Charlie Price había recibido instrucciones de anunciar su llegada desde el aeropuerto de Bogotá. Y cuando el Boeing de AVIANCA aterrizó en Nueva York, el día 16 a las 23:17, Gainsborough en persona lo estaba esperando.
Tras un minucioso relato de lo ocurrido ese día, Price le leyó el párrafo final de la carta que hallara en el maletín: «Entregue la llave adjunta al señor Gainsborough. Su número corresponde a una casilla en la consigna de la Grand Central Station donde hemos depositado las claves para liberar al secuestrado. Allí encontrarán también unos microfilms, que por error nos llevamos de la casa del señor Capote…».
¡¿De modo que devolvían los microfilms?! ¿Unos microfilms que se habían llevado «por error»? ¿Y qué tenían que ir a buscar entonces a casa de Capote? Era sorprendente que devolvieran los microfilms, sin averiguar su contenido. ¿Ignorancia? ¿Incompetencia para buscarse asesores?
A las 00:30 del 16 de abril, acompañado de Steve y Frank, Gainsborough acudió a la Grand Central Station y, en efecto, en la casilla indicada aparecieron una nota, una llave y unos microfilms.
Al examinar el rollo en su casa, vio que contenía planos electrónicos, documentación y comentarios inaccesibles para quien no fuese un versado en tecnologías de base físicoquímica. Pero al final aparecía una imprudente nota manuscrita de Henry Fynn, sin firma, donde dejaba escapar alusiones al carácter clandestino y militar del proyecto. Sin ser un especialista, cualquier persona con alguna información científica, podía olerse que la ITT andaba en algo muy grande, a espaldas del gobierno. Resultaba difícil creer que gente tan astuta como los secuestradores de Capote despreciaran la posibilidad de preparar un gran chantaje. ¿No habrían sacado copias para actuar más adelante? ¿No estarían preparándose para coger a la ITT con la guardia baja?
De todos modos, el haber recuperado aquel material reforzaba la conjetura de Gainsborough de que ni la US Navy ni el Pentágono tuviesen relación con el secuestro de Capote. De haber caído en manos del aparato nacional de seguridad, no habría transcurrido tanto tiempo sin que estallara el escándalo; o por lo menos, sin que los hombres de la ITT colados en las agencias oficiales, les hubieran hecho llegar alguna señal de alarma.
Evidentemente, Lou Capote no llevaba los planos encima en el momento del secuestro. Y si era cierto que se los habían llevado de su casa «por error», entonces no habían ido por ellos.
Gainsborough se dijo que hasta no hablar con Capote, cualquier conjetura sería ociosa.
Miró la hora. ¿Iría inmediatamente a liberarlo?
No. Tras aquel día de tensión, se sentía psíquicamente indispuesto. Necesitaba dormir bien esa noche y estar muy lúcido para diseñar la táctica del interrogatorio a Capote. Si había soportado cinco días de encierro, unas horas más no le harían mucho daño. Y Capote tendría que darle una explicación satisfactoria o atenerse a las consecuencias.
Tendría que fundamentar muy bien a qué diablos habían ido los secuestradores a su casa, después de tenerlo secuestrado. ¿Si no eran los microfilms, qué otra cosa tan importante había en su caja fuerte, para inducirlos a correr semejante riesgo?
Gainsborough se durmió casi a las 0:02 de la mañana sin un barrunto siquiera sobre el inquietante enigma.
El 17 de abril, a las 10:50, dos coches se detienen junto a las rejas de una casona. El portón está abierto, como si los esperaran. En una de las columnas, una chapa de bronce ostenta el nombre de Christopher B. Maxwell. Es una hermosa residencia victoriana de dos plantas, que trae a Gainsborough recuerdos de sus primeras vacaciones en Cornwall, cuando era un mozalbete.
¿Serían británicos los secuestradores?
Sacude la cabeza como para espantarse una mosca. Cada vez que se le ocurre alguna tontería, procura ahuyentarla de un cabezazo.
¿Quién diablos viviría allí, normalmente? El jardín recibía un mantenimiento impecable.
Según las instrucciones que pusieran en la consigna de la estación, debía levantarse la tapa de una alcantarilla en la parte trasera del edificio, donde se encontraban las indicaciones para desconectar el sistema de explosivos.
