Como el mi amigo me diese razón de lo avenido en Alcalá, partíme luego en busca de Mencía, hacia el convento do se había entrado. En hallándome otro día en Madrid, que está puesta en la mitad del camino, como vamos de Alcalá de Henares a Ávila de los Caballeros, fuime en casa de la vieja hechicera, dile dos escudos de oro, le dije que ya había dado cima a mi burla, pedíle que me proveyera con qué raparme las barbas y que guardara su promesa de volverme la color rubia de mis cejas, lo cual cumplió prolijamente, untándome un tinte que sacó de un botecito de mudas. Hecho el metamorfosis, llevóme luego en casa de un ropero de su parcialidad, donde me desnudé el hábito y vestíme de ropas de hidalgo, que yo sabía llevar con donaire. Esa misma tarde, a un subidísimo precio, compré una jaca tordilla, de agua y lana, a quien echaba de vérsele en las costras de las ijadas y llagas de la espuela, lo poco andariega que era; y de allí a tres días entréme en ella caballero a la ciudad de los tales, con el pecho lleno de ansiedad. Y fueron también tres los días que me tardé escogiendo, entre otras muchas trazas que en la imaginación fabricaba, hasta que di en hablar con una alcahueta, quien con las mañas anejas a todas las de semejante trato, persuadió a un anciano pintor de imágenes que me sirviese de medianero. A esa sazón, componía el viejo las figuras del techo de la capilla, que habían criado moho; y por las señas que yo le di, vino en cuenta que mi Mencía no era otra que sor Beatriz, pues tal nombre habíanle dado en el convento. En cuanto tuvo lugar de averiguar cuál era su celda, dejóle caer un billetico mío, donde yo le suplicaba, que si ella venía en mi mismo parecer, no dilatara el buscar coyuntura para salirse de la estrecheza de aquel encerramiento, y que en el punto en que se aviniese a comunicar conmigo, yo compraría una hacanea que ya tenía vista en casa de un tratante (pues Mencía montaba a la jineta como el más diestro cordobés o mexicano), y así podríamos partirnos a Bilbao, y de allí, por mar, a Holanda. Yo me daba a entender que los medios que había puesto para cobrar a mi amada iban harto bien encaminados, maguer que el viejo me prometió entregar el billete, pero no así traerme respuesta, pues temía le castigasen, como la Priora viniese en cuenta de su mensajería. Escribí en el billetico las señas de mi posada y declaréle que como no recibiese respuesta volvería a requerirla con otra traza y harto más carga. Al día siguiente, o esotro, usando de una discretísima industria que ya no hace al caso referir, Mencía me hizo saber que no venía con mi gusto, pues ya me había puesto en olvido; y que perdonaba el tuerto que había cobrado por mi culpa, por parecerle que no había tal tuerto, en haberla enviado a la venturosa vida de servir y desposarse con Nuestro Señor Jesucristo; mas nunca me perdonaría el ser yo matador de su hermano, con la añadidura de que lo tal habíale resfriado todos los ahíncos que por mí sintiera en otra sazón. Aconsejóme y aun púsome en caso de conciencia, que me partiese enhorabuena, pues ella no mudaría propósito y sería por siempre la misma que ahora me significaba, y advirtióme que tendría muy secreta aquella embajada mía, pero a enviarle yo otro mensaje, luego al punto lo entregaría a la Priora, y ésta daría cuenta a su hermano don Felipe, que me haría prender por Justicia.
Aun bien que era su letra, que yo conocía, había dudar si era aquella la su legítima respuesta, o dictado de las otras monjas, que podrían haber dado cuenta de mi traza, con ella comunicada.
Si aquello me atosigó el alma, queda a consideración de Vuestra Merced; mas mi perpleja tribulación no fue bastante a dejar de poner por obra el consejo que se me daba, pues había que estar ciego y no ver por tela de cedazo, para no hacer cuenta que estándose en Ávila el alférez don Felipe, quedaba yo a peligro de un nuevo duelo, que de cualquier forma habría concluido en mi muerte, o en grillos y cadenas. Sobre verme desechado de Mencía, tendría que arrostrar mayores infortunios, y siempre he estado de parecer que no es cordura esperar algo, cuando el peligro sobrepuja demasiadamente la esperanza.
