Había al pie de un mes arreo que hiciera matar a mi hermano Lope, cuando llegué a Madrid. Y hallándome de allí a poco en un mesón donde tenía tendidas mis redes de tahúr, con ocasión de ser un mancebo algo mentecato y vanaglorioso, dio en hinchársele el ojo a un bulero, del mucho mirar el tamaño de mi bolsilla de brocado, en la que no guardaba yo sino unos pocos escudos de oro, por cima de un buen porqué de guijarros sonoros. Y dándose cata aquel malandrín, así de mi mocedad como del lenguaje cortesano y buena crianza que yo sabía usar a ciertas ocasiones, propuso de coger aquella por la melena, y concluyó en convidarme a pasar tiempo jugando a la veintiuna. No sin simular algún melindre, yo tuve el envite y trabé juego con él. Mas a cabo de rato, cuando le hube dejado sin un solo maravedí, viose burlado y empuñó un cuchillo de cachas amarillas, de los que suelen llamar vaqueros, con quien me amenazó porque le volviese su dinero, o sobre eso, morena; pero en viéndome asir de mi daga, pronto a tomarme con él, suspendióse primero de oír los boatos que despedí en germanía de pícaros; quietóse luego y, rematado su ánimo, salió con correrse, aun bien que pelándose las barbas; y como nada hay que tanto pique a algunos tahúres, cual el verse heridos por sus propios filos, el bulero perdidoso cohechó a un cuadrillero, porque me prendiese y atormentara. Diole mis señas, informóse el cuadrillero, y tres días serían pasados, cuando me halló jugando a la taba en una venta de Lavapiés, donde me prendió sin más ni más, pero en cambio de llevarme a prisión, entróme en la espesura de un robledal, espulgóme los bolsillos hasta dejarme sin blanca, me hizo mosquear las espaldas de cincuenta azotes y concluyó en deshonrarme con un tormento vil, a la vista de sus dos camaradas, que reían a más y mejor de verme puesto en aquel sufrimiento, el cual, a trueque de que se me pasara de la memoria, diera yo por bien empleado, el perderla para siempre.
Y así como el haber vengado el tuerto que me hiciera Lope, diome tanto contento cual si me hubiesen aliviado de una espina, quise arrancarme también la que me clavaran el bulero y el esbirro. Aquel no apareció jamás ni supe dél, pues ya sabe Vuestra Merced cómo es errante la vida de esos pícaros que se dicen ministros de la Santa Cruzada, y viven de echar las bulas, medrando con la fe de los crédulos; pero del cuadrillero, sí vine a noticia, en la primavera del siguiente año, durante las fiestas de San Isidro, en que yo había vuelto a Madrid, pues a esa sazón, siempre hay lugar para la taba y el hurto, y la ciudad se llena de maleadores. Y allí, por un ladrón valenciano al que apodábamos el Verrugas, vine en conocimiento de que mi cuadrillero se había alzado a mayores y cohechado para sentar plaza de alguacil del Santo Oficio en Valencia, que era su tierra, do el mi amigo le viera con sus mismos ojos, primero de partirse a Madrid.
Yo conocí al Verrugas en las almadrabas y le tenía por un mozo secretísimo y de todo punto verdadero, de suerte que no había dudar de sus razones. Fueme bien en San Isidro. Salí ganancioso en la taba y corté faltriqueras a salva mano; y el último de mayo había allegado en mi bolsa más de novecientos ducados, amén de los recuerdos de la viuda que montaban más dos mil y los tenía en Sevilla, puestos a tributo.
Hubiérame partido hacia Valencia luego, luego, pues muchos eran mis apremios de venganza, mas me lo estorbaron unas almorranas que no me daban lugar a cabalgar, y así, muy amohinado, vime apretado de aguardar hasta el mes de julio en Madrid.