Cuando se dirigían al lugar indicado en el planito, un hombre viejo, muy canoso, de aspecto latino, salía de un cobertizo con una manguera enrollada al hombro.
—¿Vive usted aquí? —le preguntó Steve.
—No, señor —dijo el hombre, con acento notoriamente hispánico—. Pero vivo cerca. Aquí, sólo vengo por las tardes a ocuparme del jardín y la comida de los perros; pero hoy vine temprano porque me lo encargó la señorita Mary.
—¿Hay alguien en la casa ahora?
—Nadie, señor —dijo el hombre, mirando hacia el edificio donde se veían cerradas todas las puertas y ventanas—. Ellos estuvieron hasta ayer por la tarde; y al marcharse me dijeron que ustedes iban a venir hoy. Por eso vine temprano, para amarrar los perros y dejar abierto el portón.
—Gracias —terció Gainsborough, en español—. ¿Cuál es su nombre?
—Pedro Valderrama, para servirle —dijo el hombre, sorprendido y sonriente.
—Muy bien, Pedro —dijo Gainsborough—. Prosiga su trabajo.
El hombre saludó con el sombrero y se dirigió hacia unos parterres sembrados de geranios y hortensias.
Gainsborough quiso ir personalmente a desactivar el mecanismo y ordenó estacionar los carros a unos ochenta metros de la casa, junto al portón de entrada. Enseguida encontró la alcantarilla junto a una glorieta, exactamente donde lo indicaba el plano.
Al levantar la tapa encontró dos llaves y una carta, que leyó de inmediato.
Sonrió. Era lo que había supuesto: no había ningún sistema de explosivos. Con la llave más grande podía entrar a la casona, y con la otra, a la habitación del señor Capote que se encontraba al final del pasillo, a la derecha.
Al verlo entrar, Lou se alzó apresuradamente los pantalones del pijama.
—Hello, míster Capote! ¿Se siente usted bien?
Geneen y Gainsborough nunca llamaban a la gente por sus nombres de pila.
Lou arqueó las cejas, trató de sonreír. Sólo consiguió articular una mueca torpe.
Gainsborough no esperó más respuesta.
—Me alegro mucho ¿Podemos charlar un poco?
—¿Aquí…?
—¿Por qué no? —dijo distraídamente Gainsborough, mientras iniciaba con pasitos cortos un recorrido inquisitorio por la habitación, que olía a carpintería reciente.
El ventanal que daba a la parte trasera de la mansión, única entrada de luz y aire, había sido clausurado por dentro, con una especie de cajón de madera muy dura, sin barnizar. Lo mismo habían hecho con la ventanita del baño anexo. Unos tornillos enormes sujetaban las planchas de madera a las paredes. Mientras Lou se vestía de prisa, Gainsborough parecía muy interesado en el extractor de aire ubicado en el techo. Luego salió al pasillo y se puso a examinar las otras habitaciones. Sólo estaban amueblados el vestíbulo y el cuarto de Lou. Steve y Frank recorrieron la planta alta y también estaba vacía. En la cocina había un par de recipientes, vasos, tazas y unos pocos cubiertos. Era obvio que habían alquilado la mansión exclusivamente para el secuestro.
Gainsborough ordenó a sus hombres que interrogaran al jardinero para sacarle alguna información sobre los nuevos inquilinos. Luego se sentó en un sillón de roble, de recto espaldar, junto a la escalera del vestíbulo, y se puso a cargar su pipa. A poco apareció Lou, un poco encogido, alisándose el pelo.
—Como usted comprenderá, Mr. Capote —comenzó Gainsborough, después de encender la pipa, su situación nos ha llenado de inquietud.
Apoyó el codo en un brazo del sillón y cruzó las piernas, como si se dispusiera para un largo coloquio. Dio una chupada intensa y se le hundieron las mejillas. Sin dejar de apretar la pipa entre los dientes comenzó a interrogarlo.
—¿Alcanzó usted a reunirse aquella noche con su amigo Fynn?
—Sí, míster Gainsborough.
—¿Recibió usted los documentos?
—Sí, los recibí.
—¿A qué hora, por favor?
—A las diez y media de la noche, míster Gainsborough.
—¡Anjá! —dijo Gainsborough, mirándolo por primera vez a los ojos—. ¿Y es una documentación muy voluminosa?
