SEGUNDA JORNADA

La voltaria fortuna, que mis cosas de mal en peor iba guiando, quiso que doña Aurora, un punto antes de que riera el alba, acertase a penetrar en la alcoba, do nos vio a entrambos, desgreñados y en piernas. Alojaba ella en la estancia frontera de la de Mencía y nuestros congojosos suspiros y angustiosas lamentaciones no fueron bastante quedos, que no la quitasen de su ligero sueño, cuya ligereza no le venía de su mucha edad, sino del su grandísimo celo y de la prudencia y gravedad, que como aya de Mencía y superintendente de la casa, ponía por obra en todo cuanto hacía. Y en habiendo, como había en esa sazón en España, tantas dueñas de luengas y repulgadas tocas, que sólo sirvieron para perdición de castas intenciones, dio mi mala estrella, ¡pecador de mí!, en depararme a aquella doña Aurora, vigilante cual no lo fuera un Argos; y aunque más le suplicamos su silencio, fue predicar en desierto y majar en hierro frío. Luego, luego, descubrió las señales de la honra robada, y no hubo para mí, en el entretanto que ella corría a publicar el delito, sino levantarme en pie, calzar mis borceguíes, vestir presto mis gregüescos, mi jubón, tocarme aprisa con mi montera de raso, y tras ceñir mi espada, deslizarme por el balcón que había escalado, de suerte que en tanta confusión y zozobra, quedó sobre una silla mi cuello almidonado, de grandes puntas y encajes, que había menester mucho trabajo para colocarlo, siendo que de ordinario vestía yo las ropas negras de estudiante, mas no así en aquella sazón en que de regreso de Sevilla, fuérame a buscar a mi amada, antes de hacer otra cosa alguna en Alcalá.

Y antes de añadir otras razones del infortunado suceso que me avino aquel día, debo decir que el mayor de los tres hermanos de Mencía era un mozo de hasta veintitrés años, que escogiera muy tierno aún el ejercicio de la armas, y había unos dos años, tomara estado como alférez de un capitán por Su Majestad, que lo era ya don Felipe III, bajo cuya bandera hacía por entonces la compañía en tierras de Ávila. El segundo hijo había vestido los hábitos de San Ignacio, y el tercero, que frisaba con mi edad, y era un mozo de natural muy colérico, había desgarrado de la casa unos años antes, cuando aún no había hecho los diez y seis, y ofendido por un mal tratamiento que le diera su padre, se había partido en busca de su hermano mayor, por entrarse en los tercios de Su Majestad; y lo tal hubiera hecho, si don Felipe, que así se llamaba el mayor, no le hubiera persuadido de que sosegase el pecho, que se dejara crecer un poco para llevar los trabajos de la guerra y se estuviese con sus padres, para darles buena vejez, siendo que él era el único varón joven que quedaba en la casa; y don Gonzalo, que así se llamaba el menor, determinó de regresar a implorar el perdón paterno, que le fue concedido en albricias. Ese mismo año, mediante el designio de su padre, que quiso darle estudio de leyes, se entró en la Universidad de Alcalá, donde de allí a poco cobrara fama de rijoso y mal estudiante. Este mozo, cuya historia hube de conocer por uno de mis camaradas que bien lo sabía, a causa de que vivía pared y medio de los Fuentearmejil, era un año mayor que Mencía, y de los tres hermanos varones, el más devoto della, y tan sobremodo celoso de todos cuantos la requebraban, que sabedor de nuestros amoríos y encuentros en San Ildefonso y de ser yo bienquisto de su padre, jamás pasó comedimiento alguno conmigo y muy al contrario, mirábame fosco cada y cuando topábamos en los patios o claustros, o en las tabernas do se holgaba la turba alegre de los estudiantes.

Y en aquel amanecer de mis desdichas, traspuesto que hube las altas paredes del jardín de los Fuentearmejil, llegué en volandas a mi aposento, que lo tenía en casa de una viuda, partido con otros cuatro estudiantes, mudé presto mis ropas de camino por las de estudiante, bajo las cuales encubrí mi daga toledana y acudí a San Ildefonso, en busca de mi confesor. Quería alistarme a entregar el alma, pues daba por cosa de todo punto cierta y verdadera, que en semejante sazón, don Gonzalo ya habría hecho juramento de lavar con mi sangre la honra manchada de su hermana. Entre mí, propuse de aceptar con humildad mis culpas y desposarme con Mencía, y a fe que cualquier suerte la tuviese yo por bien empleada, a trueque de tenerla junto de mí; mas para ello era menester que don Alonso no formara escrúpulos en entregar su hija a quien había salido con ser un pobre corriente y moliente, sin hacienda ni renta, lo cual era yo, por perfidia de mi hermano Lope.