Esa misma tarde, a la hora de las avemarías, me alongué por el camino de Salamanca, de donde pensaba pasar a los embarcaderos de Galicia, con intención de partirme en el primer bajel que se encaminara a Flandes, pues tal habíame puesto Dios en corazón. Torné a sentirme el más despechado y corrido hombre del universo mundo y tras la pérdida de mi madre, que buen poso haya su ánima, y de mi padre, abandonábame también la que yo había hecho señora de mi voluntad; y como suele acontecer que las desdichas y aflicciones turban la memoria de quien las padece, no podré decir cuántas fueron las leguas que anduve por aquel camino, tragando mil muertes a cada paso, hasta que mi jaca, maltrecha por la cabalgata de toda la noche y por la sed del mediodía, que lo era ya, desvióse del camino hacia un arroyo que pasaba el camino de través, bajo una puente de madera. Dolíme de la pobre bestia, apeéme della para darle descanso y dejarla abrevar, mas tal era mi desconsuelo, que me eché a la sombra de un álamo a hablar entre mí mismo y a despedir mis congojosos lamentos, de suerte que me oyeron dos mancebos principales, lo que después acá me mostraron ser, en el que llevaban, rico aderezo de camino, y cuyos dos criados, también abrevaban los caballos y mulas de la partida, a obra de treinta pasos aguas arriba, y a quienes yo no había visto, por cubrírmelos unos frondosos sauces, ni oído, por tener el alma en tanta confusión y desamparo. Los amos, tras ordenar a los mozos que lavaran y refrescaran las bestias, se me acercaron con grande tiento, pues no es cordura apiadarse luego, luego, ante el llanto de los desconocidos, y mucho menos en los caminos de España, llenos de truhanes y pícaros de toda laya, diestros en embustes y simulación de infortunios, que concluyen en sacar tijeras, cortar bolsas y desvalijar a los que dellos se conduelen. Pero era tanta y tan verdadera la zozobra que albergaba mi pecho, que contra toda razón y prudencia, en preguntándome ellos las causas de mis cuitas, despegué el labio por extenso, de todo lo que me aviniera en Ávila; y Vuestra Merced, a quien bien se le entiende de confesiones, ya sabe que de la abundancia del corazón habla la lengua, y también cuánto es alivio a quien declara sus desventuras, ver u oír que otro se duele dellas. A poco a poco, entrambos fueron confiándose de mí; moviéronlos mis lágrimas, y sobremodo el que yo, prófugo de Justicia, desbuchase mis cuitas y otras cosas que no le estaban bien a mi crédito, con tan grandísima sinceridad; y luego preguntáronme para dónde bueno cabalgaba; y al que parecía mayor, no se le cocía el pan, como suele decirse, por conocer más por menudo el discurso de mi vida, que yo referí sin faltar un punto a la verdad.
Cuando acabé mi historia, cerraba ya la noche, y el mayor, cuyo aspecto la edad de veinticinco años le señalaba, y a lo que después acá he sabido sólo hacía veintidós, levantóse en pie con la gallarda disposición que tenía, y me abrazó, dándome su palabra de que jamás, ni en vida ni en muerte, diría a nadie lo que yo le había descubierto y lo tal juró asimismo el menor y entrambos dijeron que era hora de salir a lo raso y buscar posada donde alojásemos, la que no hallamos sino a obra de una legua, cuando ya nos había salteado la noche y era esa hora en que nox humida caelo praecipitat suadentque cadentia sidera somnos, y perdone Vuestra Merced que de cada en cuando cite mis latinicos, pues llevo ha mucho algunos prendidos en el alma, y en esta vida mía, pecadora y facinerosa de los últimos años, sólo he llevado trato con gente por la mayor parte inurbana, sin comunicar con letrados como Vuestra Merced, conocedores del Mantuano, con cuyos levantados y heroicos versos, este mudo que hoy le pide confesión por escrito, se ha consolado a sus solas en altamar, en prisiones e islas desiertas, por asearse el espíritu, escardarlo de sus bajezas y reconciliar con la belleza y con lo humano.
