1947

Graciela tenía cierta vocación de femme fatale. De no haber tenido yo una voluntad precoz y entrenada, habría hecho de mí un guiñapo. Para defenderme de su hechizo, varias veces tuve que recurrir a la disciplina autohipnótica de los ejercicios espirituales. Nunca he olvidado el olor de su piel. Hace poco volví a sentirlo en un té verde de Ceilán, sazonado con flores.

A Graciela la visitaba un fantasma: la invadía una indiferencia ante el mundo y la gente, que le extraviaba la mirada. Entonces evitaba el diálogo, no devolvía las caricias. Por las noches se levantaba a fumar en silencio junto a la ventana. Había algo en su vida que nunca pude descifrar.

Después conocí a otras mujeres con fantasma; y aprendí que suelen ser ficticios. Aunque pienso que el de Graciela era legítimo. En todo caso, quien quiera librarse del fantasma de un ser amado, jamás ha de intentar conjurarlo. Lo mejor es oponerle uno propio. Y quien no lo tenga, deberá fraguárselo.

Pero en ese entonces, cuando aparecía el fantasma de Graciela, me hacía estragos.

Era una mujer imprevisible. De pronto se mostraba inusitadamente bondadosa conmigo. Siempre lo era con los pobres y con los animales. Una vez en que caminábamos por la Pasiva de la Plaza Independencia, encontramos un perrito sarnoso gimiendo en un portal. Lo recogió. Se lo metió debajo del abrigo y me hizo tomar un taxi para llevarlo a la San Francisco de Asís. Cuando volvimos al taxi se me echó a llorar sobre el hombro. Me llenó de pulgas y de olor a perro…

Carlos:

Este capítulo y el siguiente contienen la historia muy personal y turbulenta de mis relaciones con Graciela y otras mujeres, que no viene al caso para lo que nos interesa en tu gestión. Pero quiero referir lo ocurrido con Mosquera, tan determinante para mi salida del país y las peripecias de los años siguientes.

Recuerdo que un domingo fui a almorzar con Graciela a casa de Lucho y por la tarde visitamos a Carlitos. Todo el barrio me celebró la conquista. A Carlitos, incrédulo, se le iban los ojos. Y la más impresionada fue su mujer, porque desde ese día cambió su actitud conmigo.

Tita casi nunca había reparado en mí; hasta entonces, cuando yo llegaba a trabajar en el altillo, ella andaba por la casa en chinelas, desgreñada, con un ropón ancho; pero desde aquel día comenzó a vestirse con esmero, a peinarse, a ponerse zapatos de taco alto, blusas escotadas. Al verme entrar, siempre tenía algo que preguntarme. Se mostraba amable, se reía por cualquier cosa que yo dijera. Subía al altillo a llevarme bizcochos, mate dulce, café con leche. Mientras yo hacía un alto en mi trabajo para recibir lo que me trajera, ella se reclinaba en la cama y me exhibía sus curvas mórbidas. Con cualquier pretexto se manoseaba los senos y me miraba sonriente.

Era mucho menor que Carlitos. La recuerdo como de unos veinticinco años. No era hermosa de cara, pero exuberante y bien formada. Tenía una piel muy blanca, senos elásticos y piernas firmes, sonrosadas.

Un día me trajo un mate y se sentó en la cama, a mi lado. Se recogió el pelo. De sus axilas entalcadas me llegó un grato olor a prostíbulo. Me preguntó si el corazón dolía. Le dije que no. «Pero a mí me duele aquí», dijo, palpándose el esternón. «Eso no puede ser el corazón», le respondí, devolviéndole el mate.

Estaba decidido a lo que viniera.

Me agarró la mano, so pretexto de indicarme el lugar exacto donde le dolía. Se desabrochó la blusa y me la apretó contra un seno túrgido, caliente. Cinco minutos después, me desparramaba sobre sus carnes blancas.

[…] y convencí a Graciela de que fuéramos a pasar una noche de sábado al taller de un pintor amigo, que acababa de regresar de Europa. Alfredo vivía en Pocitos, en el décimo piso de un edificio en herradura. Tenía una sala grande, con un ventanal que daba al mar y otro que se abría hacia la parte cóncava por el fondo del edificio. Era un local confortable, ordenado. No parecía el taller de un pintor.

