Londres, 16 de enero de 1953
Querido padre Castelnuovo:
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En el Northumberland he hecho algunos progresos. Ocurrió que al salir de Singapur se enfermaron de golpe dos de los camareros y O’Hara me propuso al steward. Me aceptaron provisionalmente, pero mi desempeño fue bueno y me quedé con la plaza. Me ha valido quizá mi condición de políglota. En Alejandría, el buque se llena de árabes, griegos, italianos, franceses; y además, hablo español en Cádiz y portugués en Lisboa.
Mi fortuna quiso además que frente a las costas de Creta, navegando con mar de fondo, uno de los camareros derramara un plato de sopa de tomate sobre el escote de una lady, esposa de un coronel veterano de la India. Todo concluyó en un desenlace chaplinesco y Archibald pidió su retiro. Tiene más de sesenta y cinco años y es un profesional de honor. Poco faltó para que se suicidara como el Grand Vatel. Y para colmo, el maître francés nos abandonó en Marsella. Total, que la crisis, el río revuelto, mi buena estrella, my continental type (palabras del steward), mis manners, los indujeron a declararme maître del Northumberland. Como no soy diplomado, en vez de pagarme las 28 libras semanales que me corresponden, me pagan quince libras y seis chelines, que yo he aceptado.
Por supuesto, en estas semanas he aprendido algo, pero descontaba que en Londres volvería a mi puesto de camarero. Para mi sorpresa, tras contratar a otro maître acaban de anunciarme que me dejaron en el salón como sommelier, con el encargo de oficiar un tanto de maestro de ceremonias, derrochar algún savoir faire que ya me reconocen, y mucha poliglotía.
El nuevo maître es un belga. Ya he estado en contacto con él, antes de zarpar. Es muy competente y ha vivido durante años en Inglaterra. Parece que le he caído en gracia y espero aprender mucho a su lado.
Leo enormemente, sobre todo literatura británica. He pulido el inglés hablado al punto de no cometer errores sintácticos ni de vocabulario; pero mantengo un decoroso acento latino muy a tono con mi profesión. Visto con naturalidad la ropa de etiqueta, me hago manicurar, he aprendido a elevar dignamente el mentón y mis ademanes nada tienen que envidiar a los mayordomos de Wilde.
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¿Cuál es la ciudad que escogería para vivir?
Alejandría, la más intemporal y cosmopolita, como en tiempo de los Tolomeos, donde están los apátridas, los como yo. Aparecen en cualquier suburbio. En la última escala conocí a un virtuoso danés, un instantaneísta que hace retratos itinerantes. Se aposta en una esquina y cuando aparece un turista que lo inspira, comienza a retratarlo, caminando hacia atrás. Termina en menos de diez segundos, siempre con una firma aparatosa: Allan Hansen. Por fin, desprende ruidosamente la hoja del block y la entrega al cliente con versallesco ademán. Suelen darle un dólar, cinco, veinte, según la admiración que provoque. Tiene como meta no trabajar nunca más de tres minutos diarios. «Y eso en tres turnos», aclara siempre. Bebe como un cosaco, y apenas le pagan enfila hacia las tabernas. A mí, luego de sacarme dos libras egipcias me invitó a bebérnoslas. Compró un par de botellas y me llevó a su hotelucho. Tras veinte años de academia ha descubierto ser un pintor mediocre. Apostó y perdió. Y ha escogido esa forma de suicidio.
Lamento decepcionarlo, pero no me interesan las luchas sociales, ni soy capaz de emprenderlas. Sin embargo, su arenga me ha conmovido…
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Escríbame al Pireo.
Hasta siempre,
Bernardo.
P.S.: De Londres no le envío las impresiones que me pide, porque aún no he podido experimentarlas. En estos días el fogg no deja ver nada. Además, ¿no le bastan las miles de páginas escritas sobre Londres, en la excelente narrativa británica del último siglo?
Me sorprende y deleita la extensión de sus cartas.
Sobre mi verdadero estado de ánimo tampoco puedo informarle mucho. Mis nieblas interiores también me lo vedan.