—Eran unos microfilms, míster Gainsborough.
—¿Eran?
—Sí, míster Gainsborough: eran.
—¿Del uso del pretérito debo inferir que ya no están en su poder?
—No puedo asegurarlo, míster Gainsborough, pero eso es, lamentablemente, lo más probable.
—¿No los llevaba consigo cuando lo secuestraron?
—No, míster Gainsborough.
—¿Y dónde los había dejado?
—En mi casa, por supuesto.
Gainsborough abrió mucho los ojos y torció un poco el cuello, a la espera de una explicación.
—Sí, míster Gainsborough: me pareció imprudente andar con ellos encima.
—¿Y los dejó en lugar seguro?
—Los dejé en mi caja de seguridad, míster Gainsborough.
—¿Y por qué duda entonces, de que aún estén allí? ¡No supondrá que hayan forzado…!
—Eso es lo que supongo, míster Gainsborough —lo mejor era abreviar—: Los secuestradores sabían que en mi casa había una caja de seguridad. Tuve que darles la clave…
Gainsborough se puso de pie e inició una extraña caminata sobre la cenefa de la alfombra, con la cabeza gacha y las manos y la pipa cogidas por detrás. Desplazaba los pies, uno tras otro, cuidadosamente, como un equilibrista. Dio una vuelta completa al óvalo, y cuando quedó nuevamente de frente a Lou, comentó sin ninguna emoción:
—Muy inquietante, míster Capote, muy inquietante —y siguió sobre la cenefa otra media vuelta, hasta una maceta con un pino bonzai sobre cuyos bordes se puso a golpear la pipa, para descargarla. Luego descorrió un visillo, miró hacia el jardín, y sin volverse, preguntó:
—¿Lo amenazaron para obtener las claves de su caja?
—Por supuesto, señor Gainsborough.
—¿Y le mencionaron los microfilms?
—No, míster Gainsborough. No podían saberlo: yo los había recibido la noche anterior…
—Eso creo yo —dijo Gainsborough, otra vez de frente a Lou—. Y entonces, no puedo dejar de preguntarme para qué se arriesgaron a dar la cara en su casa. No es posible que quisieran saquear valores de su caja fuerte. ¿No cree usted que si pretendían más dinero, habrían aumentado el monto del rescate?
—Of course, míster Gainsborough.
—Le ruego, entonces, míster Capote —añadió mirándolo inquisitivamente a los ojos—, que tratemos de pensar qué buscaban los secuestradores en su caja fuerte.
Era exactamente la pregunta que Lou se temía. Era inevitable. A un zorro como Gainsborough no se le pasaría por alto…
—Puedo hacer muchas conjeturas, míster Gainsborough, pero hasta que no vayamos a mi casa y pueda comprobar lo ocurrido…
—Bien —lo interrumpió Gainsborough, dirigiéndose a la puerta—. Tiene usted razón. En marcha.
Los dos carros se alejaron en caravana. Gainsborough montó en uno e indicó a Lou que montase en el otro. No convenía, por el momento, que Capote siguiera hablando. Durante el viaje, Gainsborough quería aprovechar para procesar un poco la información recibida y conducir el resto del interrogatorio en la forma más eficaz.
Hasta el momento, Capote parecía sincero. Pero ahora, había que observar sus reacciones, en el momento en que abriera la caja y comprobase la ausencia de los microfilms.
Por el camino, Steve le informó lo que había averiguado con el jardinero. El señor Alfred Richardson había sido el propietario de la casa. Muerto hacía unos años, la viuda y su única hija habían subastado todo el mobiliario para alquilar la casa a unos médicos, que la convirtieron en clínica. Pero la habían desocupado hacía poco. Los nuevos inquilinos le dijeron a Pedro que la habían arrendado por unos meses para filmar una película. Un día aparecieron con un camión que traía unos muebles, pero sólo para el vestíbulo. Y Pedro había visto primero a una mujer de unos treinta años, de pelo negro, muy bonita; y hacía unos cinco o seis días, una sola vez, a un caballero mayor ¿de unos cincuenta años?, estatura media, más bien delgado, con bigotes grandes, que llegó manejando en su coche; pero durante los días siguientes, nunca más se asomó por ningún lado. No obstante, el jardinero aseguró que el hombre se mantuvo dentro de la casa, porque hasta el día de la partida, su coche no se movió del garaje.
