Siendo que de muchos días atrás, venía yo dando orden en poner por obra la huida del Antonio, hice concierto con un pescador llamado Genaro, quien se avino a embarcarnos en su bajel de seis bancos y encaminarlo a la isla de Córcega. Dile trescientos ducados a buena cuenta y prometíle otros trescientos con la añadidura de dos corceles briosos, cuando él trajese finiquito de nuestro concierto. Y en llegando mi galera de Cartagena, fuile a buscar a Pozzuoli, que es un puertecillo del Golfo de Nápoles, y le acusé que de allí a la segunda noche se alistase para levar el ferro conmigo y un mi criado. Y en oyendo que no era yo solo sino dos personas, quiso el pescador conocer la causa de aquel designio mío; y no nada tardo en fingirme airado, repliquéle que quería estarle en el cargo de no andarse demasiadamente de curioso conmigo; y que en lo tocante al mi criado, ningún caballero español se andaba por el mundo adelante, sin tener quien atendiese a su aseo y regalo; y vez primera y última le declaraba que tenía prosupuesto de tomar venganza de un desaguisado que me hiciera un noble de Castilla, y declaréle muy al vivo que si se avenía a guardar nuestro concierto, se lo tuviese bien quedo, y desde ese punto más, no me enfadase con sus preguntas; pues donde no, tendría de volverme los trescientos ducados habidos en buena cuenta, y allí se las hubiese él con sus pecados.
Temeroso de no perder aquella ocasión de ganancia que le ofrecían sus guedejas, se avino Genaro a llevarnos a todos dos sin más preguntas. Y a la siguiente noche, cuando hube ahorrado al Antonio de sus prisiones, caminamos obra de media milla, hasta el mesón donde ya tenía aparejados los caballos y vestiduras; y de allí a poca pieza, llegamos al Coliseo de Pozzuoli donde nos aguardaba Genaro, quien nos guió por un sendero de cabras, fuera del Golfo, hasta una playa en mar dilatado, declarando que la tal marina la había escogido porque los españoles, desde el atalaya de Nápoles, no nos viesen alargarnos.
Llegado que hubimos a la sobredicha marina y arrendados los caballos a unas breñas, asió el Antonio del único saco que llevábamos por bagaje, y nos entramos a pie por la mojada arena, do luego vimos el batel atado a un grueso tronco derrotado en la orilla y hasta a ocho hombres que aguardaban a Genaro, listos para hacerse a lo largo. Dos mozos que después acá, vine a noticia ser hijos de Genaro, partiéronse con los caballos; y en el punto y sazón en que el barco comenzaba a decantarse de la ribera por las sesgas aguas, oyéronse cañones y campanas de alarma, que tocaban en Nápoles a rebato; y como yo viese luego que Genaro entraba en bureo con los otros y todos nos mirasen con gran desasosiego, eché mano de mis dos pistolas, paséle una al Antonio, y puesto de pie en el barco, con grandes voces, amenacé a los siete hombres porque remaran con ahínco y se hicieran luego, luego, a lo largo.
A los principios, bogaron con todo el denuedo que les ponía la vista de entrambas pistolas, cual si tuvieran alas en los remos; mas a cabo de poca pieza, acertó a soplar un viento Ábrego que nos vino pintiparado, y yo mandé que levantasen la palamenta y diesen vela; y así nos alargamos de suerte que en amaneciendo, ya no veíamos las costas de Italia.
El Antonio y yo habíamos quitado a los napolitanos sus puñales, que luego echamos al mar; y armados cada uno de espada y pistola, nos pusimos el uno a proa y el otro a popa, por dar orden en que no nos cogiesen de sobresalto. Al mediodía de ese primer día, llamé aparte a Genaro y le declaré la entera verdad de lo acaecido en Nápoles, porque tuviese así cuenta que en tan forzosa ocasión como estábamos el Antonio y yo, sería el contrariarnos muy en daño de los suyos; y siendo que era mi prosupuesto el de alcanzar las costas de Francia, si él nos hacía placer de guardar el secreto, yo le daría más trescientos ducados, con condición ahora de que nos fuésemos hasta el puerto de Marsella, y donde no, debía traslucírsele cuán de un sutil cabello colgarían las vidas de todos siete; y en sus ojos de gran temor y zozobra, vi distintamente que aquel hombre, a trueque de desembarcarnos luego, nos llevaría a Francia sin parar mientes en la recompensa.
