Gainsborough entró a las 21:40 y lo vio sentado a una mesa, conversando con un camarero.
Lou le había formulado la invitación por teléfono, a media mañana. Poco después había bajado personalmente a su despacho para entregarle el cheque, expedido por el Banco Lazard’s.
—Pensé que le tomaría más tiempo reunir tanto efectivo —había dicho Gainsborough, por decir algo.
Lou le explicó que sin ninguna dificultad, míster Rohatyn le había otorgado el préstamo, previa firma de una hipoteca inmobiliaria. Lou había pedido un millón doscientos; y con los ochenta y nueve mil que excedían del monto del rescate, tenía urgente necesidad de hablar en privado con míster Gainsborough. Por eso, si no tenía compromisos para esa noche, lo invitaba a cenar. ¿Le gustaba la comida italiana?
Ya en la mesa, ambos pidieron Campari.
Gainsborough elogió el buen gusto del local, donde se respiraba una atmósfera meridional, sobria y auténtica, sin camareros disfrazados ni pulpos folklóricos pintados en las paredes. El dueño, un gordo pequeño y calvo, de facciones delicadas y ojos muy vivaces, se acercó con efusivos ademanes a ofrecer sus respetos al signore Luigi.
Lou hizo la presentación:
—Il signore Nino Ammazzacane, míster Gainsborough…
Y alternando su inglés barriobajero con un pésimo toscano, Nino, juntando las manos, juntando luego los dedos de cada mano, se puso a reprochar a Luigi por dejar pasar tanto tiempo sin ir por Il Vesubio. Al saber que Lui iría esa noche, había mandado preparar una vongole.
Durante sus años en el Intelligence Service, Gainsborough había cumplido un par de misiones en Italia. Al final de la guerra estuvo tres meses en Nápoles. Y el ambiente del Vesubio le recordaba una trattoria del corso Umberto Primo, que solía frecuentar.
Enterado de que la vóngole era una salsa de almejas, la salsa preferida de Lou Capote, y que en todo New York no había lugar donde la preparasen mejor, míster Gainsborough también quiso probarla. Por supuesto.
—Okey, allora, due spaguetti alla vongole —ordenó Lou Capote. Y que Nino le sirviera su Marsala de siempre.
Gainsborough prefirió un Chianti rosso, y en la sonrisa aprobatoria de Ammazzacane, comprendió que aquel gordo napolitano, también despreciaba los vinos de Marsala. Había que ser siciliano para empujárselos.
—Extraño que un siciliano venga a este local…
—Sí, creo ser el único… El problema es que no hablo bien el dialecto y me da pena con los paisanos…
—¿…?
—Mi padre era abogado y tenía ciertas ínfulas…
—¿Lo obligaba a hablar italiano en la casa?
—Ecco —asintió Lou—. Y para sentirme siciliano siquiera en algo, en todas partes bebo Marsala.
Gainsborough prefirió no hacer comentarios. Paladeó otro sorbo de Campari y se mantuvo en silencio. Ya habían hecho suficientes digresiones. Quería que Capote le soltara de una vez el motivo de aquella invitación.
—Hoy a mediodía hablé con Henry Finn.
—¿Y…?
—Todo resuelto —dijo Lou—. Al principio se asustó un poco con lo del secuestro y el robo de los microfilms; pero luego aceptó que se perdieran con una inusitada mansedumbre. Hasta parecía aliviado, como si de antemano se hubiese arrepentido de habernos hecho su propuesta. Por ese lado, míster Geneen puede quedarse tranquilo. Problema resuelto.
Luego, durante un buen rato, Gainsborough le pidió detalles del secuestro. Lou hizo reiterado hincapié en que le habían preparado la trampa con gran astucia. Míster Gainsborough podía estar seguro de que cualquiera habría caído en ella. Disponían de una notable información no sólo sobre él, sino también sobre la historia del ajedrez en New York. Por eso, al principio, Lou había sospechado que los autores del secuestro fueran personas del ambiente ajedrecístico.
