Un mes después del secuestro de Lou, un oficial de la contrainteligencia militar soviética, agente de la CIA, provocó un revuelo en Langley: informó que Moscú había recibido unos microfilms, procedentes de un personaje de la ITT. El agente no había podido averiguar su nombre. Tampoco sabía por qué medios la información había transitado desde la ITT hasta la KGB. Aseguró, eso sí, que los microfilms se relacionaban con un moderno detector de submarinos atómicos.
Un alto funcionario de la CIA, a sueldo de la ITT, informó del caso a Gainsborough, quien pidió una inmediata reunión con el CEO. Al saberlo, Geneen se descompuso. Gainsborough advirtió, con cierto desagrado, que aquel hombre habitualmente tan seguro de sí, perdía el control por segundos. No podía ocultar su miedo. El primer síntoma fue que se puso a hablar atropelladamente. Una de sus incoherencias fue la de dar por confirmado lo que por el momento no eran sino vagas inquietudes.
—¿Para qué quiere Lou Capote una caja fuerte de esas proporciones en su casa? —y miró a Gainsborough como si acabara de concebir una sospecha que a nadie se la había ocurrido.
—¿Por qué motivos oculta la simple copia de un cuadro, dentro de dos cajas fuertes? ¿Y si lo del cuadro fuera sólo un pretexto para no mencionar algo inconfesable? ¿No será quizá ese algo, lo que verdaderamente atrajo a los ladrones?
Good Heavens! Le estaba repitiendo como suyas las conjeturas que él mismo le transmitiera unos días antes. ¿Estaría perdiendo facultades el CEO?
Geneen se paseaba por el despacho. Monologaba. Ese Capote pondría en graves aprietos a la ITT. ¡Cómo era posible que un miembro del Consejo de Dirección traficara con cuadros robados!
Fue inútil que Gainsborough tratara de decirle que por el momento, eran conjeturas suyas…
Geneen no lo oía.
Y si ese robo, por obra de los secuestradores o por cualquier circunstancia, se llegaba a destapar ante la opinión pública, mal parada quedaría la ITT…
Esa noche, mientras conducía de regreso a Yorktown, Gainsborough evocó la mirada fanática del CEO y sus palabras masticadas, casi con rabia:
—¡En este asunto, Tom, yo no quiero sorpresas! —le había reiterado tres veces durante la reunión.
Gainsborough nunca lo había visto tan alarmado, en una actitud tan poco elegante. Pero bien vistas las cosas, su alarma no carecía de fundamento. Casual o intencionadamente, Capote había propiciado que los microfilms de un top secret de la Marina norteamericana fuesen a parar a Moscú. Si las pruebas de eso llegaban a la Casa Blanca o al Pentágono, los gorilas de Langley apretarían a Capote hasta sacarle toda la verdad, incluso las tratativas de Fynn con la ITT, para construir el localizador a espaldas del gobierno. Realmente, el escándalo podía adquirir proporciones catastróficas.
Desde luego, era absurdo querer ver en Capote a un agente ruso; pero tal como estaban planteados los hechos…
Sí. Geneen tenía razón: en el supremo interés de la ITT, sólo había una solución. Una sola.
Ya con el pijama puesto, Gainsborough regresó al despacho, abrió su agenda y anotó: «Conseguir un plano detallado de Il Vesubio».