ESCOPTOFILIA PRÁCTICA

A los cinco años de edad Luigi Capone se había enamorado de su prima Assunta, seis años mayor que él. Cuando su mamá la traía de visita a Caltanissetta, jugaban en un granero. Jugaban a las caricias. Primero él tenía que cerrar los ojitos para que ella le mordiera suavemente los labios. Luego él sacaba la lengüita para que ella la chupara como un caramelo. Y cuando Luigi se bajaba sus pantalones para jugar al cañoncito pum pum, ella se lo ponía duro con caricias y besitos. Y la parte más linda era cuando Assunta lo invitaba a que le pusiera un dedo en la cuevita, luego dos, luego tres; y le enseñaba cómo tenía que frotarle la cuevita. Y entonces, la bellísima Assunta se ponía todavía más bella: los pómulos se le llenaban de rubor y no había en el mundo ojos azules que miraran tan lindo. Y al recordar aquella imagen su cañoncito se levantaba solo y volvía a apuntar al cielo pum pum, y todas las noches el pequeño Luigi rogaba a Dios que la tía Elena viniese con Assunta de visita, porque Assunta era más bella que los ángeles pintados en la iglesia y que la madonna suspendida sobre la cama de su padre.

Cuando Luigi aprendió a masturbarse se inspiraba siempre en el fervor y gratitud que expresaba aquel rostro amado en el instante de sentir sus dedos. Fue la única visión que lo acompañara en sus encogidas soledades. Y cuando años más tarde el tío le costeara sus primeros lances con prostitutas, no pudo ejercer como hombre. Aquellas caras inexpresivas, las voces roncas, el aliento a tabaco, la sordidez de los encuentros en aquella casita que Giácomo utilizaba para sus propias travesuras, lo asquearon.

Luigi había quedado huérfano de padre y madre a los doce años. Al viejo se lo acuchillaron a la vista. Lo vio caer y desangrarse. Un tío materno, Giácomo Puttaturo, emigrado a los Estados Unidos y cuya mujer no le paría hijos, pidió que se lo enviaran para educarlo. Luigi llegó a New York en el 37. El tío lo saludó desde los muelles. Lo sacó por el aire de familia. Hubo lágrimas, palmoteo de hombros, bofetones de cariño, bravo, va bene, ya estaba en América, que no mirara in dietro. Lo pasado, pisado.

El tío Giácomo, radicado en Los Ángeles, comenzaba a hacer fortuna. Era un hombre inteligente y honrado. Al principio, en los años veinte, y hasta después del crack, había tenido que trabajar duro para abrirse camino; pero tres años después del arribo de Luigi, su pequeño taller de tejidos, con sólo atender los pedidos de calcetines que le hacía la US Army, creció, creció, siguió creciendo. En el 43 Giácomo era dueño de dos fábricas.

Luigi recibió el trato del hijo que Giácomo no pudo tener. Fue obediente y buen estudiante; pero nunca abandonó el aire triste y el retraimiento con que llegara de Sicilia. Era demasiado introvertido. De niño no tuvo amigos de su edad. Además era colérico y fuerte. En el high school se hizo respetar desde el primer día. Al principio lo distanciaba el idioma, pero cuando pudo hablarlo sin acento se mantuvo igualmente apartado. A los quince años se apasionó por el ajedrez y eso lo llevó a frecuentar muchachos mayores, pero siempre a distancia. En ratos libres estudiaba ajedrez. Muy joven inició una biblioteca ajedrecística que con los años llegaría a ser importante.

En 1944 ingresó en la Universidad de Berkeley. Un par de años antes su tío se había ocupado de obtenerle una partida de nacimiento en Caltanissetta, sobre la que luego hizo alterar la N del apellido Capone, para convertirla en una T. Se había propuesto exonerar al sobrino de toda homonimia con Alfonso Capone. Giácomo le explicó que para su futura vida profesional, el apellido de un célebre literato estadunidense sería más apropiado que el de un deplorable capo camorrista napolitano.