—¿Y lo ha descartado?
—No sé qué pensar, míster Gainsborough; hay detalles, combinaciones, previsiones que tomaron, propias de un ajedrecista, como la de usar el nombre de Cristopher B. Maxwell…
En eso llegó la vóngole y Lou hizo una pausa mientras el camarero servía.
—¡Mmm, excelente! —dijo sinceramente Gainsborough, tras el primer bocado.
Capote no estaba interesado en seguir hablando de comida.
—El tal Maxwell existió y fue amigo de Capablanca. Y en efecto, cuando vivía en New York tuvo un manor…
—Sí —dijo Gainsborough interesado—; sería muy sorprendente que si no fueran del ambiente, pudiesen manejar esa información.
—Sin embargo, yo sé que detrás de todo esto está Rita, mi segunda esposa, que nada tiene que ver con el ajedrez.
La noche precedente, Lou se había decidido por fin a mencionar el robo del cuadro, pero sin explicar su verdadera función.
En eso, Nino Ammazzacane llegó a interesarse por la calidad de la salsa. ¿Estaba buona?
Gainsborough reconoció que tenía mucho encanto; sobre todo un amargo aromático que le traía sabores de su infancia en la India. Se alegró de haberla descubierto. Volvería por Il Vesubio.
—Tante grazie; sono contento, go ahead, please…
En cuanto Nino se alejó, Lou adelantó un poco la cabeza y bajó el volumen al mínimo audible:
—En la nota que me pasaron bajo la puerta el día del secuestro, no sólo me pidieron las claves de la caja fuerte, sino también la combinación de una recámara destinada exclusivamente a guardar un cuadro.
—¿Un cuadro?
—Sí, un cuadro, Il transito de la Vergine del Mantegna. Hasta el nombre sabían.
—¿Un original?
—No, una copia; y nadie en el mundo, míster Gainsborough; nadie excepto Rita y yo, tuvo conocimiento de que en esa recámara se guardaba un cuadro.
—Ésa es entonces una pista…
—Eso mismo he pensado, y por eso quiero que me ayude…
—Si me es posible, cuente conmigo.
—Como le dije esta mañana, pedí un préstamo por un millón doscientos; y lo hice con la idea de destinar algún dinero, digamos cincuenta mil, para un detective que me siga esa pista. ¿Puede usted conectarme con alguien de su confianza, que acepte el trabajo?
—Veo que usted no sólo es siciliano en lo del Marsala —comentó Gainsborough sonriente.
—Exactamente, míster Gainsborough —dijo Lou, con gesto de rabia—. No se imagina con qué gusto me vengaría de los que están atrás de esto.
—Bien —dijo Gainsborough, doblando su servilleta—. En su caso yo haría lo mismo. Me ocuparé de encontrarle a alguien.
Era lógico que un siciliano burlado y robado quisiera vengarse. Gainsborough procuraría ayudarlo. Lo que no era lógico ni cabía en la cabeza de nadie, era que ese siciliano guardara la simple copia de un cuadro, dentro de una caja fuerte que estaba dentro de otra caja fuerte. ¡Eso y no otra cosa era lo que había atraído a los secuestradores a su casa! Y que Gainsborough supiera, ningún delincuente a punto de ganarse más de un millón de dólares, correría semejante riesgo por una copia. Ése tenía que ser un original; y si lo guardaba con tanto celo y ocultamiento, era seguramente un cuadro robado. O bien, lo del cuadro era sólo un pretexto para no confesarle que guardaba otra cosa… Sí, sí, algo que merecía el riesgo corrido por los secuestradores. Otra cosa que Lou Capote no quería mencionar y cuyo rescate le interesaba tanto, que estaba dispuesto a pagar una suma considerable por dar con la pista de los ladrones.
Charles Price se ganaría un buen dinero en este job. Y seguro se pondría contento de seguir la pista a los secuestradores. Después del paseíto y baño que le dieran en Bogotá, él también les había cogido tirria.