EL QUE EN BOGOTÁ NO HA IDO, CON SU NOVIA A MONSERRATE, NO SABE LO QU’ES CANELA NI TAMAL CON CHOCOLATE

El Boeing de Branniff aterrizó a las 10:13 a.m. en el aeropuerto Eldorado. Price llevaba en la mano el maletín con el dinero y por todo equipaje una valija pequeña. Bajó del avión a las 10:20. Pasó por inmigración a las 10:35 y salió de la aduana diez minutos después. Junto a la puerta de la barbería, un hombre joven, alto, trigueño, se le acercó para preguntarle:

—¿El señor Stevenson?

—¿Sí?

—Yo soy Alberto, el taxista.

—Ah, muy bien! ¿Podemos salir ya?

—Si el señor Stevenson lo desea, con mucho gusto. Era una ciudad de gente cortés.

El taxista cogió la maleta. No gracias, el maletín podía cargarlo él, muchas gracias, Alberto.

Descendieron por una escalera mecánica, atravesaron el extenso hall de la planta baja. Eldorado fue en un tiempo un lujoso aeropuerto, construido por la dictadura de Rojas Pinilla, gemelo del de Miami. Price lo conocía desde los años sesenta. Había estado varias veces en Bogotá.

Durante el viaje desde Eldorado hasta la entrada de la Ciudad Universitaria atravesaron una urbanización compacta que doce años antes era un descampado en la sabana. A medio camino quiso ver si aún estaba el merendero donde solía ir con estudiantes colombianos a jugar al tejo, un pretexto para tomar cerveza a pico de botella. Años antes, Charlie se había enviciado en un juego similar, muy difundido en Chile y Bolivia, con la variante del sapo al que había que acertarle una ficha metálica en la boca. Pero fue en vano. La sabana estaba cubierta de edificaciones modernas.

Efectivamente, en el hotel Tequendama aparecía reservada la habitación 637 a nombre de Peter Stevenson. Price desempacó la maleta, pidió al room service los periódicos del día, una botella de vodka, un café doble, cargado, y por favor, bien caliente. Se desnudó para tomar una ducha. Sentía la falta de aire. Los dos mil seiscientos metros siempre lo aturdían un poco durante el primer día en Bogotá. En La Paz, a tres mil quinientos metros, una vez había tenido que guardar cama toda un tarde antes de salir a la calle.

Salió de la ducha y descorrió la cortina del ventanal. Aunque Bogotá le resultaba una ciudad fea y heterogénea, aquella zona moderna del Tequendama, con sus puentes y áreas verdes, con la plaza de toros y la cordillera de fondo, no carecía de encanto. Contempló el cielo. Encapotado, como siempre. Y como siempre, las calles húmedas, encharcadas de un agua barrosa, opaca. Al llegar había sentido un poco de frío. Allí no se sentía la primavera. Era un otoño perenne, casi invernal.

Terminaba de vestirse cuando llamaron a la puerta. El camarero con su pedido. Mientras el hombre le devolvía el cambio de los diez dólares (Price nunca firmaba en los hoteles), probó el café. Tibio, como siempre. ¡Qué asco! ¿Y por qué, en un país con tan excelente producción de café suave, servían, incluso en los hoteles de lujo, aquella porquería? Dejó la taza por la mitad y se sirvió un trago de vodka. Al encender el cigarro notó que le temblaba un poco la mano. Tenía instrucciones de esperar en la habitación. Leería los periódicos para entretenerse en algo, y si le daban tiempo, trataría de dormir un poco.

No le dieron tiempo.

A las 12:10 llamaron otra vez a la puerta. Era un bell boy con un sobre para míster Stevenson. Le sorprendió reconocer en la carta la misma caligrafía muy cuidada, en letras de molde, de la carta enviada por los secuestradores. Shit! Eran ubicuos, como el Buda. Seguían escribiendo en inglés.

Señor Stevenson:

Esperamos que haya hecho usted un buen viaje. Bienvenido a Bogotá. Por nuestra parte, trataremos de propiciarle una breve estancia.

A las 12:30 subirán a su habitación dos personas. Son dos agentes del F-2 colombiano, buenos pistoleros, malos karatecas, pésimos policías, pero es lo mejor que hemos podido contratarle para su seguridad personal. Al igual que el taxista, lo creen un executive de Sears, y por honorarios bastante suculentos, estos dos gorilas están dispuestos a impedir que ni las moscas se le arrimen. Ni se le ocurra comentar lo que lleva en el maletín, porque podrían cambiar de idea. Pero mientras estén convencidos de que usted es un gringo razonablemente temeroso de las calles de Bogotá, y con la esperanza de convertirlo en cliente regular, harán lo que usted les ordene.

