Cuando me aparecí en casa de Lucho estaba muy demacrado. Tía Sara, algo alarmada, tartamudeó una bienvenida y se empinó en la punta de sus chancletas para besarme. Sus manos olían a sosa y lejía. Lucho me dio un abrazo. Estaba muy canoso y había perdido un par de dientes delanteros. Supuso que yo venía de vacaciones. Sin muchos detalles, le dejé entrever mi renuncia al sacerdocio. Discretamente, me sondeó sobre mis nuevos proyectos. Yo no tenía ninguno. De momento proyectaba trabajar en lo primero que hallara.
Lucho me oyó asintiendo, sin dejar de pedalear en su máquina.
Sara me hizo espacio en el mismo roperito cojo que antes compartiera con Lucho y el Toto, para reubicar mis pertenencias. Sentí tristeza y algún despecho. No creía merecerme aquel mueble por segunda vez. Tras haber vivido varios años en cuartos soleados, silenciosos, abiertos al aire seco y diáfano de las sierras de Córdoba, la pobreza de Lucho me agredía con el olor avinagrado de las colchas; se reflejaba en los espejos descascarados, en la cursilería del cuadrito versallesco donde un galán de empolvada peluca requebraba a su dama a la orilla de un lago; en el desamparo de los frasquitos de perfume vacíos que tía Sara adornaba con moños rojos y disponía en hilera, sobre una repisa cubierta por un papel de florecitas tijereteado en los bordes; era el traqueteo de la Singer, la radionovela de los vecinos, el chancletear de Sara con sus palanganas de ropa apoyadas en la cintura. Y no sé por qué turbiedades de mi alma, en vez de gratitud ante la renovada solidaridad de Lucho y los suyos, sentí una rencorosa aversión, como si fueran culpables de aquella pobreza tan llena de contenidos. Al tomar conciencia, sentí una repentina angustia. Quizá labajeza de aquel sentimiento, confirmaba la acusación de felonía con que me expulsaran de la Orden. Para reprimirlo salí a pasearme por la Rambla. Una hora después, con las técnicas suasorias que aprendiera durante los Ejercicios Espirituales, tras repetirme que eran mi única familia y mis benefactores de siempre, logré sustituir el rencor por un vago sentimiento de compasión.
De regreso pasé por casa de Carlitos. Me recibió con su vozarrón afectuoso y un abrazo palmoteado. También me produjo cierto desagrado. No me daba gusto reencontrarme con su vulgaridad. El pelo rojo se le había encanecido en las sienes. Muerta su mamá, se había casado con Tita, una mujer de mejillas muy rosadas, bobita, sonriente, bastante menor que él. Se mostró contento de verme. Le pareció natural que hubiese perdido mi vocación por el sacerdocio. Al calor de unas grapas que sirvió, se puso a jaranear. Como era de rigor, evocó las trastadas que le hicimos a don Licinio, y así supe que había vendido la farmacia y se había marchado a su pueblo.
Días después, un domingo, me invitó a almorzar en su casa. Tita preparó unos ñoquis en mi honor. Después del almuerzo, en el que ambos tomamos mucho vino, anunció que iba a sestear y que si yo quería me acostara en el altillo.
En el acto me enamoré de aquel cuarto espacioso construido en la azotea, con un gran ventanal abierto hacia el mar. Esa misma tarde hicimos la mudanza. Carlitos no quiso oír hablar de alquiler. Mientras no necesitara nada mejor, el altillo era mío y gratis. Ni una palabra más.