Ya en Berkeley Luigi se ocupó de que lo llamaran Louis, que luego se convirtió en Lou. Y desde 1950 ya firmaba sus cheques como Lou Capote.

Graduado en Administración de Empresas, ingresó a la ITT en Los Ángeles. Por esa época conoció a Fanny, una adolescente de origen polaco. Fue un domingo, en misa. Su perfil le recordó el de Assunta. Días después, tendida sobre la grama, ella lo instó a que la poseyera. Pese al intenso besuqueo Lou no lograba excitarse. Desesperado de impotencia le desgarró el uniforme. De un tirón le hizo saltar varios botones; y sólo en ese momento sintió la erección. La amó a la luz del poniente. Y ella pidiéndole más, más, mordiéndolo, gimiendo, sonriendo. En aquel instante irrepetible, el contraste entre la beatitud del rostro y la húmeda animalidad del sexo le produjo su primer éxtasis. Fanny le enterró las uñas en los hombros y su vientre comenzó a golpearlo con espasmos brutales. Y sobre el césped del parque, mientras se le iba la vida a borbotones vio un aura azulosa que orlaba el perfil serenísimo de Fanny, enmarcado entre sus brazos.

Hasta que conociera a Fanny, Lou nunca había vuelto a tener contacto con mujeres. Salvo de perfil, Fanny no se parecía a Assunta. Era mucho más clara. Al verla en la misa, cubierta con el velo, admiró su belleza nórdica y sintió deseos de ella. La asedió tímidamente. Él era bien parecido: perfil clásico, enormes ojos negros, cejas gordas y pobladas, pelo ensortijado, boca jugosa, barbilla partida, piel muy blanca de mejillas sonrosadas. Ella tenía diecisiete. Él veinticuatro, un título universitario y un carro del año. Fue ella quien tomó la iniciativa y se hicieron novios.

Assunta se había metido a monja cuando Luigi tenía once años. Pero la última vez ella no vestía aún el hábito de las esposas de Cristo, sino el deprimente uniforme negro de las candidatas al noviciado. Luigi había sentido odio y celos. ¿Por qué el Señor le robaba a su amada? ¿Por qué la vestía tan feo?

Por propia decisión, con Fanny no volvió a tener relaciones hasta que se casaron. La noche nupcial fue un fracaso. Y también la siguiente. Durante casi una semana fracasaron todos sus intentos. No conseguía erección. Ambos estaban consternados. Providencialmente, en casa de los padres de Fanny, Luigi vio un uniforme de los que ella usara. Y se sintió excitado. Le pidió que se lo pusiera. Desde aquella alcoba se veía caer el sol sobre el Pacífico. Lou volvió a romperle el uniforme y fueron felices por segunda vez. Por salir del paso Fanny aceptó cargar una maleta con seis uniformes y se fueron unos días a un hotel de Pasadena. Cuando Lou acabó con el último uniforme tuvieron que regresar.

El matrimonio sólo duró dos meses. La separación le dejó una llaga profunda. Fue ella quien lo abandonó. Le dijo que era un anormal pervertido; que estaba aburrida de vivir con un tipo que para hacer el amor tenía que vestirla de colegiala.

Fanny había tolerado los primeros destrozos sin saber qué pensar; pero su hermana mayor le explicó que Lou era un fetichista, anormalidad que podía adquirir con el tiempo rasgos mucho más aberrantes; y le aconsejó el divorcio.

Lou consultó con un psiquiatra que prescribió, como primera medida, mandar hacer algunos uniformes y ensayar con prostitutas.

La cosa funcionó bastante bien.

Desgarrando los uniformes, lograba excitarse. Luego hacía que las mujeres se mantuvieran calladas, cerraba los ojos, y si lograba figurar el rostro de Fanny en el instante aquel, todo le salía bien. El médico le explicó entonces que su fijación con los uniformes provenía del trauma infantil que le generó la separación de Assunta, cuando la metieron a monja. Ella lo había abandonado para hacerse esposa de Cristo. Y el desgarrar los uniformes representaba, como simbolismo onírico, despojarla de sus hábitos, recuperarla. Y finalmente, el perfil de Fanny en el momento de su orgasmo, había sustituido a la imagen de Assunta en el mecanismo de su libido.