Acostéme tan cansado aquella noche, que de un solo sueño me la llevé toda, y al siguiente día, como tuviésemos de seguir la misma derrota, determinamos de hacer camino juntos. El mayor de mis dos acompañantes, que se llamaba don Tomás de Peralta, contóme que era natural de Segovia, y de allí venía en esa sazón de visitar a sus padres, y se encaminaba a Salamanca do estudiaba leyes, cuatro años había ya. Declaróme que con ser el camino por Medina del Campo de más brevedad y derechura, había hecho la vuelta de Madrid y Ávila, pues también él tenía, en la de los Caballeros, una señora de su corazón que no le correspondía y a la que él diera cualquier cosa por hacer suya para siempre. Y el ser también él enamorado, habíalo movido con tanto mayor sentimiento a compadecerse de mí, cuanto es cosa cierta que los flechados de amorosa pestilencia, fácilmente concilian los ánimos y hacen camarada con los que conocen haber cobrado sus mismas heridas.
El oír su historia, que por momentos no hacía sino avivar mis pesares, llevóse casi la entera mañana. El otro caballero era don Francisco de Peralta, primo de don Tomás, y hacía poco más de diecisiete años. El tío de don Tomás le había encargado a su hijo, para que él, por serle mayor en varios años, se lo llevase consigo a estudiar leyes en Salamanca, y en todo momento se curase dél y le mostrase cómo había de haberse en la vida estudiantil; pues es cosa harto averiguada que todas la universidades, junto de mancebos principales, abundan de hidalgos pobres quienes, por alzarse a mayores, suelen andarse acompañados de pajes bergantes, mal entretenidos y doctos en truhanerías de todo jaez.
Y así, al tercio día de camino, mi ánimo saturnino no estorbó que don Tomás y yo departiéramos a ratos y tratáramos en leyes, historias y políticas, por donde quedó muy suspendido de mi discreción. Lo tal moviólo a hacer conmigo luego muy buena camarada, como si nos conociésemos de luengos años. Declaróme que su padre era un caballero muy rico y que amén de aquellos dos criados que les servían en lo que él y su primo hubieren menester, don Tomás había tenido otro en Salamanca, a quien él había dado estudio, a la manera que se usa darlo en algunas universidades a los criados de lúcidos cascos; y ese tal, en los cuatro años que había estado junto de don Tomás, con ser que siempre se curara de servirlo puntual y comedidamente, nunca recibió trato de criado sino de compañero; pero unos meses antes de que don Tomás se partiese a Segovia, Pedro Sayago, que a lo que yo me sé acordar así se llamaba el mozo, había muerto de hidropesía; y tanto habíase dolido don Tomás, como si fuera su hermano. Y habiendo cabalgado una buena pieza en silencio, por contener las lágrimas y tomar aliento de proseguir su plática, pidióme don Tomás que le estuviera atento, y con mil prevenciones y disculpas, declaróme que él daba por cosa de todo punto sabida, no ser yo por condición ni origen, nacido para servir; mas él me pedía viniese en quedarme a su lado en Salamanca, no como criado, sino para hacerle compañía, pues la mía, con ser tan fresca, ya la tenía por muy grata y no necesitaba hacer experiencia de quién era yo, que mi buen rostro me acreditaba y salía por fiador de mis buenas obras; y así quería que yo le ayudara en algunas menudencias de sus estudios, como copiarle manuscritos y leerle en veces a voz alta, al modo de lo que hacen los estudiantes, y que nunca me pediría servicio alguno que no fuese decente a caballero, reiterándome que para menesteres anejos a su limpieza y regalo, él traía a su mozo, lo mismo que su primo el suyo; y siendo que yo había estudiado leyes en Alcalá, en las que pasamos, andantes pláticas y razones, don Tomás había echado de ver que yo era un mancebo de aprovechadísimo ingenio, afortunada memoria y bonísimas prendas; y así, él quería darme estudio, porque no se desaprovechasen las partes que el Cielo fuera servido de concederme. Y quedó en que si yo venía en el parecer de aceptar su liberal convite, seríamos compañeros de todo en todo.
Se me representó que al cabo, al cabo, el Cielo me enviaba la salud y túvelo a mucha ventura; y asaz fuera sandio si rehusara aquella su largueza. Declaréle muy al vivo cuánto me holgaba del felice encuentro, y que por el acogimiento y señaladísima merced que me hacía, movíame la voluntad a emplearla en su servicio con mucho contento, asegurándole que en su punto y sazón, le daría muestras de que en ser agradecido, nadie me podría hacer ventaja.
