SEXTA JORNADA

Haciéndome toda suerte de prevenciones sobre el mucho tiento con que había de haberme, diome el Maestro en Cádiz una secretísima epístola para un caballero portugués de su parcialidad, pidiéndole me entregara un buen porqué de dineros que aqueste le guardaba; mas el sobredicho caballero hallábase a esa sazón en una casa de placer que tenía en lugar muy distante de Lisboa; y como apretase el tiempo, propuse de ahorrarme la embajada, cobrar a Eugenia de su encerramiento y partirnos luego, sin mirar en dineros; siendo así que yo tenía bastantísimos a pagar la monta del entero viaje hasta Amsterdam, y aún algunos meses de nuestro sustento en ella, donde daba por cosa cierta y sobremodo hacedera, que las agujas del Maestro granjearían luego amistades y hacienda con qué vivir él y su hija, sin ningún menoscabo ni estrecheza; amén de que me daba a entender que si el Maestro confiaba en cobrar sus dineros, el su amigo portugués podría enviárselos por medianería de los Espinosa o cualquier otra familia de las que tenían bancas en Amsterdam y Lisboa.

Y ahora abrevio, señor Licenciado, las menudencias de nuestro arribo, los abrazos y grandes cortesías del Maestro; como asimismo las razones que en esos días pasaron entre él y mí, y sus amargos comentos sobre el enfado de doña Inés, que poco hacen al caso.

A lo que creo, ya queda dicho en el progreso de esta confesión, que ni en Alcalá ni en Salamanca, ni en parte alguna había topado yo a persona tan razonada y discreta como el Maestro Alcocer, ni que tanto me acostumbrara a oírle decir verdad con palabras claras y significantes, que no admitían desmayo; siendo que a esa sazón, tal parecíanme todos sus juicios, sin importar el jaez y la sustancia en que tratasen. Entre sus muchas prendas, admirábale yo el uso humilde y oportuno que él hacía de sus conocimientos, pues a lo que se me alcanza, hase de usar de la sabiduría atentadamente, como de galas preciosísimas que no son de vestir a cada trinquete ni de traer a todo paso, sino cuando convenga y sea razón que se las vista.

Y así anduvo nuestra amistad y mi admiración por él, tan desenfadada y sincera, que nunca hubo lugar a que la ahogase o turbase la pesadumbre de la discordia; y sólo me pesó el no haber venido más presto en el conocimiento de su persona.

En Amsterdam, alojó el Maestro con su hija en casa de un anciano de venerable gravedad y presencia, gran privado suyo, de quien después acá, supe ser el inventor del catalejos y cuyo nombre se me pasa ahora de la memoria. En el entretanto, presentéme al mío tío Teodoro, el cual por su buena y añeja trata en el comercio de las especias y el café, había salido con ser uno de los principales en la Compañía de las Indias Orientales, de suerte que me fió para tomar estado en ella, pues habíame venido en voluntad tornarme marino, así por hacer nuevos usos en mi vida, como por conocer los reinos de la China y el Cipango, de quienes tantas maravillas se decían y escribían, como asimismo por otras causas que luego habré de declarar.

Durante los días que la tuve a mi cuidado, habíame enamorado de Eugenia, no tanto por su belleza, que no era poca, como por la vivacidad de su espíritu, y porque con ser todavía muy muchacha, y haberse criado entre sinabafas y holandas, habíame dado muestras de ser mujer de gran valentía y discreción durante aquella, nuestra peligrosa huida de Portugal. Maravillábame sobremodo su habla; y éralo de suerte que podía enamorar comunicada, porque tenía un tono de lengua portuguesa tan suave y cantarino, que se me entraba por los oídos en el alma.

