En cuanto me vieron restablecido, el prior me mandó llamar. Por la sequedad inusitada con que me recibió, imaginé que me esperaba una reprimenda. Quiso saber qué pretendía yo con aquella escapada a la cueva. Dije que quería seguir el ejemplo de San Ignacio: lograr mediante el ayuno y la penitencia que se me manifestara Dios. Me preguntó entonces qué había sacado en limpio. Le respondí que Dios no había querido favorecerme. No satisfecho, siguió indagando. Fue una larga plática llena de consejos prudentes. Insistió mucho en que Dios me había concedido virtudes que yo debía perfeccionar. Esa era la mejor manera de servirlo. Ya no vivíamos en el siglo XVI. Una guerra mundial inhumana y catastrófica estaba en marcha. Y las obras que Dios esperaba de sus hijos más devotos, requerían en estos tiempos no sólo del amor místico y el martirologio. Mediante el trabajo paciente y el buen uso de la inteligencia, también se le podía rendir devoción. Además, si cuando yo fuera un sacerdote formado aún sentía vocación por los sacrificios supremos, la Orden podría hacer de mí un misionero, un combatiente de primera línea en las milicias de Cristo; pero entretanto, debía interpretar, como bien lo había hecho, que Dios esperaba de mí otros servicios. Debía seguir esforzándome en el estudio y amar a Dios cada día con mayor humildad.
En Nazareth, mi aventura de santidad se consideró una prueba de fervor infantil, y no de megalomanía, como yo me temiera. Poco después, supe que la habían achacado, en buena parte, a la vehemencia del padre Franco en la conducción de los Ejercicios Espirituales. Desde entonces me lo quitaron como tutor.
Y si Dios ordenaba que mi vida continuara por la misma senda de antes yo me plegaría, obediente, a sus designios.
Las matemáticas siguieron apasionándome. Al comenzar el quinto de bachillerato ya había agotado la materia que se impartía en los programas de quinto y sexto y había comenzado a estudiar por mi cuenta el voluminoso Análisis matemático de Rey Pastor. Aquella revisión rigurosa, metódica, de lo que yo conocía en forma más o menos empírica hasta entonces, fue una fuente de constante deleite. Cuando llegué a comprender en su esencia los conceptos de continuidad y límite, a resolver los primeros ejercicios de diferenciación de funciones con un manejo constante de la noción de infinito, volví a ver en aquel universo de verdades inmutables una prueba más de la existencia de Dios.
Y en 1943, un año antes de iniciar los estudios teológicos en el seminario, ocurrió un episodio que me hizo pensar, otra vez heréticamente, en el dogma de la gracia.
Había en el colegio un alumno de mi edad llamado Bruno. Fue el único de mis condiscípulos a quien me propuse cultivar como amigo. Salvo el fútbol, al que siempre fui aficionado y bastante buen jugador, teníamos muchos intereses afines. En nuestras conversaciones, me daba muestras de una inteligencia algo caótica, paradojal, trascendente. Yo sentía celos ante la facilidad con que se prodigaba en imágenes. Cualquier incidente banal, un detalle del paisaje, lo movía a reflexiones imprevisibles, a veces de un humor muy agudo. Cuando Bruno andaba de ánimo sereno, solíamos pasear por los cerros y con frecuencia abordábamos temas elevados. Pero siempre de manera impersonal. Desde el comienzo de nuestra amistad advertí que rehuía hablar de sí mismo. Cada vez que alguno de mis comentarios amenazaba comprometerlo a revelar detalles de su vida, familia, origen de su devoción, se las ingeniaba para zafarse y cambiar de tema.
A las pocas semanas de conocernos Bruno comenzó a evitarme sin ninguna explicación. Pasaron tres días en que cuando nos cruzábamos, camino del refectorio o de las aulas, bajaba la cabeza y seguía de largo. Y durante las horas en que habitualmente podíamos vernos, se recogía en su habitación. Un día lo intercepté en un atrio y le pedí explicaciones. Con humildad me dijo que en esos días lo atormentaban algunas dudas sobre la salvación de su alma, y el único sosiego lo encontraba en la soledad y la oración.
Yo me ofrecí a ayudarlo. Aduje que en una crisis de conciencia el diálogo podía ser más eficaz que la vida recoleta. Por toda respuesta me dirigió una mirada indescifrable y se alejó, casi corriendo.
Al siguiente domingo, se me acercó cuando salíamos de misa para invitarme a un paseo. Se comportó como si nada hubiera ocurrido entre nosotros. Me dio a entender que su reciente crisis, ya superada y suficientemente ventilada en el confesionario, no sería materia de nuestros coloquios.
Durante los años que pasamos en el convento, padeció otras crisis. Yo aprendí a esperar hasta que las superase. Lo veía entonces demacrado, con una tensión fanática en el rostro, en la sola compañía de su confesor. E invariablemente emergía con su habitual desenfado, muy Fray Luis, como si sus días de ausencia no contaran en nuestra relación.