—¿Describió el vehículo?
—No, míster Gainsborough, no tiene idea; ni tampoco recuerda la matrícula.
—¿Y no vio otros coches?
—Sólo el de la muchacha y el del hombre de los bigotes. Cuando le describimos el Corvette azul del señor Capote, dijo que tampoco lo había visto.
—Imposible que lo viera entrar si nunca estaba allí por las mañanas —comentó Gainsborough.
La señora bonita le había dicho a Pedro, que ellos dos iban a estar en la casa permanentemente para preparar lo de la película. De entrada, le habían doblado el sueldo; y al irse le dijeron que ya no se iba a hacer la película y le habían dejado una buena propina y un encargo.
—Le pidieron que hoy acudiera por la mañana para esperarnos con el portón abierto y los perros amarrados. Le dijeron que éramos los nuevos inquilinos.
—¿Y no vio a nadie más? ¿A algún proveedor…?
—No, señor; nos aseguró que aparte de los que trajeron los muebles para el vestíbulo y unos hombres que vinieron a poner la chapa de bronce junto al portón de entrada, y que fueron los mismos que tapiaron el ventanal de uno de los cuartos, allí no se presentó nadie más.
—¿Algún ruido en la casa?
—Dice que los que estaban adentro mantuvieron siempre todas las puertas y ventanas cerradas…
Sí, estaba claro… Todo lo habían preparado con gran cuidado.
Evidentemente, habían hecho una inversión importante. Y según declararan en una de sus cartas, pensaban cubrirla con los ciento once mil dólares excedentes del millón.
Gainsborough sonrió. Tenían sentido del humor. Habían instalado unos armarios antiguos, altísimos, que olían a sándalo; y todo el mobiliario parecía de excelente calidad; como el gobelino con la escena de cacería, los cuadros, jarrones, y las armas que figuraban en la panoplia alrededor de la cabeza astada del ciervo. En un ángulo habían dispuesto una colección de estribos. Lo único kitsch, para el gusto conservador de Gainsborough, fueron los arbolitos bonzai y la alfombra ostentosamente oriental, que desentonaban con la atmósfera décimonónica y europea del recinto. Pero todo parecía de excelente calidad. Quizá hubiesen gastado cincuenta o sesenta mil dólares en amoblar aquel único ambiente; y había que reconocer que como trampa para el coleccionista Capote, la mansión y el mobiliario del vestíbulo debieron de resultar muy eficaces. En efecto, parecía el lugar apropiado para albergar una colección ajedrecística. Tal vez, una parte de los materiales fuesen alquilados. Gainsborough se preguntó en cuánto habrían arrendado aquella mansión, con licencia de tapiar el ventanal. Y sin duda los preparativos, el alquiler de otros locales, viajes, personal auxiliar, vehículos, más el costo de la operación del rescate en Bogotá etc., debieron costarles mucho dinero. De todos modos, con menos de ciento once mil dólares, debieron cubrir sobradamente la inversión.
Al llegar a la casa de Lou, Gainsborough penetró junto con él. Todo estaba en orden. El ama de llaves parecía haber revivido y saludó a su compatriota con un suspiro que presagiaba diálogo, interrogatorio, exteriorización de inquietudes pasadas, etc.; pero Lou no le dio tiempo. La dejó con la boca abierta en una vocal italiana y prosiguió hacia la sala.
Gainsborough, sin comentarios, se detuvo en el vestíbulo.
—Sit down, míster Gainsborough! —dijo Lou, ofreciéndole un asiento.
—Déjeme ver la caja fuerte. —El tono era cortante.
Pasaron a un gabinete tapizado de maderas oscuras. Dos de las paredes estaban cubiertas de libros, desde el piso al techo. Lou extrajo del bolsillo una llave, abrió una gaveta del escritorio y presionó un botón. Una sección del librero que le quedaba a sus espaldas se abrió hacia adelante. Quedó a la vista una puerta de acero gris, de unos dos metros de alto por uno de ancho. En el centro destacaba una roseta azul y más abajo una rueda, metálica también, de unas siete pulgadas de diámetro, con unas prolongaciones radiales, como las del timón de una embarcación.