En Salamanca híceme llamar Álvaro Cancino a secas, que era el apellido de mi padre y mío legítimo. Vestíme de negro, como es el uso de estudiantes, y entreguéme con tanta fidelidad a ayudar a don Tomás y don Francisco en sus estudios de leyes, como con deleitosa devoción a los míos, que esta vez escogí de letras humanas.
Con don Tomás hice verdadera camarada: fue para mí como un hermano; pero no así don Francisco, quien no sólo érale menor en cinco años y en tres a mí, sino que cualquiera que lo comunicase, echaba de ver a tiro de escopeta, que no era cortado del mismo artífice y paño que su primo. Era muy corto de razones, de ingenio boto, tardo y flaco de memoria, y tocaba en el vicio de envidia, que le nacía de oírnos sin despegar el labio, hablar en los más ilustrados sujetos, así como de ver el donaire y desenfado de nuestra comunicación fraternal.
A los dos años de mi llegada a Salamanca, que fue el de mil y seiscientos y tres, rindió por fin don Tomás a su enamorada de siempre, primogénita de un principalísimo caballero avileño, y rogó a sus padres que se la pidiesen en matrimonio, lo cual fue aceptado y acordáronse las bodas, que tuvieron lugar en la catedral de Ávila. Don Tomás, que ya llevaba seis años en la Universidad, se partió con su mujer a Segovia, por hacerse cargo de la hacienda paterna, a causa que el padre, con ser que no era mucha su ancianidad, padecía un mal de orina que no le dejaba reposar un rato. Al tiempo del partirse don Tomás, se despidió de mí con gran tristeza, declarándome la mucha amistad que me guardaba, ofrecióseme para lo que yo necesitare dél en la vida y quedamos con más privanza que de antes. ¡Ah, y cuántas veces lo tuve de echar de menos! Dejóme acomodado, de suerte que con lo que me diera, podíame yo sustentar cinco años y concluir mis estudios en los que mucho me había distinguido. Leí por entonces con harto júbilo y denuedo a Horacio y Virgilio, y a nadie quedaba en zaga en sabérmelos de coro. Y algunas de mis propias poesías, que las componía no pocas, ora en latín, ora en romance, merecían las más veces alabanzas de estudiantes y doctores, maguer que a las otras, eran envidiadas de quienes se huelgan en escudriñar los escritos ajenos por ponerles falta y dolo y sin haber dado a la luz algunos propios.
En habiéndose partido don Tomás, a quien don Francisco guardaba mucho respeto, no sólo por ser su pariente mayor, sino por el natural ingenio y las partes con que el Cielo lo dotara, el mancebo tomó la mano a descreer de mi buena fe y a dudar de mí; y aun llegó a ofenderme poniendo lenguas a cada trinquete y publicando que yo me andaba en entonos sin fundamento, reventando por parecer caballero y ufanándome de mi privanza con su primo, cuando no había sido más que su criado.
De allí a poco, dejé de comunicar con don Francisco. Siendo que aquel agravio me trajo bastante alcanzado de paciencia, tuve de mudar posada, pues no me parecía cordura tomarme con el primo de mi benefactor; y así propuse de defender que no me disparase con alguna sandez o pasare adelante con afrentas que me hiciesen salir la discreción de sus quicios. Y la antevíspera de un Domingo de Ramos, estábame yo en el coto de los Maldonado, una nobilísima familia salmaticense cuyo único hijo varón, estudiante como yo, me distinguía tanto con su amistad de condecito, como con su envidia de poetastro, de suerte que solía convidarme a sus partidas; pues poco se me entendía de achaque de caza, y menos aún de altanería, en la que mi amigo era sobremodo diestro, por lo que mucho se holgaba de hacerme en ella, la ventaja que no podía hacerme en las letras. Y esa mañana, llegó un mi amigo de galope al coto, por acusarme que un alférez escoltado de varios soldados, había acudido a mi aposento que él partía conmigo, y le había preguntado si allí alojaba Álvaro Cancino; y mi amigo respondióle que así era la verdad, pero que me había partido a cazar en el coto de los Maldonado, de donde regresaría atardecido ya. El alférez habíale preguntado dónde estaba puesto ese coto, por do coligió el mi amigo que ninguno dellos era de Salamanca, y sobre señalarles el camino, lo cual le agradeció el alférez, los vio irse la calle adelante hasta un mesón que quedaba junto de la puente, por do yo tenía de pasar a mi regreso del coto.
