En el profundo de mi corazón agradezco a Vuestra Merced las consoladoras razones que me declaró, en acabando de leer mi confesión de la cuarta jornada; y en lo que ahora le he de referir, echará de ver que en el entretanto que cometía yo todo género de demasías, no iba aún tan descarriado que no tuviese voluntad de poner por obra nobles prosupuestos.
Los acaecimientos que he de referir en esta jornada, no contienen por sí pecados de los que yo necesite aliviar mi alma, mas paréceme ser bien y nada estéril, que Vuestra Merced los conozca, siendo que mucho hacen al caso de aquesta confesión.
Empalado que hube al alguacil, fuime presto al escondite donde me aguardaba el médico. Era una casa cercana a la Puente de la Trinidad, do moraba la madre de un carcelero de la Penitencia, ahijado del maestre Socarrats. Quitéme el hábito, vestí de nuevo mi atuendo de camino, y en pasando nuestras primeras razones, declaré al viejo que aquel alguacil me había azotado una vez, tan sin ocasión alguna, que yo había porfiado en volverle el recambio, lo cual parecióle bien por todo extremo y tornó a rendirme gracias por su liberación. Apenas hubo dicho esto, por no perder coyuntura, le conté cuánto me dolían las almorranas, y que así me sucedía todas veces en que caminaba demasiado, como aquel día en que había andado más de una legua. Preguntóme si había mucho que las padecía, y respondíle que allende el año, pero sin descubrirle que las debía al maltrato que me diera el alguacil en el robledal de Lavapiés.
Él declaró que haría por sanarme al punto y llamó a la vieja para que le trajese una aguja, tamaña como los alfileres de a real; pidió luego que me desnudase de medio abajo y me volviese a gatas sobre una mesa. En habiéndome escudriñado una buena pieza y muy por menudo, advirtióme que la cura dolería tantico, pero que sanaría luego; y sin más ni más, enterróme la aguja una pulgada por cima de las almorranas; y en el espacio de dos paternostres, sentí que se me recogían y se me aliviaba el dolor de todo en todo; y yo, que esperaba bizmas y sanguijuelas, suspendíme mucho de aquella, al parecer, milagrosa curación. Sentí un alivio cual ya me había desesperado de hallarle, y en resolución, aquella repentina sanidad me puso más alegre que una Pascua de Flores; y tanto se me encendió la gratitud y admiración por aquel desconocido, que luego fatigóme el deseo por saber qué médico fuese, tan fuera del uso de los otros que yo conocía, y cuál su patria, y cuyo su linaje; y dónde había aprendido su arte, como asimismo, cuál era el toque y gracia de aquella aguja y qué tan gran delito lo pusiese en aquella estrecheza cual yo lo viese esa mañana. Mas no tuve atrevimiento de preguntar, por no renovarle y traerle a la memoria sus pasadas desdichas; mas él, como si adivinara mi pensamiento, dijo que ese día yo lo había ahorrado de la hoguera, lo cual obligábalo a abrirme su pecho y referirme todo cuanto yo fuere servido conocer de él.
En resolución, era su nombre Juan Alcocer, y su patria, aquella misma tierra valenciana. Su medicina habíala aprendido en Macao, ciudad portuguesa de la China, donde viviera doce años; y preso, lo llevaban por herético y prófugo de galeras.
Nadie hubiera imaginado que aquella presencia llena de señorío, que aquellas manos ebúrneas, hubiesen sido las de un galeote que empuñara el remo en los bajeles del rey. Díjome que el nombre de Pedro de Aranda, con el cual ofreciéraseme a la orilla del bosque, no era el suyo verdadero; pero que bajo ese nombre vivía en Lisboa, y que el legítimo sólo conocíanlo allá, su hija y dos caballeros de su privanza, dentro de la cual me había entrado yo, su salvador, lo cual obligábale la voluntad a comunicarme como a un grande amigo.