Lou hizo girar la roseta alternativamente a izquierda y derecha. Era una combinación de siete cifras. Gainsborough había contado los movimientos. Al concluir se oyó un clic, musical casi.
Lou hizo girar el timón hacia la derecha y empujó la puerta que se abrió sin ruido. Penetró agachándose un poco. La luz se había encendido automáticamente.
Gainsborough ingresó en un recinto débilmente iluminado ¡de rosa! Era una superficie cuadrada de unos tres metros de lado por dos de alto.
Good Heavens! ¿Para qué podía necesitar Capote una caja de aquellas dimensiones?
Lo primero que llamaba la atención, a la izquierda, era un reclinatorio de cuero, una especie de triclinio romano.
Pero ¿qué rayos quería decir aquello? ¿Una cama dentro de una caja de seguridad?
Y luego, en un ángulo, un espejo del techo al piso y un maniquí vestido con uniforme de colegiala.
¡Pero…!
Lou caminó hasta la pared opuesta a la entrada, abrió una pequeña gaveta metálica y se volvió para mirar a Gainsborough, consternado:
—I’m sorry, míster Gainsborough —dijo—. Se llevaron los microfilms.
—Muy lamentable, míster Capote —comenzó a decir Gainsborough, con las cejas arqueadas, mientras Capote se volvía hacia la pared opuesta y manipulaba la combinación de una caja fuerte cuadrada, de unos cuarenta centímetros de lado.
Una vez abierta, ambos pudieron ver el interior vacío.
—¿Le llevaron algo más…? —preguntó Gainsborough.
Lou no lo oyó. Miraba absorto hacia el vacío. A pesar de la luz rosada, Gainsborough notó que había palidecido.
Y pasaron varios segundos antes de que Lou reaccionara.
—¿Le falta algo más? —repitió Gainsborough.
—No no, sólo quería asegurarme…
—¿Asegurarse de qué?
—Eh…, es que por un momento dudé si no habría colocado los microfilms dentro de ese cofre…
Lou había vacilado flagrantemente al responderle aquello. Gainsborough tuvo la certidumbre de que le había mentido: no eran los microfilms lo que buscaba en aquel cofre; pero decidió no acosarlo. Era mejor pensar algunas preguntas bien capciosas y tirárselas a boca de jarro en otro momento. Además, Gainsborough quería reflexionar sobre el significado del diván, el espejo, la luz rosada, el maniquí. Se preguntó si en aquel encierro, el maldito siciliano no practicaría algún ritual abominable. Jesus Christ! Y si era así, como responsable de la seguridad de la ITT, Gainsborough no podía menos que reprocharse el haber permitido a un tipo así escalar tan altos niveles.
Hizo un gesto de vaga contrariedad y luego articuló una sonrisa indulgente.
Salieron hacia el despacho.
—Por hoy está bien, míster Capote —dijo, rehusando por segunda vez el asiento que le ofrecía Lou—. Ahora debe usted descansar. Yo también lo necesito. Mañana volveremos a hablar.
Y desde la puerta añadió:
—Sólo me resta decirle que el señor Geneen ha estado muy preocupado por el paradero de esos microfilms. Y para el caso de que usted los hubiera perdido, tomó de antemano la decisión de rechazar la oferta del señor Fynn, y me pidió que le transmitiera a usted la encomienda de hacérselo saber cuanto antes. El señor Fynn debe comprender que con esos microfilms en manos desconocidas, podríamos vernos envueltos en un gran problema.
Y cuando ya comenzaba a bajar los peldaños hacia la calle, añadió como si nada:
—A propósito, míster Capote: el cheque por el millón ciento once mil dólares, debe hacerlo a mi nombre.
Durante el trayecto de regreso, Gainsborough volvió a evocar lo sucedido dentro de la caja fuerte, y se dijo que en relación con el espejo, la luz rosa, el maniquí, etc., quizá él hubiese extremado su celo. A fin de cuentas, por aberrante que resultara la explicación, no parecía representar un gran peligro para la ITT. Pero lo que verdaderamente amenazaba con estropearle el sueño de varios días, era el recuerdo de aquella repentina palidez de Lou ante el vacío del cofre. ¿Qué esperaría encontrar allí? Y ya no tuvo dudas de que eso mismo era lo que habían ido a buscar los secuestradores.