Confuso primero de tal accidente, el mi amigo tuvo luego algunos barruntos de lo que podría avenir y, discurriendo con velocísimo curso del entendimiento, salióse a caballo la vuelta del arrabal de Santiago, porque yo viniese en conocimiento de lo acaecido.
Díjome ser el alférez un hombre membrudo, muy alto de cuerpo, de una tez jaspeada, sobre lo moreno, nariz corva y una herida que le alcanzaba casi medio carrillo, por donde sin poner duda alguna, conocí ser no otro que don Felipe de Fuentearmejil, hermano de Mencía, quien habría venido a tomar su venganza, por haberle acusado mi presencia en Salamanca don Francisco de Peralta.
Aquello me heló el alma y por una buena pieza, la terrible nueva dio con mi mucho ánimo al través; pero cobrélo luego, luego; y no fue tanto por temor de un encuentro con aquellos soldados, como por la cólera y el odio tan grandes que me trajo la traición de don Francisco, que esa misma mañana, por la derrota de Medina del Campo, me partí a Segovia tan aprisa que no me alcanzara una jara, y llevando sólo los pocos ducados que guardaba en mi esquero, pues el resto de mi modesta hacienda lo tenía puesto a tributo.
Llegué a Segovia la mañana del Martes Santo, y como no quería dar salto en vago, primero de hacer cosa otra alguna, visité la casa de don Tomás, por tomar el pulso de lo que aqueste supiera y allí conocí ser ciertos mis barruntos, pues don Francisco se había venido a Segovia por el camino de Ávila, y para mí no había dudar de que lo tal hiciera por entregarme a don Felipe, de quien yo sabía que aún servía en aquella ciudad, porque había al pie de dos meses, el azar quiso que topara en Salamanca al hijo del capitán por Su Majestad, bajo cuya bandera hacía la compañía el alférez de Fuentearmejil.
Di por cosa de todo punto cierta, que don Francisco y no otro, fuera el que le descubrió mi paradero, y aunque más lo negara, como ya no había manera de templar mi cólera, en la tarde del Miércoles Santo, lo maté de tres puñaladas en la garganta, como se ajusticia a un criminal, por estar de parecer que hacen ese número quienes acogen en su pecho la traición y el perjurio; y aun creo que todos tales merecen se les cuelgue un sambenito o alguna señal, en que fuesen indubitablemente conocidos por infames.
Persuadido de que todos mis antecedentes pecados eran flores de cantueso en confrontación de aquel crimen, en un día de Semana Santa, el cual era bastantísimo a depararme el fuego eterno y sin remisión alguna, di en abjurar de la religión, en no volver a confesar hasta el día de hoy, en hacerme menospreciador de toda ley y gastador de las buenas costumbres, como asimismo en dudar de las más recibidas verdades. En resolución: determiné de vivir desde ese punto en hoto de mí mismo y no de Dios o de persona alguna, y me fui por ese mundo adelante a medir con mis propios pies todas la tierras de Castilla y la Andalucía, donde tocóme correr las más encontradas suertes; y el diablo, que todo lo añasca, hízome hacer camarada con pícaros del peor jaez, de suerte que a cabo de algunos meses, había aprendido a cortar faltriqueras, a jugar a la taba en Madrid, al rentoy en las ventillas de Toledo; y a poco, acomodéme también al hurto de que hacen uso los esportilleros sevillanos; a espiar por el día a los que salían de la Casa de Contratación, para dar tiento en las suyas por la noche; a hacer camino en los aduares de la gitanería, y aun bien que no fui graduado en leyes por Alcalá de Henares, ni en letras humanas por Salamanca, a lo menos, graduéme en artes de puñalero, tahúr y ladrón, en las almadrabas de Huelva, sin par facultad donde leían cátedra señaladísimos doctores de ciencia rufianesca, de la cual academia salí también rico en cante de coplas al tono loquesco y correntío de las casas llanas, en hablar germanías de pícaros y gitanos, en soltar todo género de rumbos y en hacer jácara de boatos y juramentos para amedrentar en pendencias y borracherías; pero dejemos aquesto aparte, que tiempo habrá donde lo ponderemos y pongamos en su punto, pues hace más al caso desta confesión, dar cuenta de otro pecado del que traigo muy encargada la conciencia.