A obra de las siete, que fue en acabando la misa de seis, que dijera ese día mi confesor, declaré mi pecado, recibí la reprimenda y dispúseme a cumplir mis penitencias, mas antes que saliese, hinquéme sobre el altar de la Virgen, y por aquello de que «hombre apercibido, medio combatido», así del puño de mi daga y me alongué de la Iglesia a arrostrar lo que el Cielo fuera servido de enviarme, que no fue sino el topar de manos a boca a don Gonzalo, a vueltas de la primera esquina. Roguéle que nos desviáramos unos pasos del grupo que lo acompañaba, para pasar algunas razones, lo cual no pude acabar con él, pues saliósele la cólera de madre y me replicó que antes le sudarían los dientes que atender a mis súplicas y promesas, a quienes no tenía por legítimas sino por muy bastardas; y ante el corro de curiosos y estudiantes que se nos pusieron a la redonda, entre los cuales vinieron a hacer número dos de mis camaradas de aposento, don Gonzalo, al tiempo que desenvainaba el puñal, con una voz tremente y ronca, púsome cual no digan dueñas. Yo hube de sustentar sus denuestos sin tenerme por afrentado, y estúveme quedo, con la daga desnuda en la mano, maguer que sin ánimo belicoso, y antes deseando entre mí que alguien acertara a despartirnos; y ahora me doy a entender que de la mala conciencia por lo avenido la noche antecedente, me nacía aquella blanda condición que mostré entonces. Don Gonzalo era un buen coto más alto que yo y estaba en opinión de ser bonísimo entre los duelistas de Alcalá, pero aquel día, incitado de la cólera y venganza que lo poseía, diputando que matarme era la cosa más hacedera y manual, menospreciador de mi brazo, que no era lerdo ni menguado, mostróse tan en mi daño y acometióme de modo tan osado y de todo punto descompuesto, que al primer lance, sin cobrar ninguna herida, ni saber cómo ni cómo no, lo ofendí por el flanco del hígado, de suerte que vino al suelo traspasado de muerte.

Hubo razones y grita; alborotáronse los circunstantes; los amigos dél acudieron a su remedio y vieron luego que ya estaba los ojos vueltos y el aliento corto, dando muestras de que entregaba el alma; hurtáronme mis camaradas del gentío; corrieron las voces por la cuesta hasta el Colegio Mayor, do dieron en los oídos de un alguacil, quien con dos cochetes se puso en el lugar del duelo y conoció ser yo el matador del caído; pero a aquesta sazón, cuando aún no estaba enjuta la sangre de mi daga, hallábame ya caballero en otro sitio, decantado a obra de quinientos pasos, merced a un estudiante de mi parcialidad y grande amigo mío, que me proveyó de su mula; y ropero hubo que en daca las pajas y de muy buen grado, cambió mis ropas de estudiante por las de un mozo de mulas. A persuasión de mis camaradas púseme en cobro, pues no había dudar que me hallaba en muy grande aprieto, y la muerte de don Gonzalo me granjearía muchos, fuertes y peligrosos enemigos. Los duelos estudiantiles eran castigados con mucha riguridad por la Justicia aun cuando los más, no pasasen de leves heridas. Y el que yo hubiese matado a un mancebo principal de Alcalá, daría conmigo en una cárcel de la que ya nadie me ahorraría. Temí ese peligro, como era razón que lo temiese, siendo que no quería verme pie a pie y solo en aquella estacada y maguer que me quedaba un no sé qué de escrúpulo, no era en mi mano hacer otra cosa que poner tierra en medio, y así busqué coyuntura de partirme luego, luego, sin que persona me reconociese, tomando derechamente de Madrid la vía.

Sin haberme desayunado de bocado ni tener hambre ni por pensamiento, salíme de Alcalá con el alma en los dientes y combatida de mil contrarias imaginaciones. Pesábame por mi amada y pesábame también por su anciano padre, a quien yo privara en un solo día de dos hijos, pues para él no había sino dar orden en sepultar otro día al mancebo y ver a la que ya no era doncella, entrarse monja en un convento, lo cual no otra cosa es, sino darla por muerta. Y viéndome en esta guisa, burlador de la una y matador del otro, di en dolerme de mi suerte con tan verdadero dolor, que cayera en pecado de desesperación si el ángel de mi guarda no se curara de volverme en más cuerdo.