Siendo que yo nunca había trabajado en el Levante, pedí al Verrugas que me fiase ante sus cofrades, si los había en su patria. Él me dio un contraseño en lengua valenciana y me dijo lo pasara a un ciego llamado Violant, que mendigaba junto de San Nicolás y al que todas gentes conocían en Valencia. Díjome que era ciego de un solo ojo y amén de mendigar, hacía profesión de avispón, que no es sino venir en conocimiento de lo que acaece en la ciudad y buscar ocasiones para el hurto, de las que luego daba prolija relación a sus cofrades. Declaróme el Verrugas, que el mayoral de su cofradía era el maestre Socarrats, a cuya aduana yo debía acudir en compañía del ciego, por obtener la licencia contingente, si quería trabajar en su distrito, y encomendóme el Verrugas que le diese cuenta de que al Pascualet, su hermano menor, no lo habían matado en el tormento, como se diera a entender en Valencia, sino que estaba bueno y sano, dando tientos en Madrid, de lo que mucho se holgaría el maestre Socarrats.
Y así llegué un día a Valencia, a cabo de treinta de camino, acrecidas mi bolsa y mis almorranas también, la una por haberme estado ganancioso a los naipes, en los muchos altos que me vi apretado de hacer en ventas y mesones, y las otras, por la riguridad de la cabalgata estival, que mal de mi grado, tuve de hacer a mujeriegas. Busqué al ciego Violant, dile el contraseño del Verrugas, me le identifiqué como el que era, y otro día, a las horas en que daba audiencias, el maestre Socarrats me acogió en su manida muy comedidamente; y siendo que me fiaba su ahijado el Verrugas y le llevaba tan buen recado como eran las nuevas de su Pascualet del alma, declaróse muy servidor de mi persona, y añadió que mucho se holgaría de socorrerme en lo que yo fuera servido pedirle. Dile cuenta del tuerto que me hiciera el cuadrillero, y cuánto me fatigaba el afincamiento de vengarme, lo cual tenía prosupuesto de hacer por mis manos, mas no sin antes pasar a dar al maestre Socarrats la sólita obediencia y granjear su señal, pues no sabía yo cuáles fuesen los tratos de su cofradía con el que ahora era alguacil del Santo Oficio. Con ser que en esa sazón mal se me entendía el romance valenciano, vine en cuenta que los tratos del señor Socarrats con el que todos llamaban Mossen Alguatzir, no eran buenos ni malos, porque los ladrones y puñaleros de Valencia eran todos viejos cristianos y estaban en paz con el Santo Oficio; pero si tan grande bellaquería había hecho conmigo el cuadrillero, cual yo le había referido prolijamente, bien empleado se tenía el castigo que yo le fabricara, y declaróme luego que mucho se habría holgado en darme licencia para cumplir mi designio en buen hora, horro del almojarifazgo que los estatutos de su confraternidad tenían señalado para las venganzas mayores, pues la mía hacía número con las de ese jaez; y luego se quejó que en esos días anduviese flaco el oficio y no pudiese darme de gracia la sobredicha licencia, de suerte que para pagar las alcabalas de su aduana y poder poner por obra mi propósito, tenía yo de darle doscientos ducados, prometiéndome por otros tantos, escondite seguro y embarcación que me sacase de Valencia si los hubiere menester. Manifestéle luego los cuatrocientos ducados y pedíle me guardara los setecientos restantes, pues de muchos tiempos a esta parte, es cosa averiguada que en achaque de confiar dineros, nadie es más honrado que un mayoral de ladrones. Diome al punto los contraseños por si acaso topaba a sus ahijados y díjome que cuando necesitare escondite, me fuese en casa de un bonentero cuyas señas me daría el Violant, y al que debía decir con voz baja «pan y bienvenida», que en lengua valenciana declárase pa i benvenguda, y así el cofrade sabría dónde ponerme en cobro. Pedíle también las señas de algún ropero que me vendiese hábitos de fraile, mas él me aconsejó que mejor fuese luego en casa del sobredicho bonetero y él me encargaría la hechura más a mi sabor. Y así se hizo, y de allí a dos días me puse a dar trazas para poner por obra mi venganza.