Yo no le había declarado mi amor, ni osaba tomarme licencia de pedírsela al padre, pues él conocía mi vida; mas a la legua advertí que también ella me miraba con buenos ojos; y así determiné de hacer profesión con que ganar mi sustento sin sobresaltos de justicia, pues aún tenía edad para enmendar mi ventura y volverme digno della y de sus buenas partes: y siendo así que no era manco, ni renco, ni estropeado del entendimiento, miraría por acrecer mi hacienda en aquel oficio, pues es cosa harto averiguada que el mar da lugar de granjear dineros sin gastos, y ya me daba yo a entender que a los principios, la pobreza es enemiga del amor. De otra parte, había tiempo ya que comenzaba a enfadarme la vida estrecha de los pícaros y el mal gobierno que había tenido en el discurso de mi vida; y tenía por merced señaladísima, el haberme encontrado con el Maestro Juan y que de aquel encuentro naciera la ocasión de tanta amistad; y ya fuera por esto, o porque el Cielo fuese servido de disponer mi ventura en esa guisa, declaré al mi tío que yo había tenido que huir de España por renegar de los dogmas de la Iglesia Católica, y por haber socorrido a un sabio, prófugo de la Inquisición, lo cual teníase en Holanda mucho más a honra que a infamia. Don Juan usaba de mucha privanza con sabios conocidos en Amsterdam, que salían fiadores así de su sapiencia como de sus buenas obras, y él, de suyo, publicó que como no fuese por mí, su vida ya no sería; de suerte que como el mi tío vio ser verdad todo cuanto yo le declarase, él y sus hermanos me ayudaron a tomar estado en la Compañía, con tal condición que, desde ese punto más, me llamara Albrecht van den Vondel, en nombre del hijo del náufrago holandés, con el cual díjose haber casado mi madre.

Concluido que hube mi primer viaje al Oriente, estúveme un mes arreo en Amsterdam donde ya corría la fama del Maestro, pues por prodigios se tenían algunas curaciones que había hecho a personas de mucha principalidad; y como viese él cuán presto estaba yo en tomar por medio a la virtud, pidióme un día que le hiciera placer de oírle dos palabras, que fueron éstas: siendo que la suerte nos había juntado, con ocasión tan extrema y singular como la de nuestro primer encuentro, dando lugar a que nos conociésemos muy presto y en grande privanza, él daba por cosa cierta que seríamos amigos hasta el postrero día de su vida; pues siendo que era el más viejo, Natura se lo llevaría primero que a mí; y así, sin más ni más, usando de las prerrogativas que le daba nuestra amistad, declaróme que ya se había dado cata de que su Eugenia y yo nos mirábamos con buenos ojos; y como yo le confirmase ser así la verdad, él añadió que bien sabía no ser el mío aquel amor vulgar con que ya otros recuestaban la juventud y hermosura de su hija, sino el amor puro de quien mucho conocía de impurezas, lo cual complacíalo por todo extremo, de suerte que si yo había hecho prosupuesto de fundar familia y seguir vida honrada, a la mía quedaba el pedírsela cuando lo juzgare oportuno.

Y el que aquel hombre, que para mí representaba ser la flor y la nata de la bondad y de la humana sabiduría, me ofreciera a su hija del alma, llenóme otra vez el corazón de gratitud, y muy al vivo declaréle que si ella venía también en ese parecer, la diera luego, luego, por pedida.