Desde mi regreso me había puesto a consultar los avisos de El Día en busca de trabajo, pero no encontré nada. Fuera de los clasificados, había un llamado a un concurso de oposición. Se ofrecían cinco plazas para profesores de matemáticas en liceos del interior del país. La admisión de aspirantes cerraba a mediados de febrero. Al día siguiente fui a inscribirme. El concurso se efectuaría en julio, seis meses después. Cuando se lo comenté a Carlitos y le pregunté si mientras tanto no habría algún trabajo para mí en la Singer, declaró que yo no servía para vender máquinas de coser; y que en eso, él estaba seguro de no equivocarse. Estimó que yo debía tomarme esos seis meses para preparar el concurso. Él podía prestarme algunos mangos. Aparte de que las cosas en la Singer le marchaban mejor que nunca, se había hecho socio capitalista de un primo suyo diariero, y habían comprado un quiosco en Malvín que estaba dando mucha guita. Yo le pagaría cuando empezara a cobrar. Mientras tanto, que aprovechase lo que quedaba del verano, que fuera a la playa, que me distrajera, que me consiguiera una novia, en fin, que aterrizara. Y lo pasado, pisado. Él estaba seguro de que un cerebro como yo, no podía fracasar en el concurso. Y yo también lo estaba; de modo que acepté su propuesta.
Sin embargo, yo necesitaba ante todo exculparme. Bajo su fórmula de «felonía», los jesuitas me acusaron de traición y deslealtad a la Compañía. Se comportaron como soldados. Me abrumaron con su desprecio. Y desde que se produjera la primera crisis, nada me habían aclarado. Nadie se molestó en sacarme de errores. Y al prohibirme leer, me dejaron indefenso, asediado por las dudas.
En vez de ir a la playa, comencé a encerrarme desde la mañana hasta las once de la noche en la Biblioteca Nacional. Necesitaba un mano a mano con los Doctores de la Iglesia. Sólo ellos podrían apaciguarme. Si sus libracos daban la razón a los jesuitas, yo trataría sinceramente de remozar mi fe. Pero si mis intuiciones sobre la gracia o la fe resultaban certeras, me vería exculpado y podría buscar a Dios por otros caminos.
Tras leer el Tratado de la Gracia, comprobé que San Agustín era, grosso modo, como nos lo explicara en Nazareth el padre Grijalvo. El Augustinus de Jansenius me proporcionó cierto alivio y la sospecha de que los teólogos jesuitas desvirtuaban o no habían entendido a San Agustín. Pero el sosiego que buscaba no lo hallé hasta concluir la ardua lectura de Santo Tomás, en latín. El doctor Angelicus fue mi definitivo aval contra la teología jesuítica. La Summa representa esa armonía entre fe y razón que yo ansiara desde niño, cuando preguntaba al padre Nuño si las matemáticas no eran tan verdaderas como la existencia de Dios. Al darme la razón, el doctor Angelicus me devolvió la paz. Llegué a embriagarme con su obra.
Un día en que andaba un poco acatarrado, leí de corrido desde la mañana hasta bien entrada la noche, sin pausa al mediodía. Me dio un mareo fuerte y tuve que esperar un rato, sentado, a que se me pasara.
Al otro día amanecí con fiebre y tos. Carlitos insistió en traerme a un médico del barrio que me encontró bastante anémico. Le conté que había pasado casi dos meses leyendo catorce o dieciséis horas diarias y comiendo mal. Fuera del café con leche, acompañado de bizcochos, pan y manteca, que Tita insistía en servirme, a veces me pasaba el día en blanco y por la noche sólo me cabía un sandwich, una pizza, o cualquier otra soncera. El médico me recetó vitaminas y sol. «¿Si no tomás sol, cómo vas a sintetizar la vitamina D?». No sé por qué, pero aquella falta de síntesis me asustó. En cuanto estuve mejor comencé a ir a la playa. Era a finales de febrero. Hacía ya un poco de frío y no había mucha gente.
En pocos días recuperé el apetito, cambié de color, gané optimismo. Pero más que del aire marino o del sol, disfrutaba yo de la vista de aquellas mujeres semidesnudas. Las veía pasar hundiéndose en la arena, tenderse boca abajo, cerca de mí. «¿Y por qué no?», me dije un día, en que me vi forzado a masturbarme bajo el agua.