Aparte de la zozobra que me creaba el no tener acceso a sus enigmas, creo que también le envidiaba el pasarse las noches en vela, trabajando denodadamente por la salvación de su alma. Y por contraste, mi disfrute en los deportes, en las simetrías de la prosa ciceroniana o en la musa omnisciente de las matemáticas, comenzaron a parecerme mundanerías, pasatiempos sin ninguna elevación. Y hasta supuse que si Bruno hubiese intentado lo mismo que yo desde una cueva, Dios no lo habría desoído.
¡Qué cosas piensa un religioso de dieciocho años!
Por fin, un día Bruno me reveló la causa de sus tormentos.
Me había esquivado durante tres semanas. La cara se le había llenado de sombras. Había perdido peso; y supe que tenía dificultades con los estudios. De nuevo me dije que debía ayudarlo y violé mi norma de mantenerme al margen. Un domingo por la tarde, llamé a su puerta. Se quedó mirándome como incrédulo. Luego cerró los ojos, volvió la cabeza de lado y apoyó la frente sobre una jamba. Por fin, con un gesto de resignación me abrió paso y señaló el único asiento del cuarto. Él se sentó en la cama con la cabeza gacha.
Le reiteré mi deseo de ayudarlo. Él me oyó en silencio. En un momento levantó la cabeza como para interrumpirme pero se contuvo. Se puso de pie y dio unos pasos. Se estrujaba las manos. Por fin, de un manotazo, cogió el crucifijo que colgaba sobre la cabecera de la cama, lo apretó contra su pecho y cayó de rodillas. Entre sollozos se puso a rezar.
Me marché muy impresionado sin atinar a nada. Regresé a las dos horas. Estaba dispuesto a insistir.
¿Era sincera, mi compasión? Desde luego; pero creo que muy potenciada por el afán de hurgar en las causas de su martirio.
Cuando llamé no respondió.
Abrí la puerta y lo encontré de rodillas, con el crucifijo apretado entre las manos, orando sin tregua. Le habían crecido las ojeras, sudaba. Me miró como desde el fondo de un pozo.
Empeñado en vencer su mutismo, esperé varios minutos a que dejara el crucifijo y comencé a hablarle. Me oyó en silencio, sin mirarme, de pie frente a la ventana. En un momento en que se detuvo, muy cerca de mí, le pregunté a boca de jarro cuál era su aflicción. Con una voz ronca, casi inaudible, me dijo que lo poseía el demonio.
Le rogué que me dijera cómo se le manifestaba.
Sollozó unos segundos, con la cabeza derrotada sobre el pecho.
—¡Dímelo! —exclamé cogiéndolo por los hombros y sacudiéndolo un poco.
Su cuerpo temblaba.
—Está aquí mismo —susurró.
—¿Cómo…?
—¡Que me ha vencido! —añadió, gritando casi, mientras me cogía de las mejillas y me besaba los labios con hambre.
Durante segundos, no pude impedir que aquella boca jadeante y temblorosa me besara en la cara, en los ojos, en el cuello, y que su cuerpo se apretara brutalmente contra el mío.
Mi compasión se convirtió en culpa, miedo, parálisis. Cuando por fin intenté apartarlo, él se me aferró del cuello. Tuve que darle un empujón y cayó sobre la cama, con ojos implorantes.
—¡No me dejes! ¡Ten piedad!
Al bajar de prisa los peldaños hacia el refectorio sentí muy estirada la piel de la cara, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Al otro día hablamos serenamente. Por el bien de ambos, acordamos guardar distancia. Un año después lo expulsaron por sodomita. Y yo, testigo del sincero amor a Dios de aquel desventurado, y de cuán honradamente había bregado durante años por salvarse, volví a pensar ese día que era inútil pretender la gracia con devoción y buenas obras. Dios, en sus designios insondables, marcaba con el dedo a sus elegidos.
No obstante, mientras no ingresé a los estudios superiores del seminario, mis criterios sobre la gracia no llegaron a preocuparme; pero al internarme de lleno en las sutilezas de la teología, me asaltaron algunas interrogantes.
Hubo algo más que contribuyó a mis dudas. Yo había llegado a superar en matemáticas al padre Latour. Como pedagogo de nivel secundario, él sólo había ahondado en ellas hasta donde le servían para su docencia. Pero a pesar de su buena cultura científica general, ya no era capaz de satisfacer mi avidez por las matemáticas puras.
Yo había hecho por mi cuenta todos los ejercicios propuestos en el Análisis matemático de Rey Pastor y había digerido un texto de geometría analítica. El propio padre Latour aconsejó que se me permitiera asistir a los cursos de matemática superior que se impartían en la Universidad de Córdoba. El día en que no supo qué responder a uno de mis comentarios sobre la vigencia de la notación de Leibnitz para las derivadas, que en su tiempo no había sido bien comprendida, declaró a sus superiores que él ya no podía enseñarme nada en el campo matemático.