Escogí un bosque grandísimo que estaba puesto a obra de dos millas, como vamos de Valencia a Sagunto, y allí estúveme una buena pieza buscando el lugar que se acomodara a lo que yo había menester. Hallélo luego cabe un castaño y otro día oculté en lo alto de su ramaje, ocho brazas de soga con dos roldanas ya aparejadas. En un morral había llevado un mazo y un pico, a quienes hice mango en el bosque y escondí en lugar seguro. Llevé luego un hacha pequeña y un par de grilletes, que fueron hechura de un herrero de la parcialidad de los cofrades. Cavé entonces un pozo de estado y medio, luego corté una vara derecha como un huso de Guadarrama que, enterrada en el pozo, asomaba unos diez palmos, la cual descortecé y desbasté por hacerla muy puntiaguda en el fin, y encubrí de unas cambroneras harto espinosas, de suerte que semejase a un zarzal intrincado y nadie se diera cata de lo que ocultaba. Corté últimamente una estaca de una vara de largo, amarréle unos grilletes a las puntas y la escondí allí mismo, con la añadidura de una bola de cera.
Así como hube concluido la máquina de mis pertrechos, aguardé comodidad para vengarme, y no habían pasado cinco días, cuando una mañana temprano vi al alguacil salirse de la ciudad por el camino de Sagunto. Iba caballero en un rocín overo, platicando con otro oficial que vestía de negro y escoltado de dos corchetes en sendas mulas y de dos familiares del Santo Oficio que iban a pie. Seguíles a obra de trescientos pasos hasta que se me perdió de vista, pero en llegando que llegué al bosque, vi por las huellas, haber seguido ellos el camino adelante, de lo cual me holgué. Entréme luego, cogí el mazo que tenía escondido y salí presto a la orilla, donde me estuve una buena pieza a la mira, avizorando el regreso de la partida, lo cual avino de allí a poco. Cuando les faltaban unos quinientos pasos para llegar junto del bosque, vi que sólo regresaban el alguacil con los familiares, y traían con las manos aherrojadas y una soga sujeta al cuello, a un hombre de pelo cano, de hasta sesenta años, que caminaba con la cabeza derrotada sobre el pecho.
El alguacil venía adelante, seguíalo el preso y cabalgaban postreros los familiares. Mi víctima traía una escopeta de rueda en el arzón delantero y los familiares sólo sus espadas. Los jinetes que por allí pasasen, tenían de abajar tantico la cabeza, en el punto do las ramas de una encina gigantesca atravesaban el camino de parte a parte. Yo cargaba dos pistolas a la cinta, y con el mazo en la mano, deslicéme sobre un ramo grueso y echéme en lo alto a esperar que pareciesen por la vuelta del camino.
Al alguacil descarguéle el mazo en la mollera y al punto vínose de su cabalgadura al suelo con estruendosa ruina. Descolguéme de un salto, cogíle la escopeta, encañoné a los familiares que se habían quedado inmóviles y suspendidos de espanto, y sin darles lugar de ponerse en defensa, apretélos a apearse y a liberar las manos y el cuello del cautivo.
Yo había escogido aquel sitio por ser muy frondoso y porque la vuelta del camino no daba lugar a que nadie que no estuviese muy cerca, pudiese ver el asalto. Con las mismas esposas que traía el preso, sujeté a los dos familiares por sus manos derechas, de suerte que uno tuviese siempre de caminar hacia atrás o entrambos de lado. Desarmado que hube a los familiares, di la escopeta al preso, amarré por delante las manos del alguacil y arrastrélo antecogido por ponerlo fuera del camino. Cobré luego la bestia, y a pocos pasos que me entré por la espesura del bosque con ella y los familiares, que iban rabo entre piernas, arrendé la una al tronco de un nogal y a los otros a una encina, advirtiéndoles que si querían sus vidas se estuviesen bien queditos vieran lo que viesen.