El único pecado consistente, reiterado durante todos mis años conventuales, que yo confesaba con vergüenza y un sentimiento de indignidad, era la masturbación, en la que solía incurrir varias veces al día. Pero ahora era un seglar. Ya no estaba obligado por ningún voto de castidad. ¿Por qué no?
Una noche entré a un prostíbulo de la calle Rio Branco. Me tocó una rubia oxigenada de unos treinta años, un poco desgarbada pero muy bien de abajo. Cuando me lavaba con permanganato y me apretó el glande para comprobarme, estuve a punto de eyacular. Luego, me demoré segundos. Esa misma noche regresé excitadísimo y me tocó una gordita petisa. Mientras me desvestía ella canturreaba al unísono con Libertad Lamarque, que lloriqueaba madreselvas desde la radio. Ya abierta de piernas bajó el volumen pero siguió más atenta al tango que al coito; y en cuanto acabé, con la misma mano que bajaba un rollo de papel higiénico subía a Libertad en el dramático treno final. Recuerdo perfectamente que la penetré en «si todos los años tus flores renacen» y terminé en la prolongada pausa del «por qué ya no vuelve». Me vestí de prisa al compás de El choclo y ella, con la mirada ida, se tarareó un croissant. Curiosamente, ese profesionalismo descarnado me excitaba. Después de pagarle, me acompañó con los senos al aire hasta la puerta de su cuarto. Y esa imagen de la petisa me excitó durante semanas. Se llamaba Suzanne. Era francesa. Me contó que había emigrado por seguir a un milonguero que la alzó de Marsella. Al día siguiente me hizo la primera felación y quedé absolutamente hechizado. Me convertí en su habitué de muchos días continuos. En ella descargaba los ímpetus que reprimía en la playa. Y ante tanta lujuria sentí necesidad de confesión.
Una tarde quise ver al padre Nuño y llamé por teléfono a la Sagrada Familia. Pero ya no estaba en el colegio. Dos años antes había sufrido una hemiplegia y la Orden lo había enviado a un retiro, en Peñarol. Supuse que estaría muy cambiado, senil quizá. Preferí no verlo y guardar el querido recuerdo.
Por esos días conocí al padre Castelnuovo. Era un hombre esbelto, muy dinámico, deportivo. Sobresalía como pelotaris en el frontón del Euskal Erría. En esa época era párroco de una iglesia del Reducto. Un tal Durán, que trabajaba en la Biblioteca Nacional, estudiante de escribanía, me lo había recomendado como buen teólogo.
El padre Castelnuovo había estudiado en Lovaina. Manejaba con soltura la filosofía contemporánea. Era un conversador ocurrente. Cuando le conté mis tribulaciones teológicas se echó a reír. «¿En qué mundo vivís, muchacho?». Me pidió literalmente que me dejara de joder con Santo Tomás y Jansenius. Quedé helado. Nunca había oído a un sacerdote hablar de vos ni decir palabrotas. Me explicó que nuestro siglo necesitaba católicos militantes, no exégetas. Por supuesto, estaba bien conocer la Patrística, pero no internarse por sus laberintos al punto de olvidar la problemática del siglo XX. Había que leer a Maritain, a los neotomistas, la obra de Mauriac, Bernanos, Papini, autores que abordaban el tema de la fe desde una perspectiva contemporánea. Y si San Ignacio fue grande, se debió a que supo ubicarse en su tiempo. Simuló asombrarse de mi ignorancia sobre los hechos de la Segunda Guerra Mundial. «¿Pero vos no comprendés que esto plantea problemas mucho más vigentes que las disputas entre Port Royal y los jesuitas?». Me despidió sin confesarme. No se sentía dispuesto a lidiar con un hombre del Medioevo.
