1949-1950

La muerte de Mosquera fue instantánea. Me detuvieron para interrogarme. Luego me soltaron, gracias a las declaraciones de los testigos. Todos estaban convencidos de mi inocencia. Todos menos Graciela y yo.

La mala conciencia me llevó hasta Paysandú a buscar alivio con el padre Castelnuovo.

Primero le confesé mi lance con Tita. Luego, tras referirle los antecedentes, me acusé del asesinato de Mosquera.

Él reaccionó con furia: no; yo no era un asesino; pero era un perverso. ¿Cómo llamar a quien provoca la muerte de un hombre por celos carnales? Y adulterar con la mujer, y en la propia casa de un hombre que me había protegido desde la infancia, era un pecado execrable. Era violar la hospitalidad. ¿Por qué me había apartado tanto de Dios? Él era el primero en oponerse a una interpretación literal del Decálogo; pero no había que ser Torquemada para acusarme de transgredirlo en su esencia.

Cuando regresé de Paysandú no pude trabajar. Graciela me evitaba. A veces yo sorprendía en su mirada un temor esquivo. Me sentí muy solo. No me atreví a rezar. Necesitaba flagelarme. Y me impuse el destierro.

En una breve carta me despedí de Graciela y la autoricé a disponer de mis cosas. Y esa misma noche, a las diez en punto, zarpé rumbo a Buenos Aires.

Carlos:

Mi autoexilio en Buenos Aires está narrado con exceso de pormenores. Lo importante es quizá consignar que, víctima de un fuerte sentimiento de culpa por la muerte de Mosquera, caí en una depresión de varios meses, al punto de convertirme en un paria andrajoso y luego en vendedor de enciclopedias, puerta por puerta. Sólo me interesa referir las circunstancias que iniciaron mi vida de viajero.

[…] Y uno de esos días en que andaba con el cuerpo caliente, en mis preámbulos, entré al Partenón, una taberna del Retiro adonde acudía la marinería griega. Me gustó el ambiente y volví por allí con frecuencia. El dueño era un cretense que bebía salvia de la mañana a la noche, y a diario, en algún momento de sus borracheras, proclamaba a gritos: «¡Aquí durmió Onassis!», señalando con un dedo tembloroso un hueco, bajo el mostrador. Según su crónica, allí se habría refugiado el futuro magnate en los días accidentados de su arribo a Buenos Aires.

Uno de los habitués era el capitán Nicolaos, que narraba sus aventuras en los siete mares. El cretense me dijo un día que Nicolaos nunca había sido capitán, y que contaba puras mentiras. Pero yo oía, con admiración e indulgencia, las mentiras de aquel viejo, en su pésimo español, que a veces le propiciaba imágenes disparatadamente bellas. Otras, me encandilaba el tono apocalíptico que solía adoptar. «¿Qué es lo más hermoso?», preguntaba tonitruante, alzando las cejas y apretándose el bigote con las manos. Y tras una pausa espectacular, obsequiaba su respuesta a los demás parroquianos: «¡La luz!».

Entonado por la salvia, aunque sus relatos transcurrieran en regiones hiperbóreas, yo veía blanquear mármoles y encresparse las aguas egeas. Él me había tomado aprecio. Gustaba presentarme a sus compatriotas como un fenómeno que había leído a Platón y Aristóteles en griego clásico. Durante mis dos últimos años en Nazareth, yo me había familiarizado bastante con la koiné de los Septuaginta, y algo conseguía descifrar de aquellas conversaciones en dialectos modernos.

Y tras una noche de amor, salido de un cabaretucho de la calle 25 de Mayo, me aparecí por el Partenón, tarde ya. Llevaba unas cuantas copas encima. Nicolaos me llamó a su mesa, que compartía con el capitán Dimitri y dos paisanos suyos de la isla de Paros. Estaban bastante entonados y cantaban a coro. Yo me puse a acompañarlos y luego bailé abrazado de Nicolaos y Dimitri. Eché discursos, me subí a una mesa y brindé por Homero y Arquíloco de Paros. La borrachera me dio por recitar algunas tiradas de la Ilíada, que sabía de memoria. Cuando terminé, Nicolaos me abrazó con lágrimas; y Dimitri me dijo de pronto: «Vente con nosotros». Le pregunté adónde. «Al Canadá», me dijo.

Esa misma mañana, a las diez, zarpé en el Lailaps con destino a Vancouver, por la ruta del estrecho de Magallanes. Me enrolaron como pinche de cocina.