Contóme luego que fue su abuelo un morisco de Guadalajara muy poco aljamiado, y que en su mocedad había granjeado hacienda en la profesión de mercader, que le llevara luego al Alcaná de Toledo, do abriera una gran sedería. Cuando tenía alcanzada edad de treinta años, habíase sometido a la pragmática de Fernando e Isabel por quien, los mudéjares que vivían en España, para no ser expulsados della, tuvieron de bautizarse cristianos; lo cual había hecho su abuelo puntualmente pero sin ninguna sinceridad, siendo que había muerto en la fe de Mahoma; más por el sobredicho bautismo, llamóse desde ese punto del nombre de Fernando Alcocer, pues en esa población había nacido y así había tenido principio el nombre cristiano de su familia. Luego, su trata de sedería había traído al abuelo a tierras de Valencia, donde comprara muchas fanegas de sembradura, para cultivar moreras, en una comarca fértil y abundosa, camino de Sagunto, cabe el bosque do topáramos esa mañana. Allí habíase criado el maestre Juan y también su padre; y su infancia no fue sino publicar la fe católica, en el entretanto que a hurto, leían el Alcorán, tomaban el Guadoc y el Taor, y guardaban los ayunos del Ramadán, cual hacían todas las familias apóstatas. Como yo tuviese atrevimiento de preguntarle cuál de los dos credos profesaba a esa sazón, díjome que ninguno, pues ambos iban muy fuera de la verdad; y que él sólo creía en un Dios creador del mundo, al cual no honraba con ningún otro culto que el hacer buenas obras en favor de sus prójimos, y mucho lo amohinaba el fanatismo, culpante de que la ciencia de muchos sabios anduviese corrida y maltrecha por el mundo; pero en Lisboa y por doquier, publicaba ser buen cristiano.
Contóme después que desde el año de mil y quinientos y setenta y siete, cuando alcanzara edad de veintinueve años, durante tres dellos había medido ya con sus mismos pies, muchos caminos de Francia e Italia, por oír ciencias médicas, geografía y alquimia, a los más señalados doctores de esas tierras; y que a poco de haber regresado a Valencia, cobró tanto aliento su opinión de muy sabio y de ser persona sobremodo leída, que a corrillos se hablaba dél en toda la ciudad. Mas movido de su juvenil imprudencia, que lo hacía mantenedor de la verdad en todo acontecimiento, había dado en publicar su admiración por el moro Averroes y por el italiano Giordano Bruno, estando de parecer que sus escritos debían sacarse a la luz distintamente, entretanto que los inquisidores teníanlos por dañadores de la fe católica; todo lo cual, llegado que fue a oídos del Santo Oficio, le valió prisión; y como mantuviese ser verdaderas las alabanzas dadas, los inquisidores de Valencia condenáronlo por sus años a galeras. Contóme luego que a cabo de algunos meses de inllevable trabajo en oficio tan aporreado, roto y piojoso, cual es el de galeote, la mucha hacienda de su padre, granjeó cohechar a un escribano de esos que en los oficios sacan dineros, para pretender otros cargos mayores; y éste cohechó al comandante de la galera, y aqueste al cómitre, de suerte que el maestro Juan pudo escapar, abrazado a un madero, frente a las costas de Portugal, cuando este reino pertenecía todavía a la casa de Avís y estaba con vida don Sebastián, su postrer soberano. Y de allí había tenido de huir en el año de mil y quinientos y ochenta, que fue el año en que Felipe II se sentó en el trono de Portugal y los tribunales de la Inquisición, luego, luego, dieron orden en perseguir a los moriscos con presunciones de apostasía, mostrando en ello tanto ahínco y riguridad como en España. Pero el maestro, merced a sus artes de geógrafo, comunicaba con mucha gente de mar; y así, fuele manual granjear plaza de piloto en un bajel que se partiera por la ruta del África adelante, hasta la sobredicha ciudad portuguesa, en los reinos de la China. A poco de estar él allí, su medicina le hizo bienquisto del gobernador, de quien, habiéndole curado de un morbo gálico merced a unas unciones que le hiciera, vino en ser así su médico como su amigo a todo ruedo; de suerte que las puertas de la gobernación se abrieron para él y pudo granjear ayuda de costa, patentes y despachos, que lo fiaron desde entonces como don Pedro de Aranda, pues tal era el nombre del que se llamara a los principios, cuando llegara a la ciudad.