Aquel cubo de agua fría produjo, algún tiempo después, sus efectos benéficos. Sentí necesidad de ponerme a trabajar. En otro aviso de El Día pedían «personas imaginativas y con excelente redacción para trabajo independiente y muy bien pagado». Llamé por teléfono y me dieron cita para tres días después, a las ocho de la mañana, en una escuela de comercio que quedaba en la calle Andes. El aviso había atraído a unas veinte personas, en su mayoría jóvenes. Nos hicieron tomar asiento en un aula y a las ocho y media apareció el señor Tejerías, atildado, oliendo a lavanda, en un traje sport muy bien cortado. Se presentó como gerente de Parnaso Ltda. en Montevideo, una agencia de representantes de artistas con sede en Buenos Aires, que entre otras actividades contrataba libretos de radioteatro. La Parnaso suministraba argumentos esquemáticos que los plumíferos debían convertir en libretos conforme a una preceptiva elaborada por ellos. Los libretos podían contener entre treinta y noventa capítulos, para veinticinco minutos en el aire. Contra entrega de cinco capítulos, la agencia pagaba en el acto, a razón de tres pesos cada uno, pero se reservaba los derechos de autor. Los que se sintieran capaces de realizar ese trabajo o dispuestos a aprender el oficio, que permanecieran en el aula, pues de inmediato se les iba a someter a una prueba. La mayoría se marchó. Sólo quedamos cinco o seis valientes. Hubo algunas preguntas sobre las características del trabajo. Alguien quiso saber cuánto demoraba un profesional en escribir un libreto para veinticinco minutos de actuación. Tejerías respondió con tantas digresiones que nadie pudo saber si se hacía en dos o en diez horas. Yo pensé que si algo de lo que Tejerías decía era verdad, con sólo trabajar por las mañanas podría obtener un sueldo mensual de unos ochenta pesos, que en ese entonces me eran muy atractivos. Si la cosa resultaba, tendría la ventaja de no verme supeditado a horarios ni a relaciones demasiado formales de trabajo. Decidí someterme a la prueba.
Primero llené una planilla con datos de identidad y luego un cuestionario sobre mis lecturas, gustos personales, etcétera. La prueba en sí era un test de capacidades literarias y muy original.
Bastaba con escribir una historia de no más de quinientas palabras, sobre una pareja de jóvenes que se encuentran en la calle. Podía hacerse con un tratamiento cómico o romántico. Pero si alguien hacía las dos historias en dos horas, tendría mejores posibilidades. Y si alguno de los candidatos era capaz de hacer poesía, podía componer un poema, libre o rimado, cuyo último verso dijera «el murmullo sombrío de los pinos».
La historia cómica me salió de inmediato. Me inspiré en el atildamiento de Tejerías. Imaginé un galán de los que en esa época se apostaban en las esquinas de la Avenida 18 de Julio a piropear mujeres. Una muchacha hermosa le sonríe. Mi galán la aborda valerosamente y al principio cree dominar la situación, pero poco a poco va dándose cuenta de que la muchacha le está tomando el pelo. Atusándose el bigote, él le pregunta qué impresión se había llevado ella, a primera vista. Ella le declara que le había parecido un tipo inofensivo. ¿Por qué? Por el bigote: un hombre de verdad no necesitaba llevar adornos en la cara. Además, las manos manicuradas, el saco entallado, la loción que se ponía, le confirmaban su conjetura inicial. Y al llegar a una esquina de la Plaza Libertad, le había presentado a un orangután de manos peludas que la estaba esperando. «Estos son los hombres que a mí me gustan», le había dicho al despedirlo.
La historia romántica transcurría al atardecer, en un parque abandonado. Era el encuentro de dos seres solitarios y todo el énfasis estaba en la descripción del paisaje.
Ambas historias eran bodrios, pero las había escrito en menos de una hora. Me di por satisfecho. En el poema, en cambio, me lucí. Hice dos sonetos. Uno en el estilo de Quevedo y otro en el de Góngora. Parte de los ejercicios que hacíamos en Nazareth, durante los cursos de literatura, era imitar el estilo de los líricos. Y con los del Siglo de Oro español habíamos trabajado hasta el hartazgo.
