DÉCIMA JORNADA

En habiendo huido de La Habana el Día de Difuntos del año de mil y seiscientos y veintidós, estúveme quince meses haciendo camino por la vuelta de la Española, Cartagena de Indias, Tierra Firme, San Juan de Ulúa y México, donde al cabo granjeé nuevas patentes, merced a la medianería de una dama aficionadísima de mi persona y de mucho predicamento en la corte del Virrey de la Nueva España, que en esa sazón lo era el Conde de Gelves, a cuyo servicio asenté por temiente en el año de mil y seiscientos y veinticuatro, poco antes de su famosa querella con el Arzobispo don Alonso de Cerna. Y a esa sazón, mostréme yo tan firmemente leal a mi protector, que fui de la partida que apresara al arzobispo en el arrabal de Guadalupe; y no le valieron el altar ni sus pontificales vestiduras, ni la mitra ni el empuñar la cruz arzobispal en una mano y el Santísimo Sacramento en la otra, pues con todo ello le prendimos y tuvimos recluso como reo de lesa Majestad y perturbador del reposo público; y después acá, cuando se amotinó la chusma frente a Palacio, llovió un nublado de piedras, de las que yo recibí una grandísima en el rostro, poderosa a hundirme un pómulo y a derribarme malparado en el suelo. Y allí me pasearon las costillas de cabo a rabo sin que nadie pudiera acudir a mi remedio ni valerme en forma alguna; y luego comenzaron a menudear sobre mí con estacas y a machacarme con tanto ahínco que me dejaron molido como alheña. En sintiendo la pesadumbre de tantos golpes, di por acabados mis días, pero el Cielo fue servido de darme salud; y de mi arrojo en la defensa de Palacio, vino a noticia el Virrey, que me consultó la plaza de jefe de la guardia, donde hube de sustituir a uno que se llamaba temeroso de la cólera de los mexicanos, se había puesto en cobro, vacando así la sobredicha jefatura. Y al año siguiente, en otro motín, habiendo embestido con la turba por sosegarla, perdí mis dientes delanteros y me quedó desde entonces torcida la quijada. Cobré a esa sazón muchas heridas y llegué tan al cabo, que hube de pasar varios días sin sentido en una casa de salud, donde un médico llegado poco antes de Cuba, en catándome las heridas, acertó a conocerme y me denunció como al terrible criminal y traidor Hernán Díaz de Maldonado; y a poco espacio, cuando volví en mi acuerdo, vino a prenderme el Santo Oficio, pese a mis protestas de no ser el que el médico significara. Como él mucho porfiase y persuadiese que debían prenderme, aun bien que sin más probanza que su pertinacia, faltóme valor y los del Santo Oficio determinaron de mandarme preso a Cuba, para que aquí dictaminasen lo que más puesto en razón estuviere. Y así, como queda referido en la jornada anterior, traíanme en una de las fragatas del trato, cargado de grillos y cadenas y con el ánimo desmazalado.

Era el mes de noviembre del año de veinticinco, y bien recuerda Vuestra Merced, que a esa sazón, la flota holandesa, sobre levantar el sitio que tenía puesto a don Juan de Haro en el Puerto Rico, concluyó en venirse a la Isla de Pinos; y catorce buques al mando del corsario Baodayno Enrico, que en su lengua se declara Bowdoin Hendrick, estaban dadas fondo en la sobredicha isla, por ponerse a la mira de la flota española de la plata, que debía llegar del puerto de la Vera Cruz a hacer su escala ordinaria en La Habana. Y como Baodayno viniese en conocimiento de la presencia de nuestra fragata en aquellas aguas, mandó que salieran a apresarla dos pataches, de los que ellos declaran en su lengua con el nombre de jacht, todos ellos fuertemente artillados, lo cual hicieron sin ninguna resistencia de los nuestros.