Hasta ocho días nos tomó la travesía, y tuvimos suerte de que soplasen vientos prósperos, no corriesen tormentas y fuese el bajel sobremodo marinero. Por defender que no nos traicionasen, el Antonio y yo dormimos mal, casi no probamos de bocado, y nos estuvimos sin agua los dos postreros días. Cuando en amaneciendo el octavo, tuvimos lugar de desembarcar a obra de tres millas de Marsella, di a Genaro los trescientos ducados y el consentimiento de hacer aguada en un manantial que por allí hallamos, mandándole que se partiese luego hasta Niza, por el opuesto camino de Marsella, en quien nos entramos nosotros a la media mañana, sobre haber andado una entera hora con muy buen compás de pies.
En una banca troqué mis postreros mil y quinientos ducados por luises de oro, y nos fuimos a una casa de postas. Allí pagué treinta luises en prenda de dos caballos, y otros veinte por el uso que queríamos hacer dellos hasta París. Diéronme los contraseños para el canje de caballerías en el camino y una libranza para cobrar las prendas en la posta de término. Y así, picamos luego, sin más bagaje que mi saco, las pistolas, espadas, y mis bien herradas bolsas; de suerte que siendo cerca a la medianoche, a juzgar por la oscuridad y un silencio en que sólo se oía mayar a los gatos, nos entramos en la ciudad de Avignon tras haber cabalgado veinte leguas sin darnos punto de reposo, sino para trocar dos veces las caballerías.
Pasamos esa noche en la venta que era casa de postas y allí pedimos de yantar. El posadero nos aparejó una ensalada fiambre y un conejo albar que había dejado al rescoldo; y mucho suspendíme de ver al Antonio comer como persona atontada, tan aprisa que no se daba espacio de un bocado a otro, y los tragaba tamaños como nudos de suelta. A sus usos de galeote y a la hambre que hubimos de sustentar de Nápoles a Marsella, añadíase el que hubiésemos cabalgado a paso tirado, pues habíamos menester poner tierra en medio; y con ser que vimos el batel de Genaro partirse por la banda del Levante, camino de Niza, yo temía no se volviesen a Marsella por levantarnos de haberlos asaltado en Nápoles y forzado a traerlos a Francia, defendiendo así que al su retorno, los españoles no los tuviesen por mediadores de nuestra huida y culpantes del motín habido en el ergástulo; lo cual podía avenir, como alguien declarase en Pozzuoli que el batel de Genaro se había partido la misma noche de la escapada de los galeotes, a causa que soltar a los tales o socorrer negros fugitivos es crimen aborrecible y castigado en todas las naciones.
Había diez años que yo no topaba al Antonio y mucho suspendióme la gallardía de su cuerpo, que yo había conocido muy enteco, siendo que el vivir casi cuatro años en el duro ejercicio del remo, más el mucho sol, el bizcocho con vino y los bonísimos aires del mar, habíanle mudado la color de su piel, que de muy pálida y amojamada, habíale parado en morena y sobremodo reluciente. Mas no hay para que contar a su merced lo que él ya conoce, siendo que es marino y de los buenos; y tiene de perdonarme el escribir en veces además, pues ha dos años no hablo sino por señas, y es aquesta mi única suerte de alzar tantico el entredicho que me pusieron en la lengua, con habérmela cercenado.
Aquella noche, en que nos estuvimos vez primera a nuestras solas, aun bien que no habíamos pasado en nueve días ninguna plática donde nos diésemos relación de nuestras vidas, nos dormimos luego al punto y sin hablar en nada, pues estábamos con más sueño que lirones y la fatiga de la jornada nos pedía a entrambos más recompensa de lecho que de razones.
Yo había pedido al huésped que tuviese cuenta con despertarnos al alba, pues llevábamos harta prisa, y así hízolo puntualmente. Cambiados los contraseños, nos partimos a todo el galope de los caballos, pues nos dábamos a entender que en ciudad grande como París, hallaríamos más comodidad para ponernos en cobro; y así nos entramos en ella, de allí a doce días de cabalgata a paso tirado. Entregamos las bestias; hicimos manifiesta la cédula de la fianza; volviéronme los treinta luises, y nos salimos a buscar posada, que hallamos muy de nuestro grado, puesta cerca a Palacio, que allí llaman en la lengua francesa, con un nombre muy poco regio, el palacio de las fábricas de tejas o de las tejerías.
