Tánger, noviembre de 1954

Mi querido padre:

Estoy en lo alto de la Alcazaba de Tánger, donde han montado un bar elegante. Es un lugar ideal para escribir cartas largas. El Pernod me tiene un poco prendido; sobre todo porque antes de llegar aquí fumé dos pipas de kiff. El aire diáfano del Mediterráneo me deja ver las costas de España. Relucen brillantes y blancos los muros de Tarifa, donde Guzmán el Bueno sacrificara a su hijo. Y pienso en los Abderramanes, en los Yusuf, en los califatos, y en las huestes islámicas que atronaron durante ocho siglos en este mismo fuerte que hoy me sirve de mirador.

[…]

Nunca me había imaginado ateo. Fue una convicción repentina. Me sobrevino un dos de enero, junto a la pirámide de Keops. Me despedí de Él sin dolor ni alegría, como el Tuerto López de sus zapatos viejos.

[…]

Vivo en este puerto moruno, entre moros. Hablo árabe, soy amigo de militantes del Istiklal y con ellos he asaltado un banco en Marraquesh. Le escribo esta carta a sabiendas de que puede caer en manos de la Sûreté, pero no me importa mucho.

Desde que no existe Dios, me amenaza un aburridísmo vacío. Sé que navego en aguas procelosas: entregarme a un hedonismo pasivo me destruiría. Para preservarme desarrollo mucha actividad. Sobre todo, me dedico a jugar con el peligro. Es mi más saludable disfrute. Por ahora, nada espero de la vida sino sentirme bien. Supongo que en ésas anda, en general, la especie humana; pero la mayoría cae en la trampa de proyectarse hacia el futuro. Yo me aferro al presente como un gitano.

Con mis amigos árabes me une una vaga solidaridad, de un origen mucho más estético que humano. A veces me parece quererlos. Sobre todo en tertulias o fiestas, cuando me divierten.

Yo trabajo en embarcaciones de contrabando que salen de aquí cargadas de cigarros, whisky, armas, rumbo a las Baleares, Córcega o Sicilia. Nos defendemos a tiros de las lanchas aduaneras. Nos respetan, pero a veces nos hacen bajas. Es quizá una vida insensata, superficial, pero ayuda a sentirse bien.

Ya lo ve, pues: he abandonado a Pio XII por Lucky Luciano que dirige, desde su exilio en Nápoles, el contrabando en estas aguas.

El viraje en mi vida empezó hace meses. Durante una de las escalas del Northumberland en Le Havre, embarcó una judía sefardita que regresaba a Alejandría. Nunca me había impresionado tanto, a primera vista, una figura de mujer: nariz corva, boca voraz, ojos zahoríes, cintura de odalisca y el andar incomparable de las mujeres orientales. Y además, bohemia, loca, heredera de una firma de exportadores de algodón y abundantes propiedades en las márgenes del Nilo. Por Cima y Alejandría abandoné el Northumberland. Vivimos ocho meses tumultuosos: cábala, hachís, cosmopolitismo. De mi parte, una pasión desbocada. Pero un buen día Cima se aburrió de mí y me cambió por un arqueólogo alemán. Sin ella no quise ya vivir en Alejandría. Tras una gran borrachera, compré un burro para peregrinar a los Santos Lugares; pero tomé el camino equivocado y fui a dar al Alamein. Pasé días en una cábila. Los árabes me colmaron de la hospitalidad que saben brindar al extranjero capaz de hablarles en su idioma. Luego Libia, Túnez, Argel, donde tuve un romance con una francesa, dueña de un hotel, que me puso a trabajar en un show. Me dediqué a hacer un poco de histrionismo barato, mnemotecnia y cálculos mentales. Como la fulana me hizo un par de trastadas que ofendían mi inteligencia, tuve que saquearle sus joyas. Para escabullirme abandoné mis ropas europeas, me compré un fez, chilabas, babuchas, y otro burro para seguir hasta Marruecos.

Quizá otro día le cuente el resto de la historia.

Me estimularía mucho saber que aún merezco una respuesta suya.

Vivo en la calle Isaac Peral, número 67, Emsallah, Tánger, Marruecos.

Salam u aléikum,

Bernardo.