En sabiéndome flamenco y catar ellos que yo hablaba holandés como los naturales del país, el propio Baodayno quiso conocer la causa que me pusiera en aquella estrecheza de venir aherrojado y con tantas prisiones, en una nave española. Yo no podía declarar que había huido del cautiverio, pues al punto me denunciarían mis manos tersas y mis tobillos sin llaga; y tampoco podía decir que me habían apresado por pirata, siendo que en tal coyuntura habríanme ajusticiado o sentado al remo en alguna de las seis galeras que Su Majestad tiene en Indias. De suerte que con velocísimo curso del entendimiento, declaré llamarme Piet van den Heede, ser natural de Amberes, en Flandes y que cumpliendo secretísimo encargo del gobierno de las Provincias Unidas, y siendo que conocía bien la lengua española, servía de espía por dar cuenta de las defensas y pertrechos militares de la Nueva España y Tierra Firme; y en cumplimiento de la tal encomienda, habíame fingido español, hasta que un médico porfiara ante el Tribunal del Santo Oficio, ser yo un famoso criminal, asesino de un clérigo en La Habana, de lo cual declaré a Baodayno estar ajeno por todo extremo; y como el sargento español que me traía a su cargo, declaró por la parte que cabíale conocer, lo mismo que yo, salió con abonar mi engaño y sacarme verdadero; de suerte que por aquel accidente salí a buen parto de la preñez en que me hallaba; y después acá, el mismo Baodayno en persona, quiso certificarse y conocer por menudo, cómo fuese mi vida en Amberes, Groninga, Amsterdam, y de mis viajes en la Compañía de Indias Orientales; y de las personas que yo conocía allí; y también de mi estada en Java, y en el ejército holandés; y de la batalla de Malaca; y a cabo de una buena pieza, se satisfizo de su duda y quedó persuadido de que yo decía verdad de todo en todo, y ordenó que me soltaran, tras lo cual pidióme nuevas de la flota de la plata. Él se daba a entender que ese año, la flota se haría a lo largo antes de la fecha ordinaria, y tenía por cosa cierta, que estaba al levar el ferro del puerto de la Vera Cruz, mas yo le declaré que así no era la verdad, pues sabía que aún todavía no había llegado el galeón de Manila, que arribaba a Acapulco desde las Filipinas, y dello veníase a noticia luego, luego, en la corte del Virrey, pues mucho interesaban a la corona las especias y tesoros del Oriente; y siendo así que yo, por mil señas conocía no ser aquella la época de cargazón de flotas, porfié haber venido en entero conocimiento de que la de la plata, no se partiría hasta el verano siguiente, como era el uso ordinario; lo cual puso a Baodayno muy mohíno y tornó a presumir que yo pudiese decir mentira, pues no eran esas las razones que le habían traído poco antes; mas como fuese hombre de consejo prudente y no pudiese certificarse de aquella su duda, envióme a afanar entre el marinaje de una urca, como aprobación, por dar así lugar a que se viese si yo decía verdad o mentira.

Baodayno, como corsario que navegaba con el pabellón holandés, mucho se desviaba de ser un pirata corriente y moliente, y antes lo diputaba yo por almirante que por pirata. De todos era conocida su riguridad, pero nunca fue vanamente cruel con los vencidos. En aquella sazón, sobre desvalijar la fragata y quemarla, cautivó a diez mozos fuertes porque ayudasen a los calafates de su flota, mas concediéndoles reposar y comer humanamente; y a los demás, mandó decantarse a una ínsula con agua, y dioles avíos de pesca, porque tuviesen de qué vivir. De la Isla de Pinos había hecho su asiento y allí, sin salir a lo raso del mar, en una ensenada muy encubierta de todos los bajeles que por aquellas aguas navegaban, se estuvo a la mira, avizorando el arribo de la flota de la plata. Dos pataches suyos vigilaban las naves españolas, y cuando había ocasión y los vientos daban licencia, otras embarcaciones mejor artilladas, salían a capturar las presas que no ofreciesen peligro; siendo así que Baodayno no quería estorbos a su empresa soñada de asaltar la flota de la plata. Con ser que en esa sazón ocurrieron muchos casos dignos de referirse, he de callarlos por no hacer al caso de esta confesión.

Cuando a cabo de siete meses de espera, no parecía aún la flota española, Baodayno vio ser verdad cuanto yo le dijera, y determinó de desembarcar en el lugar de Cabañas y enviar un destacamento armado que recorriese la costa hasta cerca a La Habana y granjease bastimentos para mejorar el matalotaje con carne de cerdos y aves, de las que es abundosa la región. Y así, el catorce de junio nos presentamos en Cabañas, donde encontramos el lugar desierto, a causa que los moradores había huido con las reses hacia los montes, y sólo pareció de allí a poco, un negro al que yo serví de trujamán, para volver a lengua holandesa sus mal trabadas razones, con las que nos dio a entender lo mucho enhorabuena que habíamos llegado; y declaró llamarse Tomás y estar fugitivo, pues poco antes había sido fieramente azotado por su amo, que era Fulano Pérez Oporto quien, como divisara al alba la presencia de nuestra flota, y nos llegásemos a trecho que pudo ver en los mástiles la bandera tricolor, había enviado a otro negro, llamado Mateo el Congo, con la mandadería de dar cuenta y razón de nuestro desembarco a las autoridades de La Habana, para que luego le enviasen refuerzos; y el primer cargo en que Tomás quería estarnos, era el de que lo llevásemos fuera de allí, jurando que pondría toda su voluntad en servirnos y así defender no saliesen con marcarlo de la ese y el clavo; y Baodayno mandóme que le volviese en lengua castellana, que él sí consentía en darle licencia de partirse con nosotros, mas sólo con condición que nos guiase donde granjear bastimentos. Y de allí a poco, el negro nos hizo patente un gran cercado, puesto a unas dos millas de Cabañas, donde los pobladores habían encerrado desde el amanecer mas de trescientos cerdos y un millar de gallinas; y luego, en la costa, nos descubrió una cueva donde hicimos bastimento abundoso de cecinas de vaca y tortuga, doce barriles de vino, cuatro de manteca de cerdo y alguna cantidad de bizcocho. Y últimamente, poco antes de levar áncoras, en el entre tanto que hacíamos aguada, Baoday no mandó poner fuego a un galeón que estaba fabricando Pérez Oporto, con una cuadrilla de carpinteros y esclavos.