Entrando, miramos mucho en aquella famosa ciudad que veíamos vez primera, y alegráronsenos los espíritus de poder vivir a nuestras anchuras. A cabo de dos semanas de buen reposo y de comer manjares muy confortativos tres veces al día, amén de cortar la cólera otras dos, y de envasar los bonísimos vinos de esa tierra, el Antonio veíase más gallardo que de primero y andábase por la ciudad muy a su sabor, luciendo la librea de cendal que yo le comprara, con todos los bordados que allí van puestos.
Contóme que había caído preso, a causa que hiciera un grandísimo asalto; y cuando ya se veía a pique de perder las tragaderas, salieron con enviarlo a gurapas, como declarábamos en germanía a las galeras; y lleváronselo por término de diez años, que no otra cosa era, sino condenarlo a muerte civil. Y habría al pie de cuatro que andaba al remo, cuando cúpole en suerte venir a bogar en la misma galera en quien yo servía, a causa que un buen número de forzados había muerto en ella de una enfermedad pegadiza y hubieron de llenarse los bancos de otros cautivos españoles, turcos y berberiscos.
En París nos estuvimos mes y medio, dando lugar, una por una, a que el Antonio ganara un poco de palidez, pues lo tal habíasele antojado. Y allí fue el buen pasar y el reducírsenos a la memoria muchos acaecimientos de nuestra vida en España, y en darnos cordelejo al uso de los pícaros de la Andalucía, que yo casi había puesto en olvido. Tan buena gracia tenía el Antonio para contar historias, que a las veces yo había de apretarme las ijadas con los puños, por no reventar riendo. Y andábase el entero día alegre como una Pascua de Flores, como si se le hubiera pasado de la memoria el tiempo que estuvo al remo; y con velocísimo curso del ingenio, sabía hacer donaire de cualquier zarandaja que viera en las calles. Dormíamos las enteras mañanas, y por las noches nos íbamos con mujeres del partido.
Siendo que ni por pensamiento podía yo poner pie en Holanda y España, propuse en mí de partirme a Alemania, con las miras puestas en granjear patentes nuevas y pasar a Indias; y el Antonio, con ser que tenía tan grandísimas ganas de tornar a vivir en su tierra, me dijo que así pensaba volver a Cádiz como ver al Turco en persona; de suerte que se iría conmigo y allá se lo hubiera el Cielo, en lo que fuera servido de enviarle.
A esa sazón, que lo fue en la primavera del año de diez y siete, sobre la puente de otro palacio que llaman del Louvre, mataron a un italiano favorito de la reina madre, la cual lo había hecho con el título de Mariscal de Ancre, regente de su hijo Luis XIII; y en toda la ciudad nacieron ocasiones de encuentros armados y tumultos, de suerte que en tamaña zozobra, determiné de partirnos luego; y excuso ahora los detalles del viaje, por pagar a lo que más de veras nos va en esta confesión.
En bajando la costezuela de un val, cerca a la ciudad de Estrasburgo, que está puesta cabe la marca de Alemania, pasamos junto de un encinar, desde donde nos llegaron a deshora, sonidos de violines y salterios, y un como repique de panderos; y luego vimos ser un aduar donde festejaban, y de allí a poca pieza, unos gitanos se dieron cata de nuestra suspensión y acercáronse a convidarnos con cuernos de vino, mas no entendíamos lo que decían, siendo que después acá, vine en conocimiento de que eran zíngaros de la Hungría. Yo les hablé entonces en germanía de gitanos andaluces, mas no me entendieron ni palabra, hasta que un mozo nos hizo señal de que aguardáramos y entrándose en el rancho, pareció de allí a poco con otro, muy moreno, que frisaba con los cuarenta años; y con ése sí, pudimos platicar, y de presto nos dijimos contraseños de la gitanería andaluza, que yo me sabía de coro; y púsose el moreno alegre por todo extremo y pidió que le diésemos placer de apearnos y celebrar el encuentro.
Rafael, que así se llamaba el gitano, era un cuatrero cordobés, escapado había algunos años de la justicia catalana por el hurto de unos caballos, y que luego granjeara atravesar los Pirineos y ponerse en cobro del lado francés, donde después acá encontrara acaso con aquel aduar, y se había abarraganado con una zíngara. Y así, Rafael declaró a los suyos quién era yo, lo cual oyeron los otros con muestras de cortesía y comedimiento, y luego persuadieron y porfiaron más al vivo que de primero, porque nos entrásemos al aduar y partiéramos con ellos el festejo de unos desposorios que, como es sabido, los gitanos suelen dilatar varios días.