Para empezar, recíbalos a las 12:30, baje con ellos, lleve consigo el maletín del dinero, entregue las llaves en la recepción y reclame un sobre que contiene nuevas instrucciones para usted.

Todo saldrá bien, con su cooperación.

Como primera medida, necesitamos asegurarnos de que usted no esconde entre sus ropas, ni en el reloj, bolígrafo, espejuelos, etcétera, ningún micrófono para comunicarse con algún grupo o individuo móvil, que pretendiera interferir o detectarnos. También detestaríamos descubrir que lo sigue una microfilmadora o cualquiera de esos aparatejos innobles, tan del gusto de los espías como el señor Gainsborough. Como usted habrá podido observar, no carecemos de técnica en nuestro trabajo y tenga la certeza de que hemos previsto todos los detalles. Si nos jugara sucio en este sentido, lo descubriríamos. Se lo advertimos en el tono más cordial que cabe, dada la situación: aún tiene veinte minutos para desembarazarse de cualquier miniatura electrónica (nos consta que la ITT las fabrica), con la que pretendiera hacernos alguna jugarreta. Eso sólo serviría para crearle incomodidades a usted y al pobre señor Capote.

No había firma.

A las 12:30 subieron los gorilas. Uno era muy blanco, de tipo lombrosiano, con caninos de oro y una sonrisa sepulcral. Típico torturador. Y el otro, medio encogido, cara de infeliz, buena gente, mirada vidriosa; pero con los presos debía ser más terrible que el otro, de esos que torturan para defender la comida de sus hijos. Pero era bueno tenerlos a su lado en una ciudad violenta. Afortunadamente hablaban despacio, mascando las palabras con esa excelente dicción del interior de Colombia. Price los entendía perfectamente. Les preguntó si tenían carro. No, ellos no tenían. Habían recibido instrucciones de montar con míster Stevenson en el taxi, y cuando se tratara de caminar, seguirlo a unos tres metros.

¡Perfecto! Eso era lo mejor.

Price se puso el saco, cogió el maletín y bajaron juntos. Al llegar a la planta baja, usted primero míster, y tomaron posición tras él.

Price entregó la llave y recibió un sobre que contenía la segunda carta del día:

Señor Stevenson:

Monte con sus gorilas en el taxi de Alberto, y pídale que lo deje en la esquina de la calle 63 con la carrera 13, en Chapinero. Al bajar, ordene a Alberto que lo espere allí mismo. Escoltado por sus gorilas, camine hasta el Café Victoria, que queda en 13 entre 60 y 59. Pregunte por Elbia, una camarera. Ella le entregará otro sobre como éste. No se preocupe por la carta de amor que contiene. En el baño aplíquele un poco de calor y aparecerán nuestras instrucciones con tinta invisible. Para cumplirlas, regrese al lugar donde Alberto lo espera. Eso es todo por ahora.

Elbia, con una bandeja llena de pocillos, pintarrajeada, treinta años largos, nalgas aún paradas, rodillijunta, patiapartada, cuatro dientes arriba y ninguno abajo, en medio del humo bullicioso y las conversaciones de mesa a mesa, pero ¿qué has hecho, ala?, estaba deseosísimo de verte, y tac, tac, tac, carambola, y en la vitrola un tipo de ruana pone pasillos y bambucos:

El que en Bogotá no ha ido,

con su novia a Monserrate,

no sabe lo qu’es canela

ni tamal con chocolate.