En habiendo tomado Baodayno conocimiento de la embajada del Congo, había mudado parecer, y su primer designio de atacar por tierra varias poblaciones y corrales, trocólo por el de alongarse luego y encaminar sus naves a La Habana, con el prosupuesto de ponerle sitio y estorbar no enviasen desde allí algún bajel rápido que llevara mensajería al puerto de la Vera Cruz, de que los holandeses se estaban en aquellas aguas, a la mira de los galeones de la plata. De suerte que tras hacer abundosos bastimentos, nos hicimos a lo largo; y al amanecer del siguiente día, Vuestra Merced, como toda la población de La Habana, nos pudo ver barloventeando, a la espera de la flota, fronteros de la bahía.

No he de dilatarme ahora tan por extenso en cosas mínimas y rateras, que son bien conocidas en La Habana de tantas gentes, y pasaré luego a lo que más nos va, en esta sarta de pecados que forman el discurso de mi vida.

Baodayno murió el día dos del mes de julio, de unas fiebres que contrajera en Cabañas, y contra el parecer de muchos ministros de la flota, que querían tomar La Habana por asalto, el nuevo general, temeroso de las fortificaciones, encaminó las naves a Matanzas, como es sabido. De allí a poco, propuso fuesen de partida la vuelta de Holanda; y a un flamenco que se llamaba Fulano Dyck, diole encomienda de alargarse luego al mando de un jacht de suerte que este jacht o quier patache, encontrase con las otras embarcaciones de aviso que Baodayno pusiera a la mira de la flota de la plata, allende al cabo de las Corrientes, y les llevase embajada y mandato de regresar a juntarse con el resto de la flota, para el retorno a Holanda.

Cúpome hacer número entre los doce hombres que iban en aquella mandadería, y en este espacio que navegábamos a toda vela, desvióse conmigo aparte el tal Dyck y me declaró que ya había persuadido a más de dos hombres de la partida, de que se desertasen con él en el patache, y se fuesen a hacer usos de contrabandistas y piratas, en granjería de botines, por esos mares adelante; y díjome asimismo que si yo venía en aquel mismo parecer, siendo que ya montaríamos cuatro, él tendría atrevimiento de predicar su prosupuesto a todos por junto, y a lo que él creía, lo oirían en albricias.

Hasta ese punto, yo había corrido con la buena fortuna de que nadie me conociese, aun bien que por estos mismo ojos, había visto a varios que conociera en Amsterdam, y aun a dos que navegaran y se combatieran conmigo en las islas del Oriente; pero merced a mis heridas del rostro, a la pérdida de los dientes y de un buen porqué de pelo, nadie acertó a darse cata de ser yo el que otrora me llamase Van den Vondel, notadísimo en toda la Compañía como ladrón y asesino, por lo ocurrido en el Havre. Y con ser que ya no temía yo que persona acertase a descubrirme y levantarme de lo que hiciera como capitán holandés, ni por pensamiento quería volver a Holanda, a causa que allí luego se echaría de ver, ser embuste todo cuanto yo declarara a Baodayno, de ser enviado desde La Haya con la encomienda de tomar lenguas en Tierra Firme; y a buen seguro que nada bueno me avendría. De suerte que por lo tal, ya tenía determinado de saltar en el primer puerto de Francia o Inglaterra donde diere fondo la escuadra; y a Vuestra Merced ya debe írsele trasluciendo, cuán pintiparada veníame aquella resolución de Dyck, y muy al vivo declaréle lo mucho enhorabuena que la oía.

Yo me daba a entender que hasta los más leales a Baodayno tenían de estar mohinísimos por verse forzados a retornar con las manos vacías, sobre haber navegado por tan longincuos caminos y parajes.