Rafael salió con ser un buen tocador de vihuela y a poco de estarnos allí, asió de una y pidió a los demás que le estuvieran atentos, pues iba a cantar aires de su tierra, en honor de nosotros. Y así púsose a tocar por la seguidila, y el Antonio y yo, a hacerle el contrapunto de palmas, de la forma como sólo las saben repicar los moros, andaluces y gitanos; lo cual le trajo al Antonio tanto regocijo y añoranza, que a poco llovíanle sobre las mejillas, lágrimas como de alquitara; y en acabando Rafael, yo también canté mis coplas que mucho alegraron a todos, y después acá, les tomó ganas de vernos bailar, lo cual no se dijo a tonto ni a sordo, pues el Antonio pidió que se tocara un son gaditano, se montó en una carreta, ¡y allí fue ello!; pues los zíngaros, que nunca vieran semejante baile, pero que mucho semejaba por el nervio y donaire a la forma como ellos bailan los suyos, quedaron suspendidos de admiración y andábanse los cuernos a la redonda, no nada ociosos y henchidos de un vino tan gordo y picante como los de Navarra, y aún dos deditos más, que en echándolo a pechos, mucho nos hacía al caso del cante y del baile. Y entre ellos había otros músicos regocijadores de la boda; y los gitanos bailaban por junto, sobre una carreta sin toldo ni zarzo, con muchas volteretas y zapateos; y después acá, montó una zíngara que bailó con muy buena gracia, acompañándose de unas sonajas.
Corría la alegría y saltaba el contento por el encinar; y ellos nos pidieron que no nos partiéramos hasta el término de la fiesta, lo cual ocurrió de allí a cuatro días. En el entretanto, nos vistieron con ropas de gitanos, y yo me colgué un arete, pues había años llevaba el hueco en la oreja, y así pasaron a tratarnos como a miembros de la tribu.
Al novio, hice regalo de una mula que traíamos de reata, y a todos embelesaba el que yo tuviera el hueco en la oreja y hablara con Rafael lengua de gitanos, y cantara como él, que es menester y ejercicio desviado de todo lo que hacen los mercaderes ricos, pues por tal habíanme tenido a los principios; y luego, luego, echaron de ver que mi profesión no podía ser sino la del embuste y el embeleco, cual es la dellos.
Y así, una zíngara que lo era de chapa, aun bien que algo mayor que yo, enamorada de mi rostro barbitaheño, me llevó al segundo día junto de un arroyo, y púsose a declararme razones en su jerigonza, que así las entendía yo como si hablara en turco; aunque bien alcanzaron que todas iban encaminadas a ofrecimientos y requiebros, que concluyeron con incitarme a comunicar con ella una necesidad que abrevio, por mirar al decoro; ¡y montas!, que lo hizo de forma bonísima y con tanto artificio, como yo jamás había catado ni entre gitanas, ni con mujeres de la casa llana, ni en parte alguna; de suerte que dio en enhechizarme como enhechizan los vicios, cuando señorean nuestra voluntad.
Quedé tan prendado, que a término de la fiesta, siendo que ella me pidiese seguir un trecho en su carreta, pues el aduar se partía otro día camino de Alemania, por la ribera del Rin, yo quise darle contento, que no otra cosa era sino darme ocasión y ocasiones de ser junto a ella, de quien salí en ese punto con enamorarme hasta los hígados; y allí dio el Antonio, cuando menos me cato, en decirme que mucho le enfadaba ya andarse por tierras donde no entendía la lengua, y que sobre ponderarlo algún tiempo, tenía determinado de morirse en Andalucía, y volver al su oficio de salteador y cuatrero, pues ya estaba tan usado a esa vida de peligros, que cualquiera otra parecíale de burlas; con la añadidura de que habiendo bailado en aquella boda, ya no podía contener el deseo de volver, siquiera una vez más en la vida, a bailar en su Cádiz. Y bien sabe Vuestra Merced ser los gaditanos aficionadísimos al baile; y que la suya, de luengos siglos acá, es conocida ser la más única tierra de bailadores que ha dado el mundo, siendo fama que en tiempos de Claudio, enterraron en Roma a una celebérrima bailadora gaditana, y como era el uso de la gentilidad, sobre su lápida pusieron: Sit tibi terra levis[3]; mas en pasando por su tumba el emperador, que le fuera aficionadísimo, ordenó que añadieran: Sicut super illam fuisti[4].