Y Elbia indignada con un chino pendejo, ola su mercé, si me sigue sobajeando el culo cada vez que paso me va a tumbar la bandeja con los tintos, y la otra camarera, permisito, permisito mi chino, ¿quién, quién?, ¿el señor Stevenson?, ah, sí, siga siga, que aquí le tengo la razón, y con una mano en el escote y la otra sosteniendo la bandeja de tintos ¡¿su merced me va a dejar el culo tranquilo, ola?!, sacando de entre los senos un sobre arrugado y Price depositando un billete de cinco dólares sobre los tintos y las cajetillas de Piel Roja, y muchísimas gracias su merced, que vuelva por el Victoria cuando necesite de ella alguna otra razón o lo que sea, que ella está para servirlo, tan amoroso el gringo, mira, me dio cinco dólares y ¿de dónde se habrá levantado la vieja esa a un gringo tan bien plantado?, y en el baño Price abre el sobre que contiene una llavecita y la carta, y cuando le aplica su encendedor aparece otra vez la conocida letra de molde:

Señor Stevenson:

Pida a Alberto que lo deje en la carrera 10 con calle 18. Que sus gorilas le indiquen dónde quedan las casillas del apartado aéreo de AVIANCA. Diríjase hacia allí muy lentamente. Mientras tanto, Alberto deberá trasladarse a la esquina de la carrera 7ma. con la Avenida Jiménez de Quesada y esperarlo junto al edificio de El Tiempo. En AVIANCA, diríjase al apartado 17245 y ábralo con la llave que tiene ahora en su poder. Allí encontrará otra carta. Siga las nuevas instrucciones.

Las casillas del apartado postal de AVIANCA quedaban a unas cinco cuadras del lugar donde esperaba Alberto. Evidentemente, los secuestradores lo estaban desplazando por la ciudad para comprobar que no hubiera seguimientos. Eran exageradamente cautos. Después de la maniobra en el Victoria y ahora en el centro de la ciudad, ya podían estar convencidos de que Charlie no llevaba cola. ¿Y cómo pensarían comprobar si llevaba transmisores? No pudo evitar un ligero gesto de desdén.

En la carta del apartado postal le indicaban:

Diríjase a pie hasta el hotel San Francisco. Ordene a los gorilas que lo hagan pasar junto al edificio del periódico El Tiempo, donde lo estará esperando Alberto, quien también deberá seguirlo a prudencial distancia.

En la recepción pida las llaves de la habitación 201, reservada a su nombre, más una nota que le hemos dejado. Cumpla las instrucciones. Los gorilas y el chofer deberán aguardarlo en el vestíbulo del hotel, sin moverse de allí.

Y en la recepción del San Francisco, luego de inscribirse, recibió el sobre anunciado, que contenía otra carta y una llave. En la carta leyó:

Señor Stevenson:

No ocupe todavía su habitación. Suba por la escalera al primer piso y penetre en el local de los baños turcos. Con la llave que le entregaron en recepción abra la taquilla 122 y encontrará nuevas instrucciones.

¿Iban a hacer que se desnudara para comprobar que no llevaba aparatos? Sería la primera cosa tonta que hicieran.

En el primer piso pasó a un gran salón donde unos cincuenta individuos descansaban en sillas plegables. Algunos dormitaban semidesnudos con la cabeza cubierta por una toalla, un periódico, un libro; otros conversaban en las mesas del bar, discutían encueros, se rascaban los testículos, se estiraban los prepucios y bebían a mansalva lo que esperaban sudar en las cámaras de vapor. Otros, tendidos boca arriba, con los ojos entrecerrados, cedían sus pies a los pedicuros. Y en el extremo opuesto a la entrada, algunos gordos halaban poleas, pedaleaban, levantaban pesos.

El armario número 122 quedaba en el extremo de una hilera, a la vista de todo el salón. Desde cualquier posición, un observador podía vigilar sus movimientos. Al abrir el armario encontró el mensaje, en un sobre idéntico a los anteriores:

Señor Stevenson:

Coloque su maletín en el armario. Desvístase completamente. Despójese también del reloj y de los espejuelos. Al penetrar en los baños sólo podrá llevar la llave de su taquilla. Si le molestara exhibir su desnudez, tome una toalla para cubrirse. Permanezca veinte minutos en la primera cámara y diez en la segunda. Al salir tome una ducha fría en las instalaciones que hay a la entrada del salón. Se sentirá mejor. Regrese luego a su taquilla, vístase, coja el maletín y retírese a su habitación, que está en el segundo piso. Coja la escalera contigua a la salida del local de baños y escale los dieciocho peldaños. Su habitación es la segunda a la derecha. En la gaveta de la mesita de noche encontrará otro mensaje. Esperamos sepa disculparnos por nuestras instrucciones tan fraccionarias.

Charlie se encaminó desnudo hacia la entrada de las cámaras. Cogió una toalla roja del montón multicolor que había junto a la puerta y se cubrió la cabeza. Luego otra blanca y se introdujo en la primera cámara.