Y en aquel punto y sazón de nuestro primer concierto, declaróme Dyck que él se había venido vez primera a la Indias, con la flota de Paulus van Caerden; y sobre irse a pique el bajel suyo, había granjeado salvarse a nado, pero los otros le habían dado por muerto; y después acá, Dyck había navegado veinte años por estas aguas, haciendo usos de negrero, contrabandista, pirata y filibustero; mas al pie de dos años, había embarcado con Baodayno en La Española, que como Vuestra Merced sabe, está despoblada por la parte que mira hacia el ocaso, y es muy abundosa de vacas y cerdos cimarrones, y refugio seguro de filibusteros y de todos cuantos piratas merodean por la isla Tortuga; y siendo notado como peritísimo en aquellas aguas, Baodayno habíale consultado una sargentía, porque le sirviese de piloto, al mando de aquel patache; a lo cual Dyck habíase avenido conforme, a causa que quería salir del forzoso trance de haberse quedado en aquellas soledades y sin blanca, sobre jugarse había poco a los naipes, un bajel cargado de cueros, tabaco y palo de tinte, con quien se aparejaba en ese punto a partirse camino de Inglaterra, por allí vender su mercadería y luego volverse por la costa del África a cazar negros y venderlos en Indias, como es el uso de muchos piratas holandeses, ingleses y franceses que, a las veces, hacen trata y comercio, y a las otras, cogen por sobresalto las naves y corrales de los españoles en estas islas. Y así, si todos veníamos en su mismo parecer, Dyck daría orden en irnos, primero de todo, a cazar cerdos y vacas en La Española, por aparejar salazones, cargar mucho cuero, y luego vender el patache con su carga, a ingleses o franceses. Así podríamos granjear una embarcación más grande, en quien pudiésemos izar pabellón de piratas. Y sobre hacer este concierto conmigo, mandó Dyck congregarse a los doce de la partida, a quienes declaró muy por menudo su designio; pero cinco de ellos se manifestaron contrarios, y uno osó decir con mucho ahínco, que moriría antes de verse desertor; y no había terminado de declararlo, cuando uno de nuestra parcialidad le envainó un cuchillo en la espalda, y de esta guisa lo sacó verdadero y puntual cumplidor de su palabra. Los otros cuatro que se habían significado en contra, aviniéronse mal de su grado a tomar rápidamente nuestro parecer; y así, alargándonos por la corriente adelante, lejos de la costa, fuímonos proa al Poniente; y a cabo de seis días, junto de las costas de la Jamaica, nos cañoneó un galeón español; y con ser que granjeamos escaparle, nos hizo un hueco en la popa, de suerte que por repararlo, determinamos de dar fondo en la isla de San Cristóbal, poblada como Vuestra Merced sabe, por algunos miles de ingleses que mucho comercian con piratas, contrabandistas y negreros: y en llegando a la sobredicha isla topamos, allí dado fondo, al pirata flamenco Jan Goes, que tenía una urca muy bien artillada pero lenta y poco marinera; y siendo que nuestro patache veníale de perlas como nave de aviso, predicónos que lo reparásemos por junto y nos fuésemos con él y los suyos.

Dyck me tenía por hombre discreto y quiso que, primero de tomar ninguna determinación, pasáramos juntos algunas razones. Para mí, prófugo por igual de holandeses y españoles, y sabedor de que ya no podría tomar estado lícito por medios industriosos y honestos, no había más sino hacer profesión de pirata y renunciar todo pabellón de nación civilizada; y desde el punto en que me concertara con Dyck, determiné de granjear cuantiosa hacienda o de morir luego, pues estaba de parecer que solas las riquezas, serían poderosas de soldar mis quiebras, y a ellas tenía de confiar la enmienda de mi vida. Y así, persuadí que de los once que seguían a Dyck, sólo tres éramos leales a todo ruedo; otros tres sólo a medias; y los cinco restantes, a lo que a mí se me alcanzaba, en nada; y por lo tal, estuve de parecer que vendiésemos el patache a Goes, partiéramos hidalgamente los dineros que hubiéremos por él, tras lo cual, cada uno podría hacer lo que más se le acomodase; y así se hizo, luego que todos aceptaran conformes.