Y así fue como en Macao, por su privanza con un sabio chinesco, aprendió el maestro el arte de sanar con agujas de marfil, que los médicos de esas tierras conocen de luengos tiempos acá. Mucho miró el maestro en la eficacia de aquella medicina, y no sin riesgos visitó, de cuando en cuando, ciudades del imperio chinesco, por conocer a médicos famosos y aprender dellos más por menudo, aquel arte de las agujas, pues habíale venido en voluntad hacerse peritísimo en él, siendo que era desconocido de todo en todo de los médicos árabes, hebreos y cristianos, quienes profesaban por la mayor parte de herbolarios. Y allí aprendió también, según se me alcanza, una suerte de filosofía que enseña ser virtud el contentarse con una vida pobrísima y a no meterse en altanerías, siendo que todas amenazan caída. Y en el año de mil y quinientos y noventa y dos, fatigado por el deseo de ver a sus padres y hermanas, regresó a Lisboa, pasó por barco a Alicante y de allí a Valencia, donde sólo se estuvo tres días, sin dejarse ver más que de su padre, quien había enviudado había ya dos años, y vivía solo con algunos criados fieles, pues sus dos hijas habían casado con moriscos alicantinos y, por seguirlos, habían dejado la casa paterna.
El maestro propuso de llevarse a su padre consigo a Lisboa, mas el anciano le declaró que entrambas hijas habían porfiado y persuadido por tenerlo a su lado; mas él era amantísimo de la tierra donde había nacido, criara a sus hijos y enterrara a su esposa, y en ella quería morir; y como su único hijo varón no pudiese quedarse en Valencia para darle buena vejez, siendo que sobre fugarse de galeras lo habían quemado en efigie, diole su bendición musulmana y, con muchas plegarias y deprecaciones por su salud, le pidió que se partiera en buen hora.
En Lisboa, casó el maestro con la heredera de un mayorazgo en tierras de Allende el Tajo, que en romance portugués se declaran de Alemtejo, y en ese mismo año, que fue el de noventa y tres, nacióle Eugenia, su única hija. Y como le avenía por doquier, sus agujas granjeáronle también en Lisboa poderosas amistades, que en mucho le tenían por su sabiduría y bonísimas prendas. Y en el año de mil y seiscientos y nueve, un su amigo miembro de la Grandeza de España y de la parcialidad del Archiduque Alberto de Austria, habíale dado cuenta de que el duque de Lerma tenía persuadido al Rey don Felipe III, de expulsar a todos los moriscos de España y de confiscar sus tierras y dineros, suceso que avendría sin falta a finales del verano, por dar lugar a que los muchos hortelanos y criadores del gusano de seda que entre ellos había, vendiesen sus cosechas y el dinero quedase en España, empachando que las destruyeran como viniesen de antemano a noticia de su expulsión.
Mirando por la suerte de su padre y hermanas, llegóse el maestro a Alicante, por dar cuenta de lo que avendría y persuadir que vendieran cuanto pudiesen y se partieran luego de España.
En Valencia vivía aún su padre, pero su extrema ancianidad lo había privado del juicio, de suerte que ni siquiera conoció a su hijo. El maestro echó de ver que ya nadie lo volvería a su primer entendimiento y discurso, y que le quedaba muy poco espacio de vida; de suerte que llevárselo de allí, por las buenas o por las malas, era matarlo; y para el maestro Juan ya no hubo más sino besarle la frente en despedida, y confiar en que la muerte lo cogiese antes de que lo apretaran a partir. Un mayoral puesto allí por sus yernos, se curaba con varios mozos de plaza y campo, de entender en el beneficio de las moreras; y dos mujeres cuidaban del viejo, el cual, en sus últimos intervalos lúcidos, había granjeado que sus hijas le jurasen, por la memoria de la madre, que nunca lo alongarían de aquella casa; mas la desventura del maestro quiso que el mismo familiar del Santo Oficio al que yo desnudara y a quien se le habían quedado sus señales estampadas en la memoria, lo viese en Valencia la víspera de su partida y así lo declarase a los inquisidores, los que luego mandaran al alguacil que lo prendiese, de suerte que yo, en asaltando a los de la patrulla, habíale ahorrado del sambenito y de la hoguera.