El termómetro marcaba cuarenta y ocho grados centígrados. En el reloj eléctrico adosado a la pared, eran las 3:10. Había unas veinte personas sudando. En un rincón se desarrollaba un gesticulado coloquio futbolero. Los cuerpos desnudos resultaban mucho más expresivos. Price echó un vistazo rápido y se sentó al lado de un hombre pequeño, de rasgos mongoloides, que se afeitaba con fruición y sin jabón, Un gordo gracioso y vital que se paseaba encueros sobándose los rollos de la cintura, conversando con todo el mundo, se detuvo a observar el trajín depilatorio del mongólico y comentó: «Se está dejando la cara suavecita como nalga de monja. ¿Es que su merced piensa salir a buscar novia?». El mongólico se rió, achinó más los ojos, pero sin dejar de afeitarse. Con la lengua se empujaba un carrillo por dentro, y presionaba con la maquinita; y con los dedos de la otra mano se estiraba al máximo la piel. Parecía deleitarse con aquella afeitada, que por lo visto, duraba ya un buen rato. A la derecha, un torero explicaba cómo el cuerno le había entrado por la ingle. Tenía la piel llena de rotos, huecos y remiendos, testimonios de sus cogidas.

Price recorrió los rostros de los presentes. Nadie demostraba interés por él. Era un ambiente de habitués, bastante festivo. El mongólico estaba ahora dedicado al mentón, que adelantaba exageradamente, como si ello le ayudara a llegar a la raíz misma de la barba. Charlie sintió que el sudor le corría a chorros hacia el piso. ¿Quién de aquellos hombres lo estaría vigilando? ¿El torero? ¿El mongólico? ¡Bah! Le daba lo mismo. Cuando transcurrieron los veinte minutos indicados, Price pasó a la segunda cámara. Un vaho compacto apenas permitía ver los bultos imprecisos de los bañistas. Todos estaban sentados en las graderías de una especie de anfiteatro. En la parte de abajo había un banco de mármol. Dos gordos sentados en él, respiraban pesadamente, con los codos apoyados en las rodillas y las quijadas en las palmas. Nadie hablaba allí. Nadie se movía, sino para entrar o salir. Faltaba el aire. Por el intenso vapor, no se veía el termómetro. Price calculó que habría entre sesenta y sesenta y cinco grados. En la pared había un reloj de cuarzo, cuyas cifras verdes, luminosas, podían distinguirse nítidamente. A los cinco minutos, Price comenzó a respirar con dificultad. Pensó que situar en un baño turco con aquella temperatura, a quien había llegado ese mismo día a los casi2700metros de Bogotá, exigía en efecto no ser hipertenso ni cardíaco. Cuando faltaban tres minutos para cumplir los diez que le habían ordenado, notó que se le nublaba la vista y regresó apoyándose en una pared a la primera cámara. Allí esperó cinco minutos. Cuando recobró fuerzas y se le normalizó un poco la respiración, se levantó para salir hacia el salón. Le costaba mover las piernas. Aún se sentía muy embotado. ¿Los secuestradores lo habrían obligado a aquello deliberadamente? ¿Con qué fin? Sintió que no le interesaba mucho. En aquel momento, nada le interesaba mucho. Al pasar junto al torero notó que se había puesto a hacer flexiones de cintura, y el gordo gracioso se había tendido boca abajo para recibir un masaje. Casi entre sueños, le llegaba el pláquiti plac del masajista, otro gordo, calvo, de brazos peludos y musculosos.

Al salir, el aire seco le produjo un agradabilísimo alivio. La ducha fría, con el agua natural de Bogotá contribuyó a reanimarlo. Tenían razón. En la carta le habían dicho que se sentiría mejor. Comenzaba otra vez a pensar con lucidez. Se secó, botó la toalla húmeda en un cesto y cogió otra, también roja, del montón. En eso salió el mongólico. Seguía afeitándose en marcha, ensañado ahora con el bigote. ¿Sería posible que…? No; era absurdo.

Charlie se vistió en pocos minutos, recogió el maletín, pagó cincuenta pesos al cajero que cobraba los servicios a la salida, y un minuto después entraba en la habitación 201.

El mensaje que le habían dejado en la mesita de noche decía:

Señor Stevenson:

Muchas gracias, su misión con nosotros ha terminado. Abra el maletín y encontrará nuestro último mensaje.