Los siete meses que yo pasara con Baodayno, sirvieron para hacerme algo conocedor de estas aguas; pero a la fe que en achaques de verdadera piratería, quedé muy poco cursado, siendo que aquella flota que navegaba con el pabellón a rayas roja, verde y blanca de las Provincias Unidas, y por cuenta de la Compañía de las Indias Occidentales, por su disciplina y usos navales, semejaba mucho más a una escuadra de guerra, que a una empresa piratesca; pero después acá, sí conocí, para mi grandísimo mal, la flor y la nata de los piratas por cuenta propia que navegan en esta parte del mundo, y cuyos usos no son de todo en todo como creen los españoles, siendo que tienen algunos que mucho suspenden, en viniendo a conocimiento dellos. Con ser que no tienen más ley que su capricho, estos maleadores son muy respetuosos de los estatutos que ellos mismos se dan para la cuadrilla, como asimismo de la autoridad del jefe, a la cual se sujetan por el término de la expedición. En sus bajeles, jamás admiten mujeres ni niños, y al desertor o culpante de robo entre la congregación, le castigan con terrible riguridad; y lo mismo hacen con todo el que no guarde los juramentos de la cuadrilla; mas una vez terminada la partición del botín, se da finiquito al concierto y cada cual puede dirigirse a donde quiera, hacer la vida que más le plegue y gastar el botín granjeado a sus anchuras, aun bien que la mayoría dellos gusta de gastarlo en todo género de excesos, en mujeres, juegos y bebidas; y tal vez se suspenda Vuestra Merced, de saber que estos bellacos capaces de crímenes y demasías espantables, son por la mayor parte, devotísimos de la religión, y al comenzar un crucero, un abordaje o el sitio de una ciudad, con la mayor fe piden a Dios que les conceda buen suceso. Y así, cuando un desalmado más industrioso que sus compañeros, y conocido de todos por valiente y osado, granjea un pequeño buque, tremola su bandera de enganche cabe la negra, y comienza a inscribir a los que todo lo han perdido a los naipes o se han entrado de rondón por las islas, gastando a trochemoche y haciendo boato de convites, de suerte que para ellos no hay más sino volver a los peligros y trabajos del mar.

Uno de estos hombres temerarios era el tal Jan Goes, que nos comprara el patache; y bajo su bandera negra me inscribí, y lo tal hicieron Dyck y dos de los holandeses de su parcialidad.

Fueron de la partida treinta y siete hombres, de los que montábamos veintiuno entre flamencos y holandeses; más doce ingleses, tres franceses y un negro fugitivo de la isla Margarita.

Lo primero fue jurar de palabra y por escrito, la sólita obediencia al pirata Goes. Con este seguro, y partidas que las plazas principales del maestre, cirujano y cocinero, todas tres para flamencos de la parcialidad de Jan Goes, se nos señaló el día y la hora de zarpar el ferro, y la obligación en que estábamos de acomodarnos, cada uno para sí, de suficientes armas, municiones y pólvora.

De esta guisa, llegado el día del embarque, que fue el quince de agosto de mil y seiscientos y veintiséis, se discutió la derrota que habíamos de tomar primeramente, para hacer acopio de matalotaje, siendo así que los piratas nunca compran sus bastimentos, sino que los toman por fuerza de los corrales españoles, en cualquiera de sus costas.

Tras hacer en La Española abundante salazón de cerdo y res, arrebatamos a una pequeña embarcación dedicada a la pesca de tortugas, que venía de la isla de la Santísima Trinidad, más de cincuenta dellas, grandísimas si las hay, las cuales dejamos vivas, patas arriba, siendo que este era el uso más manual de comer carne fresca, asada, guisada o en sopas muy confortativas que aparejaba el cocinero.

Proveídos así de carne, nos reunimos vez segunda en consejo, como es el uso ordinario, para hacer concierto de la ruta que habíamos de seguir; y allí, todos declaramos nuestro parecer libremente, como si fuésemos ministros de una república bien gobernada. Unos se pronunciaron por la Boca de las Carabelas y otros por el Cabo de las Corrientes, que resultó elegido como el punto más acomodado para aguardar el paso de bajeles cargados de ricas mercaderías. Yo mismo, siendo que en la Compañía de las Indias Orientales, mucho había aprendido de cuentas y notarías, redacté la capitulación donde nos convinimos el tiempo que duraría nuestra hermandad y empresa, que fue de sólo cuatro meses, y la parte que había de quedarse el jefe, por sí y como dueño del buque; la del maestre; la del cirujano; la del cocinero; y asimismo, rata por cantidad, la parte de los treinta y tres otros. Allí aprendí, como es el uso de los piratas, a computar las recompensas por mutilaciones, donde la del brazo derecho monta la cantidad de seiscientos escudos de oro, o en su lugar seis esclavos, que lo son por la mayor parte cautivos de los navíos españoles; por la pierna derecha, quinientos escudos o cinco esclavos; y lo mismo por el brazo izquierdo; la pierna izquierda vale cuatrocientos escudos o cuatro esclavos; un ojo cien o un esclavo y el mismo precio por un dedo de la mano; por do puede colegir Vuestra Merced la barbarie de estas gentes, que tienen en igual estima un dedo que un ojo.