Cuando las copas hicieron su efecto, alguien descubrió que había muerto el pescadito de la pecera. Yo improvisé un epitafio y un requiem en latín. Luego tuve que hacer cálculos mentales y pruebas de mnemotecnia. Como ya se había hecho habitual, bajo los efectos del alcohol me convertí en el principal histrión de la fiesta. Graciela me llevó a un rincón para besarme con ardor. Dijo que esa noche me quería más. Aquel inesperado fervor me puso de excelente humor. Di una misa bufa y eché un sermón que comenzaba con estas aleccionadoras palabras: «Como dijera Nuestro Señor Jesucristo: relajo pero con orden…». Arranqué aplausos. Un actor presente intentó convencerme de que yo había nacido para las tablas. Me invitó a un curso sobre Stanislavsky que se impartía en Teatro del Pueblo.

Y en eso llegó Mosquera, un escenógrafo del Teatro Solís que pintaba un poco y hacía tallas en madera. Había sido amante de Graciela y en otra fiesta habíamos tenido un encuentro nada amistoso. Era un hombre de unos treinticinco años, muy bien parecido y repelentemente seguro de sí mismo. También tenía éxito como histrión. Tocaba guitarra y cantaba bien todo tipo de folklore, sobre todo el del norte argentino. Bebía la grapa a vasos llenos y no parecía hacerle efecto. Aquella noche había venido acompañado de una muchacha y se abstuvo de cortejar a Graciela, pero yo me llené de celos retroactivos. Sabía que eran injustificados pero no pude reprimirlos; y por molestarla me hice un poco el borracho y me dejé mimar por una italiana que podía ser mi madre. Mosquera cantó, hizo chistes y le ganó pulseadas a todo el mundo.

Luego, alguien inventó un juego macabro en que se sorteaban parejas y cada uno debía decir lo que pensaba del otro. La mala suerte quiso que mi pareja fuese Mosquera. Él enfiló su ataque sobre mi condición de «frailecito» y «cagatintas». Yo reaccioné con una inquina retórica. Dije que él era un artista abnegado, que aunque carecía de talento y estaba ya en el atardecer de su vida, insistía aún, meritoriamente, en sus esfuerzos por emerger en la cultura nacional…

Acabado el juego y envalentonado por varias copas de coñac que me había echado a pechos en muy poco rato, seguí como perro de presa mortificando a Mosquera. Si hacía algún comentario gracioso, yo se lo desbarataba. En esa esgrima de la superficialidad, yo era, por lejos, más ingenioso y rápido que él. (Al año de mi salida del convento, tras mi primera separación de Graciela, yo había comenzado a frecuentar los cafés de la bohemia montevideana. Allí logré una gran desenvoltura para el cinismo coloquial, tan de la época. Cuando el encuentro con Mosquera, era ya un polemista fraudulento, citador de obras no leídas, causeur ocurrente, muy hábil en la paradoja, y capaz de perorar sobre artes plásticas, jazz, gastronomía, y muchas otras cosas de las que poco sabía).

Ante mis retruques mordaces, que los contertulios celebraban, Mosquera perdió su sonrisa de inmunidad y comenzó a replicarme con groserías. Hacía evidentemente el ridículo y yo lo azuzaba.

Al verme tan agresivo, Graciela parecía divertida. Para mi sorpresa volvió a besarme con ardor y a la vista de todos. Eso debió de enfurecer a Mosquera.

—Che, niño prodigio —me preguntó de sopetón—: Cuando estabas con los curas ¿nunca te hiciste coger?

Se hizo un silencio total. Yo estuve pensando si echar mano del atizador de la estufa o arrojarle la pecera encima, pero me contuve. Bebí un trago largo y reaccioné como nadie se esperaba. Con absoluto desparpajo admití:

—Sí, una vez…

—¿Y te gustó? —volvió a preguntarme envalentonado.

—No es feo —le dije—; lo que pasa es que la posición resulta muy ridícula.

La insostenible tensión del momento se disolvió en carcajadas. Mosquera quedó como un energúmeno. Era el revolcón difinitivo y me di por satisfecho.