A instancias del padre Latour, el prior del seminario había establecido contacto con el profesor Gustavo Forteza, un eminente matemático, católico, formado en Heidelberg, y que se había destacado también en el campo de la mecánica celeste. Forteza, atento a las recomendaciones del caso, había aceptado darme una clase semanal en su domicilio de Córdoba, la capital de la provincia. El día acordado, la camioneta del convento me llevaba a la ciudad y me traía de regreso. Durante las dos horas de clase, el hermano chofer realizaba las diligencias que se le encomendaban y luego pasaba a recogerme por el local de la Biblioteca Provincial, donde yo me quedaba esperándolo.
Un día en que Forteza no había podido darme más que una hora de clase porque le había surgido un compromiso, me recomendó hojear, entre otros textos, un tratado de Pascal sobre la cicloide. Pretendía hacerme conocer «la retórica» inherente a la exposición del pensamiento matemático post renacentista; y me prestó de su biblioteca un folleto encuadernado, escrito en un francés delicioso que de inmediato me cautivó. Era de una amenidad que en nada se parecía a la austera exposición de los matemáticos contemporáneos. Quise conocer datos sobre el autor, pero no los había en el folleto. Por la noche, en el convento, consulté la Enciclopedia Espasa-Calpe, y para mi sorpresa, comprendí que justamente Blas Pascal era el prodigio contra quien me pusiera en guardia el padre Latour. En efecto, muy niño aún, había deslumbrado a su padre, un distinguido matemático de Clermont-Ferrand, con la demostración improvisada de las proposiciones de Euclides; pero lo que más me llenó de zozobra fue el descubrir que el hereje Pascal también había otorgado al dogma de la gracia una importancia excepcional: afirmaba que ciertas verdades no pueden entrar en nosotros sino por una mediación superior, o de otro modo, que la fe es un don divino.
Por supuesto, ningún libro de aquel apóstata, seguidor del heresiarca Jansenius y detractor acérrimo de los jesuitas, estaba a disposición de los seminaristas; por mi parte, con gran reserva me las ingenié para leer, en mis ratos de espera, los Pensamientos y las Cartas provinciales.
En los estudios teológicos aún no habíamos abordado el dogma de la gracia, pero yo, costumbre que los jesuitas me toleraban, leía por anticipado, ampliaba todas las materias, y como siempre daba satisfacción en los cursos, se me dejaba consultar temas fuera de programa. Ellos tenían, entonces, grandes esperanzas en mí.
Mi confesor conocía de mis envidias, masturbaciones y otros pecadillos. Yo sólo confesaba aquello de lo que me sintiera culpable; pero nunca confesé lo que no me provocase un arrepentimiento sincero, por más que contraviniese el sentido muy general de los mandamientos.
Y así, durante varias semanas, leí clandestinamente a Pascal. Al principio lo hice por informarme, convencido de que los teólogos de la Orden, en cuanto yo los consultara, echarían por tierra sus razonamientos. Mis pocas armas teológicas de ese entonces no me permitían refutarlos por mí mismo. En el terreno de las matemáticas, en cambio, yo podía descartar muchas afirmaciones de Pascal, válidas en su tiempo pero obsoletas en el siglo XX. No obstante, me atraía el talento, la prosa campanuda, la deliciosa ironía con que Pascal, desde las posiciones jansenistas de Port-Royal, arremetía contra los jesuitas de su tiempo. Confieso que lo leía con placer, y aunque el tema de la gracia había llegado a preocuparme, descontaba que aquella polémica del siglo XVII carecería ya de eficacia en nuestros tiempos. Suponía que como en el campo físico-matemático, los progresos de la exégesis contemporánea plantearían el problema en términos muy diferentes.
Un día me decidí a exponer honradamente mis dudas al padre Grijalvo, profesor de teología en el seminario, seguro de que con irrebatibles silogismos me demostraría los errores de Pascal. Pero no fue así. Tras mirarme un rato cabeceando noes, inició una reprimenda eruptiva. Se le atropellaban las palabras. Nunca le había oído exponer con una sintaxis tan escabrosa. Tenía los mofletes encendidos y daba manotazos que casi me rozaban la cara. Sin responder a mi pregunta sentenció que yo era un hereje. Eso. Mis dislates sobre la gracia eran puro calvinismo.
Al otro día me llamó el prior y yo le confesé que durante un año había leído a Pascal. Aduje no haberme dejado influenciar por su doctrina. Además, confiaba en que los estudios teológicos me darían las armas para combatir por mí mismo a los enemigos de nuestra Orden.
«¡A los enemigos de nuestra Santa Madre Iglesia!» me interrumpió el prior, con un puñetazo sobre el pupitre.