Di un socorrillo en luises de oro al Antonio, para que se acomodara de cabalgadura y otros atavíos más de camino, y no tuviese de hurtar por sustentarse en el viaje. Aconséjele que se reportara y no se pusiera a peligro de tropezar con ocasiones forzosas, y allí fue el despedirnos, con grandes abrazos, reiterándonos los ofrecimientos, como las leyes de nuestra amistad pedían; y concluido lo cual, fuese a la buena hora, con lágrimas en los ojos.
Anca, que así se llamaba la zíngara, era natural de Bohemia, pero habíase criado errante por toda Europa. Era viuda había poco y no quiso coger marido en el rancho, hasta que acertó a enamorarse de mí. Bailaba y tocaba el panderete como ninguna otra en el aduar, y debió de ser muy ducha en filtros de amor y sortilegios, pues cuanto más tiempo llevaba yo a su lado, menos quería decantarme della. A los principios, dime a entender que el seguir el aduar durante unos días, no sería sino holgarme en una vida desenfadada y en el hechizo de Anca, pero en llegando a Colonia, estaba yo tan prendado della, que le ofrecí matrimonio. Ella se avino luego, con tal condición que yo renunciara mi nombre y me pusiese bajo las leyes y estatutos del gitanismo; y no se dilató el casamiento, que lo fue a la zíngara, cumpliéndose todas las ceremonias en las que yo me estuve harto rumboso, en boato de regalos y convites.
No hace al caso referir cuál fuese mi vivienda en aquel rancho, ni guardo de los primeros meses della, sino el recuerdo de pecadillos ordinarios, hurtos, engañifas, y la concupiscencia aneja al estarme barragán de una gitana, lo cual me avenía vez segunda en la vida. Y en ese andar errabundo, estúveme sin propósito pero feliz y bien acoplado con los demás gitanos, y al cabo de algunos meses, tan usado a su lengua y costumbres, como si me hubiesen forjado en la misma turquesa que a ellos; hasta que a la primavera siguiente, cuando el aduar seguía el camino de Buda, cabe la ribera del Danubio, Anca salió con enamoriscarse de un gitano húngaro de otra tribu, que hacía camino contrario del nuestro, y con la cual partimos rancho y campo durante algunos días. En dándome cata de las que se traían, púseme asaz mal contento pero nada dije, pues ella habíame estado en el cargo de la confianza que yo debía hacer della; y había ya una semana que los otros se habían partido camino de Grecia, cuando ella me dijo que iba hasta la halda de una montaña vecina, en busca de hierbas para un brebaje; de lo cual no se me dio nada, por ser aquél uso ordinario de gitanas, cuyos cocimientos diz que sanan enfermedades, enamoran, o sirven para ver lo por venir; mas Anca no regresó a la tarde, ni a la noche, ni pareció nunca más, ni persona del rancho súpome dar razón della, por do colegí que debió de concertarse con el húngaro, y éste habríala aguardado cerca a nuestro aduar, para llevársela de coima consigo.
Viose en el rancho el mal caso en que yo había caído, y para la gitana vieja que criara a Anca, fueron aquellas nuevas, tártagos de muerte: comenzó a mesarse los cabellos y a arañarse el rostro, y a lamentar su infortunio a gritos, al modo de las endechaderas, y siendo que nadie fue poderoso a templar mi cólera, lancéme por esos andurriales adelante; y poco trecho habíame alongado del aduar, cuando encontré con una farándula. Luego, luego, vi ser aquella la conyuntura que había menester para disfrazarme, y así compré las ropas de un recitante que iba vestido de bojiganga, con muchos cascabeles; y a otro le compré un laúd y luego unos vestidos de gentilhombre, de los que son corrientes en la Hungría; y así, proveído de vestidos, quitéme los aretes y demás prendas de gitano, y andúveme de moharracho unos días, hasta alcanzar el aduar de los traidores, adonde no podía llegar con mi cara, pues en reconociéndome, echarían de ver que correría sangre; y los parientes dél darían orden en encubrirlo; y con ser que por las leyes del gitanismo, no podrían valerlo, si yo salía matador dél, me cobrarían su muerte. Y así estúveme dos días acechándolos, hasta que los cogí por sobresalto una noche, y los maté a puñaladas sin darles lugar a defensa. En una aldea, puesta a una milla del aduar, esperábame una mula muy andariega, que había comprado la víspera, y allí mudé ropas y di de espuelas luego al punto. Fue un crimen cobarde, que no cometería ningún gitano, pues ellos se vengan a lo raso, sin huir ni ocultarse, ni temer lo que luego no les avenga; pero yo, por defender que me mataran los parientes dél, determiné de apuñalarlos a secas y secretamente.