Corrí luego a cobrar al alguacil que había dejado al cuidado del viejo y estúveme una buena pieza dándole de torniscones, hasta tanto no volverlo en su acuerdo. Cogí entonces la escopeta de manos del viejo, desviéme con él aparte, obra de veinte pasos, por decirle que yo no era ningún religioso, sino que iba disfrazado por tomar una venganza del alguacil, y que él quedaba horro de irse enhorabuena, y si así lo quería, de llevarse consigo la cabalgadura. Besóme las manos y con lágrimas en loso jos, ofrecióseme como el maestro don Pedro de Aranda, médico de Lisboa, para servirme, con las veras a que lo obligaba la gran merced que la mía le había hecho.
Por lo forzoso y atropellado de la ocasión, hasta ese punto yo no había reparado en aquel hombre cano, cuya buena crianza y cortesano trato echaban de verse a tiro de ballesta, así en lo bien razonado de su lenguaje, como en su natural grave y apersonado; y por la mansedumbre de sus ojos, dime cata luego, de que era hombre agradecido y bueno; y siendo que hacía profesión de médico, vínome en voluntad que me enseñase algún remedio para mis maltrechas almorranas, que a esa sazón, a causa de la caminata, mucho me atosigaban; mas primero de en lo tal hablarle, pedíle razón de la ausencia del hombre de negro y de los dos corchetes que habían sido de la partida en saliendo de Valencia. Díjome que todos tres se habían quedado en la casa donde lo prendieran; los unos custodiando a los demás moradores, y el otro, que era el escribano, haciendo el sólito escrutinio, pues otro día llegaría el receptor de la Hacienda Real a poner por obra el secuestro de los bienes, como es el uso ordinario del Santo Oficio en los tales casos, como era el suyo, de ir preso por herejía.
Soseguéme de saber que los corchetes no me cogerían de sobresalto y preguntéle qué traza daría para alcanzar ciudad tan lueña, cual estaba Lisboa. Díjome que cabalgaría a paso tirado, por alcanzar Tortosa, donde tenía personas de mucha calidad y predicamento, quienes darían orden en ocultarlo y socorrerlo con dineros, para el su retorno a Portugal. Repliquéle que no hiciera yo tal, si fuere que él, pues no sería mucho que diesen noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual luego le estaría buscando a campana herida por todos los caminos de España. Y aunque más se anduviese con grandísimo tiento, sin patentes, licencia, ni despachos que lo fiasen por otro nombre, aquella huida no era hacedera y ni por pensamiento llegaría más allá de Castellón, a quien tenía de atravesar en cabalgando de Valencia a Tortosa.
Persuadílo que tomara mi consejo de desnudar a uno de los familiares y disfrazarse con sus ropas, de suerte que pudiera andarse por Valencia a hurto de quienes lo conocieran, y allí se fuese en casa de un bonetero cuyas señas le dI, y a quien debía declarar por contraseño pa i benvenguda. Aseguréle que el bonetero le granjearía escondite donde yo mismo sería sin falta a obra del mediodía y daría traza para sacarlo de Valencia en una nave y con patentes que lo fiasen por otro nombre. En el entretanto que yo le hablaba, él no hacía sino mirarme y remirarme como si formara escrúpulos de mis pocos años o quisiese tomar el pulso a mi cordura, de suerte que no saliese yo con ser un prometedor de cosas imposibles; mas por alguna señal que debió de descubrir en mi rostro, diose cata de mi discreción, tornó a agradecerme y declaró que tomaría mi consejo. Así, en el entretanto que él daba orden en desnudarse, yo desaté al familiar más seco de carnes y mandé que me diera sus ropas, las cuales estaban limpias y bien compuestas, pero eran de paño corriente y moliente como el que usan las personas de poca calidad. Vistiólas el anciano y aun bien que le iban tantico holgadas, pasaban por suyas y a nadie darían barrunto de disfraz. Concluido que hubo el metamorfosis, tornó a agradecerme y luego al punto, partióse a pie a buscar su salud en la manida del bonetero.