Todo estaba claro, según el psiquiatra. Como segundo paso del tratamiento, le recetó variar los uniformes: que se mandara hacer varios, de diferentes tipos; y que ninguno se pareciera al modelo de Fanny. Y debía continuar los ensayos con call girls.

Al cabo de un par de meses el psiquiatra comprobó satisfecho los progresos de Lou. Por lo menos su fijación no se limitaría ya al modelo de Fanny. Prescribió entonces el tercer paso: tratar de hacer las cosas sin romper los uniformes.

Al principio Lou no podía contenerse; por lo menos tenía que romperles una manga, el cuellito; pero con la práctica superó también esa etapa. Llegó a excitarse de sólo verlas hacer el striptease del uniforme; pero era indispensable que debajo estuvieran completamente desnudas.

Consiguió un apartamento en Long Beach. Después que las mujeres le provocaban una media erección al quitarse el uniforme les pedía inmovilidad y silencio. Las hacía volverse, so pretexto de besarles la espalda. Entonces cerraba los ojos e invocaba la imagen orgásmica de Fanny hasta lograr la erección completa. Pero era siempre una aventura riesgosa a la que solía llegar con miedo. El fracaso representaba dolor de cabeza, depresión, furia a veces, cuando un ruido o movimiento imprevisto de la muchacha le ahuyentaba la imagen de Fanny. Entonces tenía que reprimirse para no golpearla.

El médico le explicó que si bien avanzaba mucho en la curación de su fetichismo, parecían haberse acentuado compensatoriamente ciertos rasgos de escoptofilia. Un escoptofílico, paciente suyo, se excitaba con el rosicler jaspeado que obtenía al colocar los glúteos de su mujer bajo una lámpara de ultravioletas. Sin ese tono, las mejores nalgas del mundo lo dejaban frío. Y en la escoptofilia de Lou, el perfil evocado de Fanny actuaba como estímulo visual. De todos maneras, mientras aquello contribuyera a reducir su fetichismo, bienvenida la escoptofilia. El médico comprendía, por supuesto, que el esfuerzo mental debía ser extenuativo. ¿No podría obtener una foto de Fanny?

No, él ya lo había intentado. De nada le serviría si el rostro de Fanny no le ofrecía la expresión de aquel orgasmo en el parque de los fresnos.

Según el psiquiatra, el cuarto paso, que lo acercaría a las fronteras de la normalidad, demandaba repetir la misma escena pero sin valerse de los uniformes.

El resultado fue catastrófico.

Fracasó en tres intentos consecutivos e hizo una peligrosa derivación hacia la violencia. A una de las mujeres que por no llevar uniforme no lograba producirle la necesaria turgencia, le hizo trizas el vestido y le propinó un severo castigo de mordiscos y puñetazos. Y Lou Capote, hombre realista, comprendió que ya nunca podría prescindir de los uniformes. Prefirió prescindir del psiquiatra. Tenía treinta años.

Durante mucho tiempo se abstuvo de mujeres. Se satisfacía solo. Para masturbarse desvestía un maniquí uniformado y evocaba el rostro de Fanny.