Antes de desposarnos, hice otros dos viajes al Oriente: conocí las islas de Java, Sumatra, Borneo, las Molucas, y la tierra del Malabar. Navegaba con cargo de escribano y contador, y llevaba las partidas de pago, despachos y recibimientos de las mercaderías y en aquestos menesteres en que tan manual me fuera hurtar y cohechar, no acerté a cogerme un solo florín que no me lo hubiese ganado por mi trabajo. Y a la fe que cuando un pícaro como yo, de veintiséis años, se vuelve honrado, hace muchísima ventaja a los que lo han sido toda su vida, maguer le doblen la edad; pues aquél tiene por maestros y preceptores, a las muchas ocasiones forzosas de su existencia; y como no deje que críe moho su depabilado ingenio, éste será valedor de grandes venturas en cualquier oficio del que haga uso; y ni habrá truhán que lo burle, ni cohecho que no advierta, ni aventura que coja por sobresalto al que tiene vividas más que las de un libro de caballerías; por do se colige que a cabo de poco espacio, granjeara yo mucho predicamento con los principales de la Compañía; y ya fuera porque echasen de ver luego mi honradez y buen juicio, o ya les pluguiese que no hubiera yerros en mis partidas, o porque tuviesen en mucho la fianza de mis tíos, en regresando que regresara yo a Amsterdam de mi tercer viaje, determinaron de ponerme en la mayordomía de una de sus posesiones en la isla de Java, donde tenían grandes plantíos de especias; mas yo no me avine luego, siendo que el Maestro Alcocer, a quien hallé enfermo, me pidiese desde su lecho, con voz tremente y muy endeble, que le diera contento de aguardar su muerte, la que avendría de allí a pocos días; y es tanta la congoja que aún me saltea el alma, cuando recuerdo a aquel justo, maguer que herético varón, que más quiero callar el relato de sus últimos días y excusar las razones que entonces pasaron entre nosotros.

Al cabo de tres años de nuestra huida de Portugal, tuvieron lugar mis desposorios con Eugenia en Amberes y por ley calvinista, pues a ella y a mí se nos daba entonces un ardite de la fe y sólo nos curábamos de guardar las apariencias. De allí a poco nos partimos a Java, donde hube de ser, por dos años, un hombre de vida apacible y venturosa.

Diome Eugenia dos hijos, mas murió de sobreparto en naciendo el segundo; lo cual acaeció el día de la Santa Cruz, del año de mil y seiscientos y catorce. Quedéme solo con mis pequeñines, persuadido de ser nacido para blanco y tercero do toman su mira los dardos del infortunio; y allí fue el acongojarme, el maldecir de mi mala estrella y el determinar el no segundar nunca con otro matrimonio; y siendo que no había lugar de habérmelas solo con los niños, dilos al aya, una viuda holandesa a la que proveí de una gruesa dote para criarlos a todo cómodo y holgura, hasta tanto yo volviera por ellos, lo cual prometí cumplir en el punto y sazón en que encontrase con mujer que me los quisiera, sabedor de que nunca la buscaría.

Renunciado que hube al estado de mayordomo, entréme en el ejército de la Compañía, que lo tenía propio y tan poderoso como el de cualquier reino. Allí estuve combatiéndome durante dos enteros años, por la mayor parte contra piratas chinos y malabares, mas también contra españoles, a causa que la tregua sólo se guardaba en Europa.

Con ser que señoreaba yo la lengua holandesa como un nativo, todos cuantos comunicaran conmigo en esos años, tuviéronme por natural de Amberes, lo cual era verdad, pero nadie vino a noticia de mi vida en España.

El año que sucediera al de la muerte de Eugenia, caí herido en el combate en que los holandeses derrotaron a la flota española, cabe las costas de Malaca, por quien después acá, fueron los únicos en comerciar con los reinos de la China y el Cipango y otros del Oriente.

Grandemente me había distinguido yo en el ejercicio de las armas, pues estando como estaba la más desdichada criatura del mundo, y a los principios tan poco en mi seso, nada me iba en la vida y me combatía de modo tan osado, que todos miraban mi valor, de suerte que ese mismo año salí con ser capitán de una urca artillada de cuarenta cañones.

No era que yo me holgase en la vida de la soldadesca, pues a fe que no era la que más venía con mi gusto; pero el mucho afanar de las armas me ahorraba el pensar demasiadamente en mis desdichas y vivía dándome a entender que cuando menos me catase, hallaría ocasión de que me mataran, sin tener de hacerlo por mis manos; y pasado que hubo algún tiempo de la sobredicha batalla, en llegando que llegara nuestra flota al puerto francés del Havre, con un cargamento de especias y café, que embarcáramos en Java, el escribano de la nave que yo comandaba, halló forzados los cerrojos del arca en quien guardaba los dineros de la Compañía y de donde faltáronle tres talegos, repletos de perlas del Malabar que valían muchos miles de florines. Yo mandé al punto hacer cala y cata de toda la urca y abrir los fardos del cargamento, y aunque más escudriñamos palmo a palmo, los talegos no aparecieron por parte alguna.