Y ahora abrevio, fray Jerónimo, que no hay más para qué alargue este sujeto, ni me ande refiriendo aquesta parte del discurso de mi vida, que nada hace al caso de aliviar mi alma de pecados, pues en esa sazón no los cometí sino de muy poco momento.

A salvamento entré en Madrid, a quien dejé a un lado por seguir el camino de Toledo; estaba de parecer que la Justicia del Rey menos se curaría de buscarme en la ciudad del Tajo que en la del Manzanares.

Al cabo de algunos días, pese a aquello de que animum debes mutare, non caelum, cobré algún sosiego, respiró mi espíritu y volviéronme los pulsos, que desamparado me habían. Encubierto llevaba yo, entre los arneses de la mula, un esquero con los cuatrocientos ducados que me diera Lope para mi retorno a Amsterdam y tomando consejo de un mozo toledano, en extremo cortés y bien razonado, con quien hice camino y camarada, el cual mozo venía de servir como caballerizo a un corregidor de Guadalajara, compré un asno sardesco, más unas brazas de soga y un par de cántaros, con que entrarme de aguador en Toledo, pues aseguróme que era aquel un oficio muy manual, en que yo ganaría de comer desenfadadamente, sin que nadie lo empachase, y así pensé yo ser bien ponerlo por obra, pues venía de molde con lo que yo había menester y me daría tiempo para el mucho que faltaba, hasta tanto se quietaran los ánimos en Alcalá y llegase el punto y sazón de volver a ella con algún disfraz, por conocer la suerte de la que yo había hecho señora de mi albedrío; y a fe que hubiera andado yo las siete partidas del mundo y los mismos senos de la tierra, sin dejar ostugo donde no buscara, hasta venir en conocimiento del lugar y sitio do estuviese; y así la guardasen con más encerramiento que de antes, yo buscaría coyuntura de enviarle un billetico y declararle cuán verdadero había sido con ella y cuán precipitoso don Gonzalo, y que yo no la había pretendido de burlas y que en las veras del amor que le tenía, no podían caber sino buenos propósitos, por todo lo cual quería hacer concierto con ella, de que me esperase o de partirse conmigo a Holanda, do me fiarían mis parientes, por ponerme en estado de no desdecir de su condición de gentes principales y ricas. ¡Ah, cuán de un sutil cabello tenía colgadas mis esperanzas!

En el entretanto, el oficio de aguador se me acomodaba muy a propósito, siendo que era horro de pecho y alcabalas y no tenía tropiezos ni ocasiones forzosas, ni había, como dicen, alambicarse el cerebro, ni usar contino ni socaliñas, pues de mi mercadería hacíanme grata donación los raudales del Tajo, que en esa sazón iba crecido y casi fuera de madre; y por que nadie tuviese barruntos de mi verdadera condición, di orden en hablar como un mozo rústico y en el entero espacio que estuve en Toledo ni dormí en cama ni cené olla y aun bien que a escondidas lo hiciese, nadie me vio sustentarme sino de rajas de queso y mendrugos de pan. Con aquella cubierta, nadie acertó a tenerme por gente mal entretenida, ni fui juzgado, ni preso por vagabundo, y una sola carga de agua, que vendía toda entre la morisma del Alcaná, era bastante a granjearme de comer y algo más, de suerte que no menoscabase los cuatrocientos ducados, mi única hacienda.

Al cabo de tres meses arreos, parecióme ser llegada la sazón y punto de poner por obra mi propósito, que hacía tiempo lo tenía fabricado.

En Toledo, había tenido cuenta, siempre que me salía de la ciudad, de andarme descalzo, por endurecer mis pies y volverlos juanetudos y callosos, y cuando juzgué ser bien la partida, vendí el asno, la albarda, los cántaros y fuime en la misma mula del mi amigo estudiante, que en el entretanto me había guardado en su casa el mozo toledano, con quien hiciera camarada, en huyendo de Alcalá.

