LA PUNTA DEL OVILLO

En cuanto le sirvieron su vongole, se anudó la servilleta al cuello, all’ uso nostro. Apuró un trago de Marsala. Con la cuchara en la izquierda y el tenedor en la derecha, aprisionó una urdimbre de spaghetti. ¡Tal venía urdido su destino! Los elevó sobre el plato hasta la altura del pecho. Dejó que escurrieran unas gotas de la salsa. Los enrolló con destreza hasta formar un ovillo. No podía saber que en ese momento había desenrollado completo el ovillo de su vida.

Cuando abría la boca sonó un tiro silenciado. La bala le entró por el occipital. Quedó con el rostro ladeado sobre el plato. Una mujer se desmayó y otra lanzó un grito.

El asesino, sin dignarse mirar a los lados, a cara descubierta, caminó sin prisa hasta la puerta donde lo esperaba un vehículo, en el que se marchó. Ninguno de los presentes lo conocía. En Il Vesubio, nunca había estado.

Colombo, Ceylán, 7 de enero de 1951

Querido padre Castelnuovo:

Ayer cumplí veinticinco años. Estuve hasta la madrugada oyendo historias de mineros y bebiendo gin con unos marinos galeses que trabajan en las máquinas del barco […]. Desde mi última carta, fechada en el Canadá, anduve algún tiempo embarcado en un buquecito pirata que navega con bandera liberiana, sin ruta fija. Uno nunca podía saber dónde iba a estar el barco en una fecha dada. Por eso no había vuelto a escribirle. Pero hace dos meses embarqué en el Northumberland, un buque inglés que me recogió en el puerto de Singapur, donde pasé un mes difícil por falta de dinero.

Del Lailaps tuve que desembarcarme en Vancouver. Un día, el capitán Dimitri me llamó a su camarote y me ofreció el puesto de mayordomo a bordo, más un capitalito en préstamo, para que yo pudiera enriquecerme a medias con él en el contrabando de la ruta. Adujo que como ya casi había aprendido el griego, sabía bien inglés y era un hombre preparado, podría desempeñarme con las vituallas y los suministros. Y anunció que en el Canadá formalizaríamos mi nuevo cargo; pero entrando a la bahía de Vancouver, me declaró su amor.

Pedí el desenganche. A eso le debo mi virginidad y los apuros que pasé con las autoridades canadienses. A los pocos días embarqué en el buque liberiano. Un horror: tripulación internacional, pendenciera, lumpen de mar. No quiero ni acordarme. Y luego, en una taberna de Singapur vinieron otra vez en mi ayuda las Musas del Helicón. El primer oficial del Northumberland, un irlandés con berretines clásicos, y por supuesto, católico, hizo buenas migas conmigo y compartimos un par de borracheras ilustradas, llenas de versos y citas en latín y griego. Enterado de mi situación, habló con el capitán y me consiguió una plaza de camarero, generalmente vedada a un latino. Para el dirty work y todo trabajo servil —salvo el de primera clase—, los británicos conchaban en sus buques a la gente del Commonwealth, en su mayoría malayos e hindúes.

Me siento muy bien aquí. Me pagan ocho libras semanales. Comparto el camarote con un árabe de Adén, hombre humilde, primitivamente cortés, a quien suelo encontrarme en oración, con el rostro hacia la Meca, arrodillado sobre una estera que guarda bajo el camastro. En ratos libres reza interminables rosarios de grandes cuentas de madera o lee el Corán. La unción primordial de este hombre que entrega a Dios todo minuto libre de su vida, me produce un efecto inquietante que aún no puedo definir.

El buque cubre la siguiente ruta; Shanghai, Hongkong, les, Marsella, Cádiz, Lisboa, Le Havre y Londres. En la lista adjunta, le remito las direcciones de las agencias navieras que nos atienden.

Llevo dos semanas a bordo. Ayer zarpamos de Calcutta. Durante los dos días que permanecimos en esa desventurada ciudad, recorrí sus calles con más asco que piedad. He ahí un pecado del que me acuso ante usted. No me lo puedo explicar. Quizá me esté alejando de Dios.

Hasta siempre,

Bernardo.

P.S.: Escríbame al Pireo. Estaremos allí hacia el 20 de enero.