Yo también dile cuenta de mi vida, sin menudencias y en brevísimas razones, celándole empero las muertes de don Francisco de Peralta y de mi hermano Lope; y sin tocar en otros puntos que no le habrían estado bien a mi crédito.
En estos coloquios pasamos el primero de los tres días que hubimos de guardar en el escondite; y al caer la tarde, como viniésemos a tratar en diferentes sujetos, ya sentía yo admiración por aquel sabio cuya dignidad y libre albedrío me incitaban a conocerle mejor, a aprender dél y a ayudarle en todo cuanto yo pudiese.
Al día segundo, vino el ciego Violant y díjome que Socarrats le mandaba declararme que ya me tenía granjeada plaza de pasajero en una fragata que llevaría un cargamento de seda hasta Cádiz; y que me alistara, pues zarparía el ferro otro día. El ciego no hizo comentos sobre la muerte del alguacil y los familiares, ni yo le hice pregunta alguna; pero daba por cosa verdadera que todo Valencia habría venido a noticia de lo acaecido en el bosque, y que las cuadrillas de la Santa Hermandad ya estarían buscando al maestro Juan por todos los caminos.
Y abrevio, siendo que a Vuestra Merced nada le va en conocer menudencias que no hacen al caso desta confesión.
Con quinientos ducados que yo le di, el maestro pagó las alcabalas de Socarrats, las costas de su plaza en la fragata, y una patente a nombre de don Jaume de Santángel, para lo cual hubo de untarse la péndola de un escribano y cohechar a otro.
Navegamos con próspero viento, sin tormentas que corriesen, y de allí a tres días, desembarcamos en Cádiz, y he de decir a Vuestra Merced que tal era el trato del maestro Juan, que de ordinario servía de deleite y enseñanza a cuantos con él comunicasen; pero cuando en el secreto de nuestra fugitiva privanza me declaraba algún pensamiento, todo parecía tan puesto en razón y en políticos fundamentos, que salía con ser espuelas que apretaban mi deseo de hacerle hablar en mil diferentes sujetos.
El maestro, tras mucho pensarlo, y como viniese a persuasión de que ya no podría seguir su vida en Portugal con nombre de Pedro de Aranda, siendo que el tal nombre encubría a un morisco herético y prófugo de galeras, las cuales nuevas muy presto llegarían a la Inquisición de Lisboa, determinó de llegarse a su casa disfrazado, a riesgo de que lo prendiesen, con las miras puestas en cobrar mujer e hija, salvar lo que pudiese de su hacienda, y partirse adonde nadie lo conociera y pudiese vivir con su nuevo nombre de don Jaume de Santángel.
En esa sazón, no había en Cádiz ningún bajel surto que, en los cinco días venideros, zarpara por la derrota del Portugal. Yo me daba a entender que los oficios de Valencia llegarían a Lisboa de allí a una semana, por las postas del Reino, Y como el maestro, que entonces tenía alcanzada edad de 61 años, no estaba con salud para sustentar una cabalgata a paso tirado, de Cádiz a Lisboa, propuse de quitarle aquel tropiezo y ocasión de delante y pedíle que me confiara el cobro de su familia y su hacienda. Declaréle que las tendría bajo mi tutela y amparo hasta entregárselas en el sitio que él escogiese para vivir, pero primero que me respondiese palabra, añadí que el primer cargo en el que quería estarle era el de la confianza que había de hacer de mí.
Él aceptó luego, quedándome nuevamente agradecido, pues fiábame indubitadamente y no había miedo de que yo no guardase mis promesas: y sobre considerar despacio lo que vio que más se le acomodaba, díjome que quisiera aguardarlas en Madrid o Toledo, donde tenía amistades de tal predicamento, que lo fiarían para vivir a su salvo, encubierto del nuevo nombre.