Lou había comprado una casa de tres pisos en Long Island, adquisición muy favorable, gracias a sus habilidades para el insider trading. Originariamente la casa había sido garito y agencia de apuestas hípicas. Los tahúres que la construyeran habían instalado en el piso de arriba una caja de seguridad, oculta tras un librero corredizo. En ella cabía un hombre alto de pie. Adentro formaba una habitación rectangular de tres metros por cuatro, con numerosos cofres interiores de diverso tamaño. Al vender la casa, los dueños trataron de sacarle algo por aquel bunker. Lou supuso que alguna vez lo habrían usado como escondite en casos de allanamiento. Y no quiso dar un centavo por algo que no le ofrecía utilidad. Se quejó de que para ganar ese espacio tendría quesacarlayesorepresentabaromperparedesyvolveraconstruir. Al contrario, ellos debían rebajarle el precio. Y así consiguió que se la dejaran sin costo. Por su parte, Lou pensó que si algún día, sin prisa, daba con el comprador adecuado, aquel bunker podía valorizarle la propiedad y optó por no desmontarlo. Lo destinó a guardar el maniquí de sus masturbaciones, más un surtido de uniformes, para que su ama de llaves no diera con ellos. Y poco a poco descubrió que el desnudarse en aquella caja, el encierro, el hecho de que nadie pudiera imaginar lo que ocurría adentro, potenciaba su capacidad de excitarse. Y para masturbarse con comodidad había instalado un diván adentro.

En 1967, durante una prolongada estancia de negocios en Madrid, Lou visitó el Museo del Prado; y en una de las salas se detuvo ante El tránsito de la Virgen, un fresco de Mantegna. Un minuto después tuvo la erección más repentina de su vida. La Virgen tenía el rostro de Fanny en el instante del orgasmo. Era exactamente la expresión que él se forjaba con los ojos cerrados. Tuvo que salir de la sala y sentarse un rato. Y cuando volvió a mirar el cuadro le ocurrió lo mismo. Le ocurrió varias veces.

De inmediato, a un alto precio, mandó copiarla a uno de los restauradores del propio museo. Demoró para ello su estancia en Madrid casi diez días. Pero la copia no le funcionó. El maestro se había acercado mucho al original. Quizá un ojo profano los habría confundido. Pero había algo con lo que el pintor no daba: una pincelada de más o de menos; pero en ese algo inatrapable se ocultaba la magia que viera Lou en el rostro de Fanny y en el original del Mantegna.

Lou no se desanimó. Completó el pago de la copia y mandó hacer otra. En el término de cuatro meses el pintor le hizo tres copias más y se las envió a los Estados Unidos. Pero sólo en la última, acertó con lo que Lou quería ver. Ya no tuvo dudas: era como si hubiese comprado el original del Mantegna. Se lo certificaban a gritos sus testículos.

Sin embargo, los trastornos del carácter no le estorbaron su carrera. En el 55, al morir repentinamente el tío Giácomo Puttaturo, la tía Teresa decidió repartir su fortuna en vida. Hubo catorce herederos, casi todos residentes en Sicilia. A Lou le tocaron algunas propiedades, por valor de trescientos ochenta y cinco mil dólares. Las vendió de inmediato y con dinero en mano y su habilidad, hizo notables operaciones personales.

En el 63, cuando ya llevaba once años en la empresa, poseía bienes por más de dos millones de dólares.

Y ese mismo año, en que Harold Geneen diera a conocer su Filosofía de la adquisición, comenzó el ascenso de Lou Capote en la ITT.

Ya en esa época la ITT era una gran corporación, pero Geneen se proponía doblar el volumen de sus operaciones en el plazo de cinco años. Para ello necesitaba a su lado un banco de inversiones que lo asesorara y corriera sus propios riesgos. Ese banco fue Lazard’s, fundado por dos hermanos, judíos franceses, en la década del 20; pero después de la Segunda Guerra Mundial, bajo la conducción genial de André Mayer, otro judío francés, Lazard’s se proyectó al primer plano de los negocios internacionales. André Mayer era un experto en fusiones de empresas.