Pero la cosa no paró ahí. Más tarde la gente se puso a jugar a Antón Pirulero, un juego de prendas en que todos simulan tocar un instrumento, al ritmo de una canción infantil. Yo nunca lo había jugado y me equivoqué varias veces en los cambios. Me había sentado en un almohadón con Graciela, junto a la ventana del fondo, al pie de la cual salía una viga de cemento de unos treinta centímetros de ancho, que unía los extremos del edificio, distantes entre sí unos cincuenta metros.

—Que camine diez pasos por esa viga —propuso Mosquera, mientras el grupo deliberaba qué prenda imponer a mis errores.

Antes de que nadie pudiera impedírmelo, me encaramé en la ventana y comencé a alejarme por la viga. De inmediato resonaron a mis espaldas voces de alarma. De frente, un viento bastante fuerte me alzaba el faldón del saco. Cuando ya había caminado cinco o seis pasos, se hizo el silencio. Me sentí solo. El miedo me detuvo. Hice un esfuerzo de concentración y seguí adelante. Me convencí de que no caminaba por una viga a treinta metros de altura, sino por una hilera de baldosas a ras del suelo. Estiré los brazos para buscar equilibrio, aflojé todos los músculos y apresuré el paso.

Volvieron a oírse gritos.

Así caminé mucho más de lo que había pedido Mosquera. Me di cuenta de que lo más peligroso sería dar la vuelta. No sabía cómo hacerlo. Me detuve. Traté de girar y se me ladeó un poco el cuerpo. Oí nuevos gritos. Pensé que lo más fácil sería seguir hasta el extremo de la viga para dar la vuelta apoyado en la pared y regresar como había venido. Pero no lo hice porque en ese momento se me ocurrió una idea homicida.

Me agaché con cuidado sobre una sola pierna y con la otra en el aire, hasta quedar a caballo sobre la viga. Luego giré lo suficiente hasta dejar colgando ambas piernas por un mismo lado. Y por fin volví a quedar a caballo, de frente a la ventana de Alfredo. Mis contertulios apiñados me miraban con horror. El viento me echaba ahora el pelo sobre la frente. En ese momento oí voces a mi izquierda. Por las ventanas de otro apartamento se asomaron algunos vecinos. Alfredo les hizo señas para que guardaran silencio.

Cuando me sentí seguro, a horcajadas sobre la viga, saludé con ambas manos, me puse a tirar besos y a remedar gestos cortesanos. Luego me quité la corbata y la amarré a la viga, gesticulando aparatosamente, como un prestidigitador. Dos minutos después me introdujeron de los pelos en el apartamento de Alfredo, en medio de aplausos, palmadas, insultos y mordiscos lacrimosos de Graciela.

Cuando se calmó el alboroto, un gracioso me entrevistó sobre la singular experiencia, como si yo acabara de cruzar las cataratas del Niágara. Me preguntó qué móviles había tenido yo para emprender tan riesgosa aventura. Yo pedí un vaso de vino y expliqué que como miembro de la AIAF, me había propuesto establecer un nuevo récord.

Todos quisieron saber qué era la AIAF.

Expliqué que era la Asociación Internacional de Alcohólicos Funámbulos. Cuando se acallaron las risas, el improvisado reportero, que a manera de micrófono utilizaba un zapato de mujer, me lo pasó para que aclarara el significado de aquella corbata que yo amarrara a la viga; y yo declaré que cuando los miembros de la AIAF establecían alguna nueva marca, dejaban esa constancia por si algún valiente deseaba emular con ellos. Y me quedé mirando con sorna a Mosquera.

Alfredo y una mujer intentaron detenerlo, pero ya era tarde. A empujones se deshizo de otro. Cuando ya estaba en cuclillas sobre el marco de la ventana, Alfredo se abalanzó por detrás para cogerlo por la cintura, pero él le dio un codazo en el pecho y se lo quitó de encima.

No había dado ni cinco pasos sobre la viga cuando perdió el equilibrio. Hizo desesperados molinetes con un brazo para tratar de recuperarlo. Dio una vuelta entera y cayó de espaldas sobre el cemento. Produjo un ruido sordo, como el eco de un cañón.