Pero, pero,… ¿qué era aquello? ¿Que abriera su propio maletín? ¿Sería posible que…? Sólo en ese momento cayó en cuenta. Se abalanzó casi sobre el maletín, llave en mano, lo abrió, y… ¡estaba repleto de papel de periódico!

Una cosa estaba clara: mientras él aguardaba, medio atontado por el vaho de las cámaras, le habían hecho un cambio de maletines. Y encima del papel periódico estaba el sobre con las instrucciones finales, que también contenía una llave, un pasaje de avión y sus propias fotos, tomadas en New York, frente al Waldorf Astoria.

Señor Stevenson:

¿Ha visto usted qué fácil ha sido todo?

El vuelo 667 de AVIANCA sale hoy para New York, a las 20:30 Su reservación está confirmada. Despídase de los gorilas en el Tequendama. Nada les debe. Pague al taxista, en cuanto lo deje en Eldorado, sus ochenta dólares. No se imaginaba usted que esta noche dormiría en su casa, ¿verdad?

Entregue la llave adjunta al señor Gainsborough. Con ella podrá abrir una taquilla en la consigna de la Grand Central Station, donde hemos depositado las claves para liberar al secuestrado. Allí encontrarán también unos microfilms, que por error nos llevamos de la casa del señor Capote. A él y al señor Gainsborough, nuestros respetos, y vaya para usted nuestro reconocimiento por la eficiente labor cumplida.

P.S.: Le devolvemos sus fotos, tomadas en New York. Tal vez le sirvan como recuerdo de este paseo.

Charlie miró la hora. Eran las 4:10. Si su vuelo salía a las 8:30, tendría tiempo de sobra. Sintió sed. Mucha sed y hambre. Recordó que no había probado bocado desde el amanecer. Llamó al room service y ordenó un par de cervezas y algunos sandwiches. Luego pidió a la recepción que le localizaran al chofer, que debía estar en el vestíbulo de la planta baja. Sí. Que lo llamara a su habitación.

Alberto respondió de inmediato y Price le ordenó que lo volviera a llamar a las seis en punto. Los gorilas debían esperarlo en el vestíbulo del hotel.

El camarero llegó con su pedido a los cinco minutos. Charlie bebió una cerveza completa sin pausa y botó la lata en el cesto. Destapó la otra y se puso a comer un sandwich, acodado en la cama. Cuando terminó de comer, reclinó la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

Casi dormido ya, se dijo que a pesar de sus veinticinco años de experiencia en técnicas de espionaje mayor, si su misión hubiera sido capturar, o propiciar la captura a posteriori del que recogió el maletín, habría fallado. El que fuese, debió de esperarlo ya vestido en el salón. Acodado en el bar, lo vio entrar a los baños. Seguramente tenía el otro maletín oculto en la taquilla contigua. Y mientras él permanecía embotado en las cámaras de vapor, en menos de diez segundos, el tipo abrió su armario con un duplicado y cambió los maletines. Sin duda tenía a mano un bolso más grande donde ocultarlo. Y unos minutos después abandonó el hotel, como tantos que salían de los baños.

A las seis con quince lo despertó un sacudón. Era el gorila pálido.

¿Qué le había pasado al míster? ¿Estaba bien?

Sí, sí, claro, perfectamente, estaba descabezando un sueñecito.

Menos mal, cuando Alberto les dijo que su teléfono timbraba y timbraba y él no contestaba, imagínese, ellos se habían tomado el atrevimiento…

Sí, sí, habían hecho muy bien. Ya era hora de regresar al hotel Tequendama.

A las 8:30 el jet de AVIANCA alzaba vuelo en Eldorado. Alberto, que se había quedado contemplando el viraje del avión sobre los contrafuertes de la cordillera, se preguntó qué rayos había ido a hacer aquel gringo a Bogotá, para pagarle a él ochenta dólares por la pendejada de llevarlo hasta el hotel, luego a un café, después al correo de AVIANCA y finalmente al San Francisco, donde no había hecho más que dormirse una siesta.

Estaba claro que el gringo aquel no había ido a Bogotá por auditorías. ¡Pendejadas! Algo traía en aquel maletín del que no se había separado un instante. O al revés: quizá lo había traído para llevárselo cargado. Pero ¿de qué? ¿De fúlgidas esmeraldas colombianas? ¿De Santa Marta Golden, la mejor marihuana del mundo? ¿O sería que el míster le metía a la blanca?