La primera gran empresa que el banco Lazard’s encontrara para Geneen fue Avis Rent-A-Car, que en 1963 había perdido mucho terreno frente a su rival Hertz, y ya desde el año precedente arrastraba un déficit de cientos de miles de dólares. Rohatyn, el otro cerebro de Lazard’s, discípulo de Mayer, vislumbró las fantásticas proyecciones de Avis y decidió adquirirla. Al término de dos años la había rehabilitado. Aviscerró en 1965 con cinco millones de utilidades. Fue entonces cuando se la propusieron a Geneen, que designó un equipo de expertos para estudiar sus posibilidades de crecimiento. Al cabo de dos semanas de explorarla exhaustivamente, los técnicos de la ITT produjeron un informe tímidamente favorable, con la sola excepción de uno de los miembros del team que vaticinó un crecimiento bruto del veinticinco por ciento. Ese hombre audaz y optimista era Lou Capote, de treinta y nueve años, graduado en Administración de Empresas. Su pronóstico contrastaba abiertamente con el modesto siete y medio por ciento que arrojaba el promedio de los otros seis miembros del equipo.

Aquél había sido el comienzo de sus éxitos. A los dos años, el crecimiento de Avis había alcanzado un índice de 26,8%. La adquisición de Avis provocó el ascenso de Lou y selló desde entonces una íntima relación entre la ITT y Lazard’s. El propio Rohatyn, cuyo banco se había favorecido con el pronóstico de Capote, le demostró una gran simpatía y no escatimó elogios a su talento. Llegó incluso a proponerle un atractivo puesto en Lazard’s que Lou supo declinar, pero cuidando de que Geneen se enterara de la propuesta y de su renuncia.

Geneen estaba dispuesto a comprar cualquier empresa, grande o pequeña, fabricara lo que fabricase, siempre que augurara un crecimiento rápido. En cinco años logró formar el más heterogéneo haz empresarial que se había conocido hasta entonces.

Bajo su inspiración, la ITT fue la primera corporación que abandonó el criterio de las adquisiciones complementarias. Desde que Geneen se sintió suficientemente seguro de sus controles, no tuvo empacho en mezclar las empresas más disímiles por su producción o su tamaño.

Y Lou Capote acertó consistentemente durante ese período. En sus análisis sobre la potencialidad de cualquier empresa, supo ajustarse creativamente a la Filosofía de la adquisición. Demostraba haberla interpretado en su esencia. Y con eso cautivó a Geneen.

La especialidad de Lazard’s, y en particular de Mayer y Rohatyn, era localizar las empresas que pudieran interesar a la ITT. Cuando le echaban el ojo a alguna, armaban primero todos los lazos financieros, las trampas legales, arancelarias, contables, y luego se abalanzaban sobre su presa. Negociaban con maestría. Jugaban con sus víctimas. Siempre compraban a bajo precio. Aplicaban luego sus propios métodos de rehabilitación y cuando paraban el negocio, se sentaban a discutir con Geneen. Pero Lazard’s vendía proyectos y Geneen no quería sorpresas. Además, Mayer y Rohatyn aplicaban métodos muy diferentes a los prescritos por el rígido control financiero de Geneen que, antes de tomar cualquier decisión, practicaba sus propios análisis. Geneen apreciaba el trabajo de Lazard’s. Rohatyn había llegado a formar parte del consejo de dirección de la ITT y sus opiniones eran en general bien acogidas por el CEO. Pero al apreciar las perspectivas de cualquier fusión, Rohatyn no podía despojarse de su mentalidad de banquero. Geneen, en cambio, necesitaba encuadrar aquellos criterios dentro de su estrategia corporativa, adaptar los enfoques de Lazard’s a su propio lenguaje. Eran idiomas tan disímiles que la traducción resultaba difícil. Y muy pocos le inspiraban confianza para hacerla.

Fue en ese terreno donde Lou Capote resultó providencial para Geneen. Se convirtió en el mejor teórico de la Filosofía de la adquisición, que citaba a mansalva en un tono profesoral. Durante una gran barbecue que Geneen ofreciera en los jardines del Sheraton de Bruselas para los directivos de Europa, a Lou le colgaron un cartelito en la espalda donde podía leerse en letras rojas: His best pupil.

