejor vida y alcanzar buena vejez; y él habíame cobrado tanto afecto, que por tal de seguir viviendo juntos, maguer que no fuese nunca mi esclavo, pondría toda su voluntad en servirme como si lo fuese.

Levantéme en pie y lo abracé emocionado, declarándole que me avenía de todo en todo a aquellas que me daba, al parecer, discretísimas razones, y amén de la gratitud en que le estaba por haberme socorrido en aquella gran cuita de la estacada, parecíame ahora que aquel negro fugitivo era un Fénix en la amistad y magnífico sin tasa.

Mas el Cielo no fue servido de favorecer mis designios, y ordenó que de allí a tres días, pareciese una nave por el Poniente. Y entrambos, que aguardábamos ver en el mástil una ansiada bandera tricolor, nos dimos prisa por escalar el otero del promontorio, y vimos luego ser la bandera negra de un bajel pirata que, para nuestra grandísima suspensión, salió con ser el mismo de Turner, el infame que me cercenara la lengua.

De sólo reconocer el buque, sentí que todo el ruibarbo del mundo no bastaría a purgar la bilis que se me metió en la sangre. Ya no pude tener a raya mi afincamiento de vengar aquel desaguisado por las setenas, de suerte que luego al punto, hice firme prosupuesto de no dejarlo salir con vida de aquellas aguas, pues nada se me daba la mía, a trueque de envidar todo el resto de mi cólera.