El capitán general de la flota era uno de los Van den Foort, de Rotterdam, cuya familia, por querellas de mercaderes, llevaba una vieja enemistad con mis parientes; y había al pie de dos años, mi tío Teodoro había levantado argumentos contra el sobredicho general, publicando que éste había puesto algún dolo en su capitanía de la flota, por mirar más en el beneficio de su familia que en el común de la Compañía.

Habiendo dado fondo, pues, al atardecer de un día de invierno, en el puerto del Havre, y visto que no aparecieron las perlas, mandé que nadie saltase a tierra, y en un esquife híceme llevar a la nave capitana, por dar cuenta del mal suceso. El general oyóme con muestras de estar muy mal contento por lo avenido, y al punto determinó de irse conmigo a la urca; y pasado que hubimos, pidióme que lo dejara solo con el escribano en mi cabina, do se estuvo una buena pieza hablando con él. Luego, mandóle salir y pidióme que entrara yo; y allí, con muchas prevenciones y disculpas, dijo que en el entretanto que yo pasara a la nave capitana, alguien había declarado al escribano haberme visto entrar en su escritorio en el punto en que éste saliera dél, por hacer un cómputo de los fardos que teníamos de descargar en el Havre. Yo le declaré que el que tal hubiese dicho, era un fementido y embustero, pues ni por pensamiento había puesto yo los pies en el escritorio; y el general, haciendo oídos de mercader a mis protestas, predicóme que siendo mi cabina el único lugar de la entera urca do no se buscaran los talegos hurtados, yo mismo tenía de mandar el escrutinio en ella; pues donde no, esa misma persona que había puesto lenguas en los oídos del escribano, levantaría argumentos contra mí en Holanda; y en la Compañía darían en pensar que yo era un ladrón y que Van den Foort consentía en mis desmanes.

Y así, pelándome las barbas de la cólera, vime apretado de mostrar mi inocencia, de suerte que al cabo, al cabo, consentí con el escrutinio de mi cabina, mas a condición que sólo estuviesen presentes el general y el escribano, a causa que no quise más testigos de tamaña deshonra, y a lo tal se avino conforme Van den Foort.