Sacábanse estas recompensas del botín, ya fuese en dinero, barras de oro y plata, como también del montante de la mercadería hurtada: cueros, sacos de azúcar, palo de tinte, cochinilla o tabaco, y mucho se miraría Vuestra Merced de ver a esos delincuentes vivir bajo el más perfecto orden y respeto mutuo, como si fueran, cuando parten el botín, los ciudadanos más bien criados deste mundo. Nada se ocultan entre sí, nada distraen del fondo común, y siempre hacen solemne juramento de no extraviar nada, de suerte que como sorprendan a algún compañero en delito, lo someten a un consejo rápido y lo castigan al momento, aplicando de todo en todo y sin apartarse un punto de lo legislado, los estatutos de los Hermanos de la Costa, que son la ley suprema de todos los piratas destas aguas; y con ser que amenudo granjean pingües botines, es la dellos una vida llena de amarguras y ocasiones forzosas, que sustentan sin queja alguna, pues eso del no quejarse mucho se entiende con los piratas.

No haré ahora la relación de todos los crímenes que cometí con Jan Goes. En cuatro meses asaltamos tres pequeñas embarcaciones españolas y varios corrales en la costa de la Jamaica y el Puerto Rico; y en esa sazón, cobré la herida que llevo por cima del ojo. Vendido y partido que fuera el botín, que por la mayor parte lo era de azúcar y cueros, tocáronme cerca a tres mil florines los cuales, como sabe Vuestra Merced, montan unos mil y doscientos ducados; y a cabo de dos meses pasados en San Cristóbal, que los franceses e ingleses llaman San Kitts, fuese mi hacienda por cima de los cinco mil. Con quince mil ducados podía comprar embarcación, y yo me daba a entender que en menos de un año los allegaría fácilmente en el juego; y sin tener ojo a la ganancia y granjería que me ofrecía el quedarme en tierra, mucho habíame gustado el achaque de andarme vagabundo por esos mares adelante, y diputábame en potencia propincua de izar mi propio pabellón, pues con ser que mucho me había maltratado la vida, no por ello apocaba mi ánimo tanto, que me viniese a contentar con me nos de ser jefe de piratas y famoso por añadidura, mas si quería granjear tripulación diestra y aguerrida, había menester que todos me notasen de autoritario y audaz, sin lo cual no se engancharían conmigo los mejores hombres, y tales quería yo. Determiné, una por una, de aquistar fama junto de algún pirata temerario, poniéndome para ello en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase nombre famoso y de estruendo, y diera lugar a que se me elogiase a todo ruedo; y pluguiera a los Altos Cielos nunca me hubiese venido en voluntad el fabricar aquella quimera, pues hube de ponerme en trances tales, que todas mis antecedentes cuitas tengo hoy por tortas y pan pintado.

Y así, tal corrió el dado de mi desventura, que en el mes de enero de mil y seiscientos y veintisiete, fui de la cuadrilla del inglés Ben Turner, que con ser que hubiese navegado sólo un año por aquellas aguas, ya se pregonaba dél ser uno de los piratas más osados de todas las Indias. Era fama que, comandando una fragata con solos treinta hombres, se había allegado secretamente en la noche, en medio de una escuadra española en cuya nave almirante, según habíase enterado acaso, iba pasajero un oidor de la Audiencia de Santo Domingo, camino de La Española; de suerte que con veinte de sus piratas y sin que lo viesen, habíase pasado Turner a la almirante, que era un galeón artillado con setenta y cuatro piezas de bronce y llevaba un marinaje de veinte hombres y doscientos setenta soldados; y tras coger de sobresalto y apresar al oidor, se hizo entregar un riquísimo botín y tres rehenes, de suerte que pudo escapar muy a su salvo, sin que nadie se lo estorbara, lo cual avino en mucho provecho de su nombre.

En la Tortuga habíame enterado que Turner, amén de su valentía, era cruel por todo extremo, lo cual me pareció ser cosa ordinaria, cual lo es a todos los que se han ejercitado en cualquier ministerio de la piratería; y Vuestra Merced no ignora que los que tal profesión hemos hecho, fuimos desalmados, pues lo uno no puede ser sin lo otro. Pero entretanto que me anduve con Baodayno Enrico y con Jan Goes, aun bien que no queriendo hacer yo mundo nuevo ni sacar la piratería de sus quicios, de aquella crueldad prefería quedar falto que demasiado, y nunca pasé más allá de los delitos ordinarios de hurtar, matar, incendiar, hundir barcos, forzar mujeres, quienes resultaban de poquísimo momento en confrontación con la sevicia de Turner que, amén de ir fuera de toda razón y discurso, repugna y espanta al género humano.