Paseábame un día por la ciudad de Granada, y en viéndome la viuda de un corredor de lonja, tan rica ella de dineros como ligera de cascos, cebóse de mi juventud y buen talle, hizo designio sobre mí y marcóme por suyo, en el mismo punto y sazón en que yo marcaba por mías sus alhajas: y fue lo bueno, que yaciendo esa noche, ella (una de las mujeres más sandias a quien he topado en mi entera vida) púsose a disparar que mis cabellos le daban vislumbres del finísimo oro de la Feliz Arabia y que mis dientes se le representaban perlas lucidísimas de no sé dónde; y tanto fue su afincamiento por guardarme junto de sí, cual figura de paramento, que salió por tomarme a su servicio como escudero de brazo. Pasé con ella dos meses regaladísimo, pero al cabo me enfadaba tanto el tener de oírle sus mentecateces, cuanto el que no me dejara apartármele ni un negro de uña; de suerte que, tras aliviarla de todas sus joyas y de un talego lleno de doblones, me partí a Sevilla donde puse las prendas en almoneda y granjeé muchísimo dinero.
Y en ésas me estaba yo, dando orden en vender los últimos recuerdos de la viuda, por alongarme luego de la raya de la Andalucía y poner tierra en medio de la justicia de Granada, cuando el Día de Reyes del año de mil y seiscientos y ocho, hallándome acaso en la Plaza de San Salvador, encontré con mi hermano Lope, del que yo sólo sabía que medraba había algún tiempo en la corte, donde desposara a una dama noble que le diera dos hijas. Iba, caballero en un alazán muy lucio y de rico aderezo, ufano y vanaglorioso por delante donde yo estaba, y a par de otro jinete de gentil talle y apostura, que vestía un finísimo coleto de ámbar, por do me di a entender que quien tales hábitos traía y tal caballería montaba, debía de ser persona de mucha principalidad.
Mi hermano pasó gallardeándose en la silla, sin mirar a los lados, de suerte que no reparó en mí. Presumí luego que habría llegado de paso a Sevilla por tomar cuenta del término en que estaban sus negocios, y determiné que no había para qué se dejara pasar aquella ocasión, que con tanta comodidad me ofrecía sus guedejas; de suerte que di en anticipar lo que había tiempo tenía propuesto de hacer: fuime en volandas a una casa de posadas de la calle de Tintores, en busca de un tal Mochuelo, que hacía profesión detratante en una cofradía donde mataban a pedimento; pues había muchos como yo, que preferían pagar la hechura de la obra y ahorrarse la fatiga de hacerla por sus manos; y así, preguntéle qué costa tenía el dar doce cuchilladas a mi hermano, y díjome que la entera monta estaba en sesenta escudos de oro, pues cada una valía cinco. Y yo quedé conforme, con la condición y concierto de que le cupiesen cuatro en el vientre y el resto, a partes iguales, en el pecho y la garganta. Dile veinte escudos a buena cuenta y al día siguiente, sin dárseme nada, vi con mis ojos que habían traído puntual finiquito de lo concertado entre el Mochuelo y mí; y tan fui contento que le completé los sesenta mandados, como era nuestro contrato y más diez encima para él, y muy en albricias, por lo que se declaró comedidamente, gran servidor de mi persona.
En este punto, arrepiéntome de haber dado traza de raptar a una monja; de haber asesinado sin confesión y en un Miércoles Santo a don Francisco de Peralta; de haber abjurado de nuestra Santa Madre Iglesia; de haber cometido demasías y hurtos que, por ser tantos, no conceden ahora lugar para contarlos; de haber creído en supersticiones de gitanos, y de haber pagado a un puñalero porque acuchillase a mi hermano Lope.
Y por demás digo, que estos pecados son aún muy mocosos y de poco momento, en confrontación de otros, que mucho me temo no estremezcan la suma cristianidad de Vuestra Merced, cuando venga a noticia dellos.