Pero además de teórico e intérprete del pensamiento geneeano, Lou Capote había demostrado que sabía concretarlo en hechos, y muchas veces con una eficiencia visionaria. En los diez años que había dedicado a las adquisiciones, no había cometido un solo error. Había participado en la compra de compañías de seguros, financieras, de fondos mutuos. Había luchado por imponer, contra el criterio del propio Geneen, la compra de APCOA, una empresa de parqueos que encajaba perfectamente con las perspectivas de Avis. Era intrépido y valiente. En varias ocasiones defendió la proscrita estrategia complementaria, para cerrar ciclos complejos. Y siempre tuvo éxito. La línea iniciada con Avis, gracias a su gestión personal, se había complementado con los hoteles Sheraton, la Cleveland Motels y la Transportation Displays, que alquilaba billboards para los choferes. Desde el año 68 había dirigido varias adquisiciones sin asesoramiento de Lazard’s: centros de estudios comerciales, escuelas de secretaría, editoras. Había tenido inspiraciones brillantes en la compra de la inmobiliaria Levitt, la Pennsylvania Glass Sand y la Rayoner. Geneen lo había felicitado por su gestión con la Continental king, que vendía pan en todo el país, papas fritas en Memphis, caramelos en Minneapolis y productos químicos en Kansas. En el 74 Geneen lo había promovido a la envidiable posición de asesor del consejo de dirección. Era ya una vaca sagrada en la ITT.

La adquisición de El tránsito de la Virgen coincidió con uno de sus viajes a Lima, donde se enamoró de Rita Alegría, trigueña, dieciséis años, de pómulos misteriosos y oblicuos ojos verdes. Lo sedujo con su uniforme del Colegio de Santa Rosa, una tarde en que él negociaba con su padre en una mansión de San Isidro. Ella se ofreció a conducirlo a su hotel y le dio una cita para el week end en el balneario de Ancón. Antes de responder, él le preguntó cuántos uniformes tenía. Ella calculó que una docena. Lou le pidió que le vendiera seis. Que los llevara al balneario sin falta; e insistió en pagárselos. Ella sólo atinaba a reírse.

En Ancón se amaron con crepúsculo, uniforme y strip tease. Ella quedó encantada. Todo había sido tan diferente… Y qué apasionado era Lou. Le había roto tres uniformes. Rita terminó peleándose con su prima, porburlarse: «¡Cojudeces!», decía Alicia muerta de risa. «Ese gringo es un cojudo, ja, ja, ja». Estuvieron una semana sin hablarse.

Lou conoció otra vez el entusiasmo. Hasta entonces, salvo Assunta, ninguna mujer le había demostrado tanta complacencia con su arte amatoria. De regreso a los Estados Unidos pensó obsesivamente que con Rita y el Mantegna podía alcanzar su felicidad. Pasados unos días se presentó en Lima, habló con el ingeniero Alegría y sin ninguna dificultad la obtuvo en matrimonio. Lou era todavía un hombre joven y muy apuesto. Sus cuarenta años enamoraban fácilmente a las adolescentes, y su posición a cualquier suegro.

Sin embargo, cuando Rita, nada acostumbrada a sacrificios y rutinas, comprendió en Nueva York que aquel jueguito dentro del bunker con el uniforme puesto era un ritual inexcusable y ceñido a una preceptiva, reconoció que su prima Ali tenía razón: Lou era un cojudo.

Después del divorcio, Lou no hizo más intentos por lograr una pareja estable. Pero lo fácil que le habían sido las cosas desde que estrenara el cuadro con Rita, lo animaron —como variación eventual— a introducir en el bunker prostitutas caras. Procuró que fuesen siempre las mismas. Las adiestró en el uso de los uniformes. Y el ensayo salió bien. Pero fue su último experimento con el sexo. Se reprochó haber perdido mucho tiempo y energía. A los cuarenta años ya no estaba dispuesto a seguir malgastándose. Como higiene, siguió masturbándose dentro del bunker ante el maniquí uniformado. Y cuando venían las call girls, sus encierros sólo duraban lo necesario para lograr satisfacción. Les prohibía fumar, no les ofrecía una copa y casi no les hablaba. Les pagaba muy bien. Por lo general, ninguna se demoraba más de veinte minutos con él.