Después supe que la Parnaso Ltda. repetía quincenalmente la prueba en Montevideo y semanalmente en Buenos Aires. Era el semillero del que se nutría el negocio. A veces pasaban meses sin reclutar a nadie, pero les caían muchas ideas que luego se expandían y depuraban en manos de sus profesionales. Me consta que de allí surgimos varios calcógrafos rioplatenses.
En aquella ocasión les fue bien. Dos de los postulantes habíamos pasado la prueba. Al otro día, cuando llamé para conocer el resultado, me citaron por la tarde en una oficina del Palacio Salvo, donde volví a encontrar al gerente. Me dijo que mi prueba había sido la mejor. El lenguaje le sonaba un tanto intelectualista y los diálogos debían ser más pedestres; pero en general, como ejercicio de improvisación, mi prueba le parecía excelente.
Tejerías era un hombre práctico, y bastante más inteligente de lo que aparentaba. Durante años había sido empresario en teatros de zarzuelas. Era argentino de nacimiento, pero hablaba como madrileño. Había vivido mucho en España. Me recomendó que oyera programas de radioteatro y tratara de imitar la sensiblería consagrada por el público de amas de casa, árbitro indisputable del género. Sobre todo, que procurara cerrar los capítulos con escenas de tensión que aseguraran la continuidad de la audiencia. Por fin, me dio un guión escueto para treinta capítulos. Cuando terminara los primeros cinco, debía llevárselos. Si resultaban buenos, me los pagarían de inmediato, pero si no servían debía llevármelos y rehacerlos. Me advirtió que eso sería lo más probable durante las primeras semanas. A todo escritor novel le costaba aprender el oficio. Eso no se lograba de un día para otro; pero, en fin, yo era un hombre joven, talentoso, y si persistía un poco, me aguardaba un porvenir inenarrable, etcétera.
A la semana lo sorprendí con los primeros cinco capítulos. Tejerías no había pensado verme de regreso tan pronto. Los leyó y me los aceptó sin enmiendas. Ordenó que me pagaran, me felicitó y me despidió con una sonrisa. Los quince pesos, más algo que me prestó Carlitos, sirvieron para comprar una Underwood de segunda mano. Me puse a teclear febrilmente hasta que terminé aquel primer libreto. Hice dos más entre marzo y abril con los guiones que me daban. Invariablemente se trataba de historias de amor: un marino decepcionado de las mujeres, después de haber arrastrado su escepticismo por los siete mares, reencuentra el amor en un puerto perdido del Océano Índico; una madre que tras muchos sufrimientos consigue reconciliar a su hijo, mortalmente ofendido con el riquísimo padre por no haberle consentido matrimoniarse con una florista; un ladrón tipo Raffles que se regenera al enamorarse de una mujer a cuya casa había entrado a robar. Y así por el estilo. Bastaba con saberse algunos trucos.
Aburrido de los engendros, un día le propuse a Tejerías que me dejara desarrollar un argumento propio. Aceptó a condición de que le dejara ver el guión antes de ponerme a escribir los capítulos. En tres días le preparé un argumento para sesenta programas. No era más que la adaptación al ambiente montevideano de los años cuarenta, de la novela Orgullo y prejuicio de Jane Austen, que acababa de leer. Le gustó y me pidió que lo escribiera. Lo terminé a razón de dos capítulos diarios en poco más de un mes. Sólo trabajaba por las mañanas. En julio de ese mismo año la pasaron por Radio Belgrano, en Buenos Aires. Tuvo un éxito considerable, tal como había previsto Tejerías, quien sin esperar el resultado me encomendó otros argumentos. Era algo nuevo, más fino, según decía entusiasmado. Me ofreció un peso más por cada capítulo si yo ponía el argumento. Aquello me resultó un negocio. Trabajando cinco o seis horas por la mañana redondeaba doscientos pesos mensuales, que para mis veinte años eran una fortuna.