En el entretanto que el escribano miraba y remiraba por todos los rincones y dentro de mis bagajes, yo di en pensar en la venganza que habría de tomar, como viniese a noticia del don hijo de la puta que osara ponerme en aquel trance; y cuando ya me daba a entender que concluía el escrutinio, el escribano acertó a desencajar una tabla de la pared que miraba al entrepuente; y allí parecieron los tres talegos. Con velocísimo curso de la imaginación, vi ser aquella, traza comunicada entre el general y el escribano; el uno por mostrarse en daño de los Van den Heede, que eran mis parientes y fiadores, y el otro, por tomar venganza del desabrimiento que yo le mostrara, siendo que por más que porfiase, nunca había granjeado conmigo la privanza que tuviera con el antecedente capitán de aquella urca y con quien, buen seguro, cohechaba a mano salva; y de esa suerte, habría venido en conocimiento del escondrijo de mi cabina; y así, en un daca las pajas, vi ser embuste que persona me levantase argumentos, sino perversa industria de entrambos; y todo ello, representóseme en el entendimiento, antes que el rostro del general mostrase su fingida sorpresa; y viendo luego al punto que nadie creería en mi inocencia, lo traspasé de una estocada al pecho, entretanto que con la siniestra mano di en poner mi pistola ante los ojos del escribano, con el advertimiento de que como no hiciese puntualmente lo que yo le mandare, se diese por muerto. Cogílo tan de sobresalto, que temió por su vida; y aquel su temor y vacilación perdiólo de todo en todo, pues sobre hacer que me volviera las espaldas, con ocasión de que le amarraría las manos, le segué la gola con una daga. Entrambos murieron sin tiempo de dar siquiera un suspiro; y yo cogí un saco donde puse los tres talegos de perlas, más otros cinco repletos de florines, que eran toda mi hacienda; y sacándolo de la cabina, mandé que dos marineros me lo embarcasen en un esquife. Abajéme luego al entrepuente, donde se hallaba el teniente, y le declaré que por orden del general se partiese con diez soldados y la mandadería de escudriñar la sentina tabla por tabla, pues el general tenía barruntos de que por ahí debía de estar oculto el robo; y luego mandé al alférez que mirase porque nadie molestara al general y al escribano, pues aquél quería poner muy por menudo, y negro sobre blanco, las contingencias del mal caso. A bordo del esquife, hice que los dos marineros remasen hacia donde estaba fondeado el patache. Era noche ya brumosa, y de las otras embarcaciones de la flota, persona pudo verme. Al alférez que comandaba el patache, mandé que diese vela por salir del puerto, a causa que tenía de llevar una embajada a La Haya, la que podía alcanzarse con buen viento a cabo de tres singladuras, en aquella, que siendo nuestra nave de aviso, era la más veloz de la entera flota. Y cuando ya nos habíamos alargado unas dos millas, aún todavía no se había oído el cañonazo de alarma que debían disparar en nuestra urca, cuando allí viniesen a noticia de las dos muertes y del robo que yo había cometido. Y en certificándome que nadie podría ya oír la alarma, ni darse barruntos de mi designio, me desvié aparte con el teniente y le mandé que se encaminase a Dover, adonde podríamos llegar en uno y medio días. Díjele que allí me desembarcaría yo para llevar unos despachos secretísimos a Londres, y que él debía seguir al mando del patache hasta La Haya, y dar razón a los principales de la Compañía, de que unos mercaderes franceses habían ofrecido en El Havre un subidísimo precio por todo el cargamento de café, que repletaba cuatro urcas arreas; y por lo tal, el general había determinado no mover la flota de ese puerto, hasta tanto el patache no retornase con las nuevas de Holanda; y que en pasando por el canal, debía de hacer, vez segunda, escala en Dover, do yo estaría aguardando para el regreso al Havre.

Di tan buen color a mi mentira, que el alférez, ni por pensamiento, acertó a darse barruntos de mi designio.

Ya tenía yo por prosupuesto de partirme a París y hacer allí lo que más puesto en mi conveniencia estuviere; pero quiso esta vez mi buena estrella, que el mismo día de mi llegada a Dover, se estuviese aparejando para zarpar el ferro una goleta genovesa, que se partía por el camino de las Españas. Cuando el capitán me dijo que haría escalas en Portsmouth y en Brest, sin pasar por el Havre, ofrecíle un talego con quinientos florines porque me llevase a Bilbao, a lo cual se avino al punto, declarándose muy servidor de mi persona.

Y así, a los doce días del mes de enero del año mil y seiscientos y diez y seis, torné a pisar tierra española. Nada me va en ello ahora, ni hace al caso desta confesión, el referir a Vuestra Merced las contingencias de mis primeros dos meses en España. Sólo me falta añadir que en la primavera del sobredicho año, empleando seis de los nueve mil ducados que montaron mis restantes talegos, granjeé cohechar a un caballero de mucho predicamento ante el duque de Lerma, quien me dio patentes con nombre de don Luis de Arboleda, donde se declaraba que yo venía de servir al Rey en Filipinas; y de esa suerte, siguiendo mi voltaria fortuna, o los designios del diablo que todo lo añasca, fuime a hacer la Compañía en Nápoles, donde de capitán holandés hube de volverme en alférez de arcabuceros, por Su Majestad don Felipe III.

Por lo que más adelante se sigue en esta confesión, echará de ver Vuestra Merced que de los dos primeros crímenes y el hurto referido en esta jornada, me arrepiento en mi cristiana conciencia de los mandamientos, pero a fuer de ser honrado, he de confesar también lo más grave, y es que de ellos ha vivido sosegado mi pecho. ¡Que dios en su infinita misericordia, se apiade de mi contumacia!