Él habíame referido que tenía por amigo aficionadísimo a un médico inglés llamado Harvey, y que en Holanda comunicaba también con astrónomos y geógrafos que conociera durante sus viajes por Europa; y como en ese año de mil y seiscientos y nueve, Felipe III había tenido de conceder una tregua y nuevos fueros a holandeses y flamencos, yo le aconsejé que se fuera a Amsterdam y aguardara allí a su mujer e hija, do podría volver a su medicina sin encubrir su nombre ni fingir su patria, ni temer al Santo Oficio, ni tener de hacer usos nuevos para vivir con nota de menoscabo. Díjele que en cuanto yo me partiese a Lisboa, él podría embarcar en la primera nave que se encaminara a los mares del Norte, y así entróse en bureo conmigo sobre los medios que debíamos tomar para dar cima a aquel designio; y sobre pasar muchas razones que no hacen al caso, viose abatido de dudas y temores, y ya llevaba término de argüir cargos en favor de quedarse en España, de suerte que yo hube de dar muchas trazas para ahorrarlo de sus flaquezas; y así nos concertamos al cabo, de hacer lo que yo aconsejaba.
Partíme de galope, por la posta de Jerez. Dormí esa noche en Utrera y entré en Sevilla a la tarde del siguiente día, donde me estuve dos más sacando mis dineros, que tenía puestos a tributo en la banca de los Espinosa; y allí mismo granjeé una letra de cambio para volver mil y quinientos ducados en cuatro mil florines cuando le hiciera manifiesta en Holanda; y otra por más cuatrocientos para cobrarlos en Portugal; y de allí a cuatro días, cabalgando contino, alcancé Lisboa.
El maestro, hincado que me hubo sus agujas por tres veces, curóme las almorranas de todo en todo, y aseguró que no había menester andarme con reparos, pues me habría de estar en sanidad para siempre. Entregóme en Cádiz sendas epístolas para su mujer e hija, mas hízome advertimiento y prevención, de que no sabía en qué términos se portaría su esposa doña Inés, ni si lo abonaría y saldría por él, pues era una dama catolicísima y cuando conociese por aquella carta la verdadera historia que él nunca le había declarado, podía tomarlo a ofensa; pero estaba seguro de que su hija Eugenia, que ya tenía edad de diez y seis años, y a quien él había criado secretamente a su modo, sería contenta de seguirme adonde yo la llevare; y todo lo haría con pronta voluntad y buen ánimo, a trueque de llegarse junto de su padre.
Y entrando a Lisboa, en poco espacio me puse frente a una plaza que el maestro me dibujara en un pergamino, con otros muchos señalamientos de aquella gran ciudad, pues tal habíale pedido yo, por haberme a solas y ahorrarme de preguntar nonadas a todas gentes que, como aviniesen tropiezos, podrían recordarme por el habla o el talle; y de aquella plaza, a obra de cuatro calles andadas, descubrí luego los balcones de hierro dorado que él me diera por señas de su casa, adonde no hube de llamar hasta cobrar certidumbre de que los oficios de Valencia no me habían hecho ventaja; pues a ser así, habíame de andar con grandísimo tiento y secreto, y no ponerme a peligro de que, por mensajerías de un hereje prófugo, yo también diera con mis huesos en la cárcel; y excuso referirle ahora, fray Jerónimo, los cuidados que en ello puse por obra.
En resolución, como doña Inés viniese en conocimiento de que estaba desposada con un morisco, quemado en estatua por herético, con la añadidura de ser fugitivo de galeras, cuyo nombre no era aquel con que la llevara al altar, húbolo por pesadumbre y enojo, y luego se puso a despedir pestes y reniegos como una endemoniada, de suerte que sus familiares la encerraron con su hija en una casa de campo, de donde, de allí a poco, hube de llevarme a Eugenia a las ancas de mi caballo; y con tan buena suerte que, a cabo de ocho días, cinco de los cuales nos estuvimos escondidos en una casa de posadas de la ciudad de Oporto, llegóse el tiempo de nuestra partida, que acomodé en un bajel dinamarqués; y sin ningún desmán que lo estorbase, navegamos hasta el puerto de Amsterdam adonde, había una semana, nos aguardaba el maestro como al agua de Mayo.