Sentado en los bandines, viendo remar a una chusma de ciento y veinte galeotes y cuando menos me cato, al pasar mis ojos de corrida por los bancos, se detuvieron en el que estaba frontero del espaldar por la siniestra banda, do afanaba un gaditano que de luengos tiempos atrás fuera mi amigo a todo ruedo, ladrón señaladísimo y el más único bailarín que yo sabré encarecer de toda Andalucía. Llamábase Antonio y a cierta ocasión, sobre habernos dado juramento de amistad en una cofradía de salteadores, dio en sacarme las barbas del lodo, navaja en mano, cuando me hallaba a pique de que me echase el guante la Santa Hermandad. Avino que me hallaran desapercibido y sin disfraz en una venta do luego me conocieron como ladrón de caminos, pues así era la verdad, y había al pie de dos semanas que desvalijara a unos mercaderes toledanos en el camino real, cerca de Jerez de la Frontera, lo cual habría valido que me pelaran y desollaran o el remo de por vida, que a la sazón, por su corta suerte, empuñaba el buen Antonio.
En mis galas de alférez, el Antonio no hubiera podido conocerme, mas yo le volví las espaldas y nunca más torné a sentarme en la popa, temeroso no lo hiciese. Y desde ese día, allí fue el roerme y escarbarme la conciencia y el no poder dormir, levantándome yo mismo de traidor y fementido, cual lo es para mí, todo el que no se porte agradecido con quien lo haya socorrido en mala ventura; y ese precepto había guardado yo siempre con tanta fidelidad, como guarda Vuestra Merced la fe de Nuestro Señor Jesucristo.
Por apuñalar en mi defensa a un cuadrillero de la Santa Hermandad y estorbar no me prendiesen, fuera el Antonio a esa sazón condenado a morir en el tormento; y he de decir a Vuestra Merced y juro cierto, que el Antonio, pese a la villanería de su alcurnia y a lo mal acostumbrado de su vida, como muchos maleadores y algunos animales, era persona de tanta devoción y valentía, cual no la tienen buenos cristianos a la Santa Cruz y las banderas de Su Majestad.
Y así me estuve tres días, turbado de mis remordimientos, a causa que no hallaba cómo socorrerlo en secreto. Mas al fin determiné, que allá me viniere lo que me viniese, no faltaría a mi usanza de portarme agradecido con aquel a quien debía mi salud, y tendría cuenta ahora, por mirar con la suya y por consolar su infortunio.
El cómitre era un murciano muy estevado, llano de cogote, giboso, de unos cabellos bermejos y rebultados que tiraban a crines, y tenía los dientes negros y comidos de neguijón; y por vida mía que tenía la voz más desentonada y bronca que jamás he oído. Por su figura representaba un bárbaro disforme, y por su natural crueldad, era el más notado en toda la flota de Cartagena, siendo así que a ocasiones, azotaba además a los galeotes, sólo por holgarse de verlos padecer.
Si el cómitre no hubiese sido tal, cohecháralo yo porque dejase escapar al Antonio, mas tenía tragado que podía ahorrarme de esa fatiga, siendo que con él no había de usar de cohechos; y yo daba por cosa cierta que si lo tal le declaraba, a buen seguro me levantaría argumentos ante el capitán, ni tampoco érame manual pasar al Antonio limas a hurto, para que se cortase la cadena que lo amarraba al banco, pues la chusma convecina se daría cata dello, y el alboroto en que todos se pondrían a trueque de salvarse, haría que se descubriesen mis manejos.
Como todos los galeotes iban amarrados a una cadena maestra, el designio de ahorrar a cada uno parecióme inllevable, pero al cabo de tres días, sobre buscar por todos los medios que pude, determiné de poner por obra la única forma de ser quito de mi deuda con el Antonio y librarlo de sus prisiones.
De allí a obra de un mes, llegado que hubo nuestra galera al puerto de Nápoles y abatidas las tiendas, se fueron los galeotes en cadena, custodiados del cómitre y cinco arcabuceros al mando de un cabo, hasta un rancho puesto junto de la marina, y al que los napolitanos llaman el ergástulo, donde quedaba encadenada la chusma cuando la galera daba fondo en puerto; y a aquella sazón, no teníamos de zarpar el ferro hasta el tercio día venidero. Con los galeotes dormían también, en un camaranchón más alto, el cómitre y los seis hombres de la custodia. Y la medianoche sería por filo, cuando yo mismo desperté al cabo de escuadra y le di orden de irse con sus hombres a la galera, de donde regresaría con otros seis, por orden del capitán, lo cual en veces así mandaba, por estorbar que los de la guardia no se entrasen por las tabernas del puerto, o se fuesen con mujeres del partido. Y cuando todos seis se partieron en un esquife, volví al ergástulo y descargué un garrotazo en la cabeza del cómitre, que se vino al suelo sin acuerdo. Volvíme a los pasmados galeotes y mostréles las llaves de sus grilletes, que poco antes hurtara de donde el capitán de la galera guardaba con mucho encerramiento.
Pedíles que me estuviesen atentos y así díjeles que primero tenía de ahorrar a uno de los galeotes, mas si ellos guardaban compostura y silencio, luego, en yéndome, les entregaría las llaves para que todos pudiesen salvarse; y quedéles por añadidura en que yo mantendría lejos a los soldados, de suerte que la huida por junto aviniera sin tropiezos.
Dime luego a conocer al Antonio quien, en viéndome y reparando en mi rostro, confirmó ser yo el Cara de Ángel, como me decían algunos; mas no acertaba a llorar, a reír y a pasmarse, así de verme en atuendo de alférez, como de que yo saliera ahora con ser el medianero de su libertad, que él daba por perdida para siempre. Quitéle el grillete que lo amarraba a la cadena, hícelo ponerse las ropas del cómitre que aún seguía sin volver en su acuerdo, y le pedí que me siguiese, lo cual hizo no sin antes persignarse y degollar con mi daga, al que tantos azotes le había dado.
Había escogido yo aquella noche, sabedor de que sería sin luna; y cuando aún no había llegado el cabo con los cinco arcabuceros a la galera, que había soltado áncoras en el medio de la bahía, el Antonio y yo nos habíamos puesto ya en cobro, como se verá por lo que sigue en la siguiente jornada.
Hasta este punto, arrepiéntome de haber abandonado a mis dos hijos, de los que nunca he procurado venir a noticia, y de las casi sesenta muertes que, según supe después acá, avinieron aquella noche en estallando el motín de los galeotes; y a Vuestra Merced he de pedir perdón, a causa que por aquella parte que le toca de oír confesión, tiene de leer ésta, la máquina interminable de mis demasías.