Fuime entonces adonde había dejado al alguacil, quien aún todavía no acertaba a darse cata de lo avenido y miraba desencajadamente mi rostro y mi hábito de fraile, como atónito y embelesado; y asiéndolo a cabo de los pelos, hícele abrir la boca, que le henchí con unas tiras de seda que traía conmigo, y luego lo fajé con un gran pañuelo randado, porque no se oyesen los gritos que de allí a poco tendría de dar. Llevémelo entonces bosque adentro, do había dejado a los familiares, paréme frontero dél, me quité el capuchón de fraile y la cinta con quien me había ceñido la cabeza por cima de la frente, y en la sorpresa que se pintó en aquellos ojos, dime cata de que me había reconocido luego, de sólo ver mi cabello rubio, largo y ensortijado. Maguer que yo no le mostré ira ni otro desabrimiento que pudiera dar indicio de mi designio, en su desconsuelo echaba de verse que ya tenía barruntos de lo que le esperaba. Cogí entonces la estaca que tenía aparejada y sujetéle ambos tobillos a las puntas, donde había emplazado los grilletes, de suerte que las piernas le quedasen decantadas a obra de una vara. Desnudéle entonces los calzones hasta dejarlo como la madre que lo parió de medio abajo; y cuando quité el ramaje que cubría la pica y apareció a la vista de todos tres aquella punta afilada ¡allí fue ello!
Uno de los familiares, al darse cata de lo que avendría, púsose a temblar como un azogado y viose a las claras que se le paraban los cabellos. Otro comenzó a hacerse más cruces que si llevara el diablo a las espaldas y a dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana. El alguacil cayó de hinojos, mirándome suplicante, mas luego se fue de lado sin sentidos y dio en despedir un como gemido por la nariz. Yo cobré entonces, con una pértiga de gancho, la soga que escondiera en lo alto del castaño, por cima de donde había enterrado la pica, y con uno de sus cabos sujeté las manos del alguacil, por el mismo lugar donde se las había amarrado; y con el artificio de las roldanas comencé a izarlo, de suerte que cuando volvió en sí, se encontró suspendido, con las piernas abiertas y las asentaderas a obra de cuatro varas del suelo y a una de la punta de la pica. A esta sazón, comenzaba yo a flaquear y a arrepentirme de mi furia; pero hice propósito de pasar adelante, pues aquel bergante y mal mirado alguacil no había hecho conciencia de atormentarme por unos ducados que le diera el bulero, ni por tan liviana ocasión como fuese la pendencia que yo trabara con él. Y como no quise dejarme nada en el tintero, en pago de los cincuenta azotes que me diera en Madrid, corté una vara de acebo verde y púsele las posaderas como unas amapolas, lo cual, más que sufrimiento, parecióle alivio; mas cuando comencé a encerar la punta de la pica, del rostro del alguacil llovieron lágrimas como de alquitara; y en viéndose en aquella guisa en que yo lo había puesto, sabedor del tormento que le avendría, elevó sus ojos al cielo, pues mal de su grado, había echado de ver que para consigo, no había más sino encomendar el alma a Dios.
Ya se puede imaginar el resto; y porque no pene Vuestra Merced por confirmar lo que casi le debe ir trasluciendo, sepa que no hacía yo aquello a humo de pajas, pues eso mismo me había hecho él en el robledal de Lavapiés. Ordenó que me amarrasen de pies y manos y, sobre azotarme, me bajaron las calzas y me sentaron sobre una pica de un palmo, que habían enterrado en el suelo, y que me quedó encajada cuan larga era, en lugar donde por buenos respetos aquí no se declara. Y yo, por dejarlo mas que rebién pagado, le volví el contracambio por el mismo lugar y con creces, pues lo espeté sobre otro palmo de pica, con la añadidura de más nueve, y el prosupuesto de que le llegasen hasta la nuca del cerebro. Mas no me quedé a verlo deslizarse, pues me enfadaba el espectáculo. Apretaba el tiempo y temí no me cogiesen de sobresalto; pero primero que me partiera, mal de mi grado y con remordimiento del juicio, maté de sendas puñaladas a los dos familiares, por defender que no diesen luego mis señas al Santo Oficio.
Con sincero dolor me arrepiento de este crimen. Que Dios se apiade de mi alma.