Con el inglés que cursara en Nazareth, yo podía leer bastante bien la literatura británica del siglo XVIII. Me interesé por el período luego de haber descubierto en los catálogos de la Biblioteca Nacional, que había muy pocas obras traducidas al español, por lo menos en ediciones recientes. Me asocié luego a la biblioteca circulante del Anglo-Uruguayo, donde abundaban obras de Richardson, Fielding, Smollet, Goldsmith, Sterne, y comencé a plagiarlos tenazmente. La Parnaso Ltda. me ofreció entonces un contrato en el que aparte de los libretos que yo mismo escribiera, me pagarían a razón de dos pesos por capítulo, lo que ellos llamaban «guiones ampliados». Ya no eran las «morcillas» esquemáticas que daban a los plumíferos para elaborar libretos con su propia sazón y detalles ad libitum, sino una verdadera sinopsis, con descripciones más pormenorizadas de las escenas y ambientes, con personajes definidos a priori y con la trama bien cocinada.
La Parnaso comenzó a interesarse más por mi fertilidad argumental que por mis propias facturas literarias. Cuando llegaba a las oficinas me trataban como a un personaje. Luego supe que la agencia suministraba libretos de radioteatro a unas veinticinco emisoras del Río de la Plata y que luego negociaban o canjeaban con otras agencias de América del Sur, México y Cuba. La demanda era grande y prefirieron que yo les proporcionara cuatro argumentos mensuales y no un solo libreto, por bien escrito que estuviera.
Aquel trabajo se me hacía más variado y ganaba mucho más. Al principio, la lectura de los originales en inglés me tomaba demasiado tiempo, pero en un par de meses adquirí una aceptable soltura. Ya no necesitaba tanto diccionario. A veces alcanzaba a leer en una mañana una novela completa y luego convertía a un lord de Northumberland en un agente neoyorquino de seguros; hacía de su manor un inmueble de propiedad horizontal; resucitaba a Pamela o Clarissa Harlowe como eficientes secretarias; o despojaba a Roderick Random de su nacionalidad y lo convertía en un pirata holandés que en vez de sitiar Cartagena de Indias atacaba los saladeros de Maldonado y moría ensartado en el facón de un gaucho patriota. ¡Las Musas me perdonen!
Por supuesto, ya en julio había renunciado al concurso de matemáticas. Me interesaba mantenerme en la capital, en contacto con el padre Castelnuovo, a quien había empezado a ver con frecuencia. Además, estaba satisfecho con lo que hacía. Era mucho mejor que lo que se oía habitualmente. Y me complacía el saberme solvente. Hice regalos a la familia de Lucho, a la esposa de Carlitos; en el altillo instalé libreros, un biombo, un escritorio de caoba labrada y varios sillones finos.
Me convertí en un personaje. Las amas de casa repetían mi nombre, mencionado en las radionovelas y comentaban los argumentos de mis libretos. El barrio me consideraba una celebridad. Y aquel mundo de fantasía sin frenos al que me lanzaba desde la cama, alternaba por las noches con mi lujuria prostibularia, pero ya sin tanto remordimiento gracias al padre Castelnuovo.
Desde la primera entrevista me había picado. Persuadido de que tenía razón, me tomé muy en serio su exigencia de ponerme al día con nuestro siglo. Por las tardes, después de mi trabajo, me ponía a leer tenazmente. Durán, el empleado de la biblioteca, me dio otra gran ayuda al ponerme en contacto con un tal Ramazzo que, desde hacía más de quince años, recortaba diariamente todos los periódicos importantes de Montevideo y clasificaba la información por materias. Era un hombre extraño, aficionado al ajedrez, al bridge, a las matemáticas y sobre todo, a hablar de la Segunda Guerra Mundial desde una perspectiva bastante izquierdista. Yo me lo gané por el lado de las matemáticas y luego me convertí en un habitué de su casa. A los dos meses ya estaba bastante al día. Y volví a ver al padre Castelnuovo. Complacido con mi reacción, me tomó bajo su tutela. Poco a poco me fue imponiendo de los problemas del cristianismo contemporáneo; me inició en el neotomismo, me habló de los curas obreros en Francia e Italia y me limpió la cabeza de lo que él llamaba mis «telarañas medievales». Él se había ordenado poco antes de la guerra y desde Bélgica había vivido de cerca toda la efervescencia filosófica y política de los años treinta. Su inquietud lo había llevado a tratar gente de todos los credos. Mantenía corresponsales y recibía publicaciones en varios idiomas sobre tópicos, para mí estrafalarios, como el budismo zen, las investigaciones antropológicas en África, la actividad de los sectores protestantes y otros, que no imaginaba pudieran ofrecer interés a un párroco montevideano.