En Madrid, ofrecí diez ducados y mi ropa de aguador a un fraile mendigante, porque trocase conmigo su hábito, y como viese la mucha presteza y ninguna pregunta con que aceptó mi ofrecimiento, se me asentó luego que el tal fraile tenía más de embelecador que de vísperas. Me vestí de aquel hábito astroso y hediondo, y vínome bien, pues no tenía otra hechura sino ser de una tela basta que se ceñía con una cinta a cualquier talle y maguer que me hacía mucho asco me di a entender que no tenía de lavarlo, pues a los frailes mendigantes mejor les está oler a bacalao que a algalia. Otro día, una de esas viejas que hacen número en la canalla hechiceresca, y preparan filtros y ensalmos, proveyóme de un tinte negro e hice que ella misma me lo untara, con ocasión de que era yo un hidalgo que quería hacer monas a un pariente. Y esotro día, caballero en mi mula, en hábito de San Francisco, negras mis barbas y cejas, que de natural tenía rubias, y con el capuchón embozado, llegué cuando era ya anochecido, a una venta que está puesta a obra de una legua de Alcalá, como vamos de Madrid a ella. Suspendióse el ventero de ver a un fraile mendigante acomodado de tan buena cabalgadura y repetíle lo que ya había declarado con grande flema y disimulación a unos cuadrilleros de la Santa Hermandad que me lo inquirieron por el camino; que la mula no era mía, y que un hidalgo de Alcalá, habíame hecho en Madrid una grandísima limosna, y a contracambio, habíame pedido que le llevara su mula hasta esa venta, donde uno de sus criados pasaría a cobrarla, y que habíendome yo ofrecido a llevársela hasta su casa, él había rehusado temeroso de que su señora madre no se llenase de zozobra, como viese regresar la mula sin su hijo, quien a esa sazón, por recuestar con boato a una dama madrileña, ya no quería andarse en la mula, sino montar un caballo engalanado y brioso, amén de excusar el tener de volverse a Alcalá con la mula de reata.

Di tan buen color a mi mentira, que así a la cuenta de los cuadrilleros como del huésped, pasó por verdad, y a este pedí por fin un trozo de pergamino, pluma, tinta y tijeras, de todo lo cual me proveyó al momento; y con ello escribí sobre el pergamino con grandes letras: JESUCRISTO, HIJO DE DIOS, SALVADOR; y luego, en menos de un credo, cortélo por do lo había escrito, a vueltas y a ondas, de modo que quedase el pergamino partido en dos mitades, que luego encajaran igualmente y al justo, y la una pudiese henchir los vacíos de la otra, al modo como se usa cortar las contraseñas. Dile una mitad al ventero y díjele que proveyera caballeriza y cebada, hasta que el sobredicho criado llegara desde Alcalá con la otra mitad de la contraseña, que yo le daría al día siguiente, el cual criado se llevaría la mula y pagaría lo que su amo debiere por pienso y posada.

Hízome el huésped limosna de una escudilla de habas, dióme posada en un pajar, y al otro día, antes que se descubriese el alba y pareciesen distintamente las cosas, partíme hacia Alcalá, con buen compás de pies.

Sabía que no me conocerían con aquellas barbas morenas y mis pies embrutecidos en las aguadas de Toledo, y yo de mío daba traza de que nadie pudiese verme el rostro de lleno, a causa que llevaba inclinada la cabeza y el capuchón muy por cima de la frente, en guisa de penitente.

En saliendo de San Ildefonso, encontré con mi amigo el de la mula. Acerquémele con ocasión de pedirle limosna, haciéndole primero del ojo, y me le signifiqué el que era. Roguéle que nos viéramos antes de que hiciese más día y él me contestó que buscaría coyuntura de no ir esa mañana al claustro, sin que lo advirtieran sus camaradas, que eran los míos, y que lo aguardase en la otra ribera del Henares, cabe la Parroquia de Santa María.

Pareció puntualmente a obra de media hora, dile el contraseño de la mula para que la cobrase cuando quisiera; preguntéle si había venido a noticia y podía darme relación de lo avenido en casa de los Fuentearmejil después de mi partida, y por abreviar razones, en muy escuetas díjome que a don Alonso el descaecimiento le había apocado tanto la salud que estaba a pique de entregar el alma, y que mi Mencía se había entrado monja en Ávila, do la llevaron los oficios del hermano mayor, quien hacía aún la compañía en ella y granjeara el beneplácito de la Priora, en el Convento de las Carmelitas de Santa Teresa.

Hasta este punto, arrepiéntome de haber matado a don Gonzalo; y podría confesar otras muchacherías y nonadas que callo, pues son de burlas para las que más de veras se siguen en el discurso de mi vida y que ha mucho me desasosiegan el alma.