A una sazón, asaltado que hubimos una villa del Puerto Rico, cúpome apresar a un español, y le encontré en sus ropas un pasador de oro. Como Turner presumiese que ocultaba otras riquezas, lo cual el hombre negó puesto de hinojos, ordenó que le descompusieran un brazo, lo cual hicieron volviéndole el codo hacia atrás, de suerte que ni el mejor algebrista del mundo lo volviera a su sitio; y como el desventurado no confesase, segundaron al punto con el otro brazo; y como tampoco hablase, le pasaron una cuerda de cáñamo por la frente, a la altura de los párpados, y dos bellacos ingleses, que eran el maestre de Turner y el cirujano, le apretaron con tal fuerza el nudo corredizo, que los ojos del desdichado saltaron de sus órbitas al suelo, como si fueran huevos de gallina; y aún malcontento con eso, Turner ordenó que lo colgaran por sus partes de un horcón; y en esa estrecheza, cuando aún todavía no entregaba el alma, le cortaron la nariz y las orejas, entre tanto que otro le quemaba la cara con un hierro ardiente. Perdida la esperanza de que aquel guiñapo confesara lo que desconocía, un negro pirata, no más que porque le daba contento, asió de su lanza y lo atravesó varias veces. Aquel infeliz, según supe después acá, era el sirviente de un hombre rico quien se había partido al monte de carrera, temeroso de nuestro ataque; y en atravesando un patio, el sirviente halló el pasador, que había perdido su amo fugitivo, con tan mala suerte que este consiguió huir y el sirviente cayó en mis manos.

No quiero acuitar a Vuestra Merced con la crónica por menudo de las demasías de aquella bestia, pero asaz frecuentemente, cuando algún propietario rehusaba declarar dónde guardaba sus reses, su oro o lo que fuese, el mismo Turner por sus manos, solía atravesarlo vivo de parte a parte y luego lo asaba a la parrilla; y podría referir otras bellaquerías de más tono, que por buenos respetos abrevio.

A cabo de dos meses de corso con Turner, fatigábame ya esa vida y dime a entender que a sus ojos, no granjearía yo ningún predicamento, pues no eran valentía ni determinación lo que miraba aquella caterva pérfida y mal acostumbrada, sino bellaquería y pedernalinas entrañas; pero temeroso no creyesen ser yo hombre de corazón afeminado, propuse de enfrenar la lengua, fingir regocijo ante cualquier demasía y guardar otros artificios por contentarle, pues donde no, Turner me tomaría ojeriza, lo cual a buen seguro, habría de ser mal para el cántaro.

A poco de aquel riguroso trance, cual fuera el tormento al español del pasador, y que yo no había podido partar de las mientes, apresamos cerca a La Española una fragatilla, tras un combate rudo en que murieron cinco de los nuestros; y Turner mandó pasar a cuchillo a los nueve españoles sobrevivientes. Como yo me alejase tantico del lugar del suplicio, el muy zorro de Turner diose cata de mi repugnancia, o acaso tuvo algún barrunto della y quiso tomarle el pulso, de suerte que sobre mandar que los amarrasen a las bordas, hizo designio que yo fuese el verdugo y marcóme con el dedo; y haciendo lo tal, miróme con una sonrisa de burla, a la cual repliqué con otra más desenfadada, por mostrarle que no tenía reparos en cumplir la orden. Hurtarme fuera un despropósito que me costara la vida, y nada podía hacer yo por aquellos infelices quienes, de todos modos, estaban condenados a perecer; de suerte que sin dar lugar a que me temblara el pulso y mirando que no asomara ninguna vacilación en mis ojos, mostréme en guisa de disfrutar de aquel mandato, y por quedar con más veras, diputado por tan cruel como el más pintado dellos, en vez de segarles la gola con una daga, como era el uso ordinario, o de cortarles la cabeza a cercén, cogí una espada grande y muy filosa, y púseme a descargar con todo mi poderío, furibundos hendientes sobre lo alto de sus molleras, que se acertaron en lleno sobre todos nueve, a quienes partí por medio hasta el cuello, lo cual fue materia de gran solaz para Turner y todos cuantos con él estaban, quienes con mucha grita y risotadas, me daban muestras de cuánto se holgaban dello.