Un día le confesé mi preocupación por la lujuria de mis relaciones con prostitutas. Él comentó que eso estaba bien para aprender. Amar también era un oficio y convenía no tener conflictos al principio. Me aconsejó cuidarme de las gonorreas y buscarme a alguien que fornicara por amor. Y no me impuso ninguna penitencia.
Un sábado me llené de valor e invité a Graciela al cine. Era una muchacha esbelta de enormes ojos negros que trabajaba en la oficina de Parnaso Ltda. Tenía veintitrés años y vivía separada del marido, en casa de una amiga.
En el cine se mostró fogosa sin yo estimularla. Al salir fuimos a La Americana a tomar un cóctel; y cuando la acompañé hasta la casa me invitó a pasar. Ya era muy tarde y la amiga se había acostado.
Fue una noche memorable. Ella se divertía con mi torpeza. Decía estar emocionada por ser la primera vez que se comía un virgo. Y después supe que también había disfrutado de mi anatomía y juventud.
Al otro día era domingo y quiso que me quedara en el apartamento. Por primera vez falté a misa en muchos años. Nos pusimos a beber. Mientras ella cocinaba yo me sentí hombre. Me dejé la camisa desabrochada, como hacía Carlitos, para que los pelos del pecho me asomaran por encima de la camiseta. Estaba orondo de mi masculinidad.
Lucy nos había dejado solos por la mañana y regresó a mediodía. Yo estaba inspirado. Me puse a cantar y a hacer gracias que ambas me festejaron. De la euforia y el vino nació un personaje desconocido para mí. Graciela, manifiestamente complacida, me encerró en el cuarto y tuvimos otro round.
Además de hacer mis primeras armas en el amor, con Graciela aprendí también a beber, a fumar, a bailar y a vestir con alguna elegancia. Al poco tiempo comencé a ayudar con treinta pesos mensuales para el alquiler de sesenta que pagaban entre las dos, por aquel apartamento de la calle Convención.
Dejé de dormir en casa de Carlitos, pero iba todas las mañanas, desde temprano, a trabajar al altillo. Me había acostumbrado a la vista del mar, a los muebles y el silencio.
Mis amoríos con Graciela me robaban mucho tiempo. Para no disminuir mi ritmo de trabajo, estuve varias semanas sin ir a ver al padre Castelnuovo. Los domingos prefería oír misa en cualquier iglesia del centro, más cercana. Y un día en que volví al Reducto, me encontré con que Castelnuovo ya no estaba en su parroquia. Lo habían trasladado a Paysandú. Se había marchado la semana precedente tras una áspera disputa con la jerarquía del arzobispado, según supe después. Parece que la controversia era vieja, y de no haber sido por su excelente labor como párroco lo habrían demovido mucho antes. A él se debía la ampliación de la capilla con fondos recaudados en el barrio; había conseguido que el Municipio le cediera unos terrenos para construir una cancha de fútbol, otra de básquetbol y un club para obreros católicos. Tras organizar cruzadas populares para ayudar a las familias más necesitadas, había fundado una escuela nocturna, una biblioteca circulante, y sobre todo, mantenía la parroquia llena de fieles. Pero algo debió suceder en esos días para que lo retiraran tan repentinamente. Supe que un domingo, desde el púlpito, se despidió de su feligresía y se marchó sin comentarios. Fue para mí una pérdida importante.