Concluida mi vida de gitano, tomé la derrota de Bohemia hacia el norte, y llegué a la hermosísima ciudad de Praga, a la sazón que los nobles bohemios, herejes seguidores de Juan Hus y desobedientes de bulas y pragmáticas, gritaban a voz en cuello su descontento contra el emperador alemán y rey de Bohemia, don Fernando II de Habsburgo, monarca catolicísimo si los hay, y absoluto como todos los Austria quien, siguiendo la tradición de su padre don Fernando I, nacido éste en Alcalá de Henares, vivía rodeado de consejeros y soldados españoles.
A poco de mi llegada, cúpome en suerte hacer camarada con un capitán extremeño, merced a una felice contingencia que no hace al caso referir, el cual concluyó en tomarme como su alférez, de suerte que así me quedé a hacer la compañía en Praga bajo su bandera; y ello aconteció obra de dos semanas antes de que los nobles bohemios se conjurasen para asaltar un palacio, de cuyas altísimas ventanas dieron en arrojar a la calle a algunos funcionarios imperiales, lo cual desató una guerra que según se me alcanza, no ha concluido aún todavía, y hace ya casi los diez años que se enfrentan católicos y calvinistas, no sólo de Alemania y Bohemia, sino también de Holanda, Francia, Inglaterra y Dinamarca.
Y allí, haciendo número de las mesnadas imperiales, cometí bellaquerías y crueldades contra los bohemios que, como las contase todas, montarían mucho más que los pecados que hasta aquí le he referido; mas con ocasión de que fueron en defensa de la fe católica, los capellanes de Su Alteza imperial nos absolvieron por junto, durante una misa de campo, como si fuésemos cruzados en Guerra Santa, lo cual me ahorra la fatiga de recordarlos, y a Vuestra Merced, la de venir a noticia dellos; y mucho habría que decir, en razón de si son legítimas o no las tales absoluciones, que no paran mientes en la sevicia y demasía de la soldadesca.
Por fin, en el año de mil y seiscientos y veinte, derrotamos completamente a la nobleza bohemia en las haldas de l aMontaña Blanca. En esa batalla, avínome bien que granjeara el favor de don Pedro de Vanegas, otro capitán español llegado de Alemania había poco, a quien, como derribasen malparado a las primeras del combate, yo acerté a cobrar; y a la fe que con más valor que industria, libré de una ocasión harto forzosa. Hicimos luego buena camarada y a poco, en el discurso de una plática, él vino a tratar en que un su tío gobernaba a la sazón, esta ciudad de San Cristóbal de La Habana. Yo vi luego ser aquella la coyuntura que esperaba para granjear nuevas patentes y pasar a Indias, como tenía prosupuesto a la sazón que topé a los zíngaros en Francia.
Y abrevio, señor licenciado, pues en los meses siguientes, no me avino cosa que de contar fuese; de suerte que a finales de ese mismo año de mil y seiscientos y veinte, presentéme en esta isla con los despachos dados por los funcionarios de Su Majestad don Fernando II, y con la carta muy elogiosa de mi persona, que me diera don Pedro de Vanegas para su tío, en partiéndome de Praga con la buena licencia de mi capitán. Y como los Austria eran tenidos por tan españoles como el que más, aquellas patentes me fiaban de todo en todo, y más trayendo por añadidura, la epístola con los encomios de don Pedro, por do se puede colegir que en esta ciudad de La Habana, ocho años ha, nadie tuviese cuenta con hacer experiencia de mis despachos, y creyesen indubitadamente cuanto dijera, y me diesen la bien llegada a todo ruedo. Mas lo que Vuestra Merced no sabe ni se imagina, es que el nombre con que puse pie en Praga y en esta isla después, fue el del alférez Hernán Díaz de Maldonado.