A obra de un mes de aquel trance, cerca a la Florida, tuvimos un terrible combate, donde nos mataron diez hombres, pero nosotros matamos más de quince españoles y apresamos ocho, que Turner determinó de coger cautivos porque afanasen como calafates, recorrieran los fondos y recompensaran con su trabajo la mengua de nuestros diez muertos. En atardeciendo, nos retiramos a una ínsula desierta do estuvimos varios días curándonos las heridas y reparando en la marina las averías que nos habían hecho. La primera noche retiréme un poco y lloré a solas, con harto dolor de mi alma, de pensar cuán amarga y dura era la vida mía, y cuánto me había abajado en ella; mas por lo que toca al descargo de mi conciencia, quiero advertir a Vuestra Merced, que de allí a poco consoléme de todo en todo, persuadiéndome que yo estaba ajeno de muchas muertes; y así dóymelo a entender aún todavía, siendo que nos las hice de mi voluntad, y he de decirle por añadidura, que peores demasías que la de partir por medio a los nueve españoles cometí yo, sólo por granjería de soldadas y diz que exento de pecados, a causa que fueron en servicio de un soberano católico en Bohemia, aun bien que en mucho deservicio de la humanidad.

Y al amanecer del postrer día que habíamos de pasar en aquella ínsula de mis desdichas, y que fue el día de la Santa Cruz, avínome ser por junto víctima de mi imprudencia y de la crueldad de Turner. Uno de los ocho prisioneros que estaban terminando la reparación de una avería en la arboladura, no pudo levantarse a causa que padecía en esa sazón una suerte de fiebre de cuartana; mas Turner achacólo a flojera y mandó que lo trajesen ante sí en la marina, declarando que un médico inglés le había enseñado un bálsamo muy bueno y él quería coger la ocasión por el copete, para hacer experiencia de su virtud. Y así, usando de la traza y modo que aprendiera entre forbantes, pidió un yelmo español del que él se servía como bacín, bajóse las calzas, se mudó con gran estrépito a la vista de todos, y ordenó que desleyeran sus excrementos con agua de mar; el cual bálsamo hubo de echarse a pechos el enfermo, entre tanto que la daga de Turner le punzaba la garganta. Al infeliz, que a tiro de ballesta mostraba ser un ético confirmado, le dieron tantas ansias, trasudores y bascas, y sucediéronle tales paroxismos y vómitos de asco, que la fiebre le desapareció al momento, y aun bien que esto no parezca cosa contingible, aquel remedio le volvió en sanidad y pudo ponerse al trabajo; pero tamaña barbarie llamó la cólera y contumacia mías y cobré tal aborrecimiento del inglés, que no estuve en nada de acometerlo, ¡y montas!, que mi deseo era el de hacerlo rajas, por luego quemarlo y no dejar dél ni las cenizas. Y por mi corta suerte, y por aquello de que cuando la cólera sale de madre, no tiene la lengua padre, no pude hurtarme de mascullar que era Turner un don hijo de la puta, lo cual declaré en holandés, que era lengua bien entendida dél; y menos tardó en oírlo que en mandar que me prendiesen y juzgasen, acusado de infidelidad al jefe y murmuración, lo cual hicieron de presto y me condenarn luego en continente.

Turner me llamaba, en inglés, el Muchaslenguas; pues a cabo de tres meses con él, ya hablaba yo algo despiertamente la suya, y sabía también mi poco de francés y de alemán, que aprendiera con la soldadesca de Fernando II en Praga, con la añadidura del romance español, al que volvía las órdenes a los presos, más el flamenco y el holandés; y Turner me dijo entonces, que tenía determinado de trocarme el apodo, y que al punto daría traza para que en cambio de el Muchaslenguas, pasase a llamarme el Sinlengua, si no era que yo prefiriese llamarme el Sinvida; de suerte que yo hube de escoger luego entre perder la lengua o la vida, lo cual para aquel mi delito de murmuración, no otra cosa era, sino ceñirse punto por punto a los estatutos de la congregación. En preguntándome con cuál me quedaba, díjele que con la vida; y esas tres palabras, que en inglés se declaran uiz mai laif, fueron las postreras que salieron de mis labios por siempre jamás, pues me obligó a sacar la lengua, que él mismo enganchó con un anzuelo por la punta, y estirándomela cuan larga era, me la cercenó de cuajo, como era el uso ordinario en los castigos.

Yo perdí el sentido, y cuando lo cobré, vime de cara al sol, fuertemente amarrado con nudos marineros, de suerte que cuanto más intentase menearme, más firmemente me sujetaban a las cuatro estacas que habían enterrado en la arena para trabarme manos y pies. Y allí me estuve cara al sol, bebiendo y vomitando mi propia sangre, perdiendo y cobrando el sentido, hasta que por fin, a obra del mediodía, Turner y los suyos hincáronse de rodillas en la marina y suplicaron al Cielo con tierna y devota oración, les diese prósperos vientos y los guiase en el camino que tomarían. Recibí luego dieciocho escupitajos sobre el rostro, en señal de que me habían despedido de la cofradía por violar el juramento de fidelidad al jefe; y se partieron cuando el sol estaba en lo más alto del cielo y una sed espantable me quemaba la garganta.