PRIMERA JORNADA

Fue mi padre, don Juan Cancino de Mendoza, un caballero sevillano, con solar en Carmona, que probara nobleza en la Orden de San Juan de Jerusalén y en la Real Chancillería de Granada; y mi madre, Cornelia van den Heede, hija de un mercader de Flandes. Cuando alcanzó mi padre edad de tomar estado, propuso de seguir el ejercicio de sus mayores, que fuera el de las armas, y sentó plaza en Palencia, bajo la bandera de un capitán llamado don Lope de Cerdeño, quien por la fidelidad y denuedo con que mi padre le sirviera, le guardó gran amistad y diole su hija en matrimonio. Hallándose en quinto año de servicio, que fuera el de mil y quinientos y sesenta y seis, fuese mi padre con el sobredicho Cerdeño, adonde lo llamara el Duque de Alba, que a esa sazón alistaba sus ejércitos para domeñar Flandes, siendo que allí los calvinistas habíanse conjurado para ofender a la Iglesia y al rey don Felipe II.

Pasado que hubo mi padre por Sevilla, por dejar en su solar de Carmona a la mujer encinta, que luego murió de sobreparto en naciendo mi hermano Lope, partióse con Cerdeño a castigar, diz que la demasía de los calvinistas.

Cerdeño fue muerto en combate de allí a poco, y mi padre salió, al cabo, al cabo, con ser teniente, no menos por su fortuna que por sus merecimientos, pues mucho afanó por quebrantar la soberbia flamenca, en honra y provecho de su rey y del Duque de Alba. Mucho acreció mi padre su hacienda en los días en que los ejércitos españoles, con licencia del Duque, entraron a saco la muy próspera ciudad de Harlem. Mas el rey don Felipe, en dándose cata del fracaso de sus armas en Flandes, determinó de retirar al de Alba. Y después acá, tomado que hubieron los españoles la ciudad de Amberes, do tenía su asiento principal toda la máquina y conjura calvinista, que el Duque no había podido concluir, cúpole en suerte a mi padre servir en ella durante ocho años.

En el año de ochenta y tres, el Cielo fue servido de darme a ver su luz, y pasado que hubo otro, un rumor que no de leve causa procedía, hizo a mi padre, a esa sazón capitán de una compañía, blanco de la furia de los calvinistas, que por entonces pisoteaban bulas y pragmáticas, y porfiaban que don Juan Cancino, notadísimo en Amberes, diz que por perseguir sin desmayo la herejía y desobediencia de los flamencos, había dado orden en socorrer y ocultar en su propia casa, al asesino de Guillermo de Orange; y en sazón semejante, por hurtarse al perseguimiento de todos cuantos fanáticos podían matarle, huyó mi padre, secretamente, con dos de sus criados y sus bien herradas bolsas, y yéndose por la derrota de Alemania y Austria, alcanzó Nápoles en pocos días, de donde pasó, en una galera, al puerto de Cartagena, y de allí a Sevilla, con próspero viaje.

Cuando yo no había hecho aún los dos años, llevóme mi madre consigo a una villa holandesa puesta muy cerca a la ciudad de Groninga, donde unos primos suyos tenían un castillo, cabe la ribera del mar. Tanto le plugo este retiro con el tiempo, cuanto le puso en confusión al principio, el mandato de su primo el gobernador de la villa, de ocultar su matrimonio con un soldado español, y de tornar a la fe calvinista, que ella había tenido de renunciar para sus desposorios con mi padre. A esa sazón, flamencos y holandeses culpaban al Duque de Alba y a la Santa Inquisición de crueldades sin término, y porfiaban que se les restituyese lo que tan contra razón se les había usurpado.

Allí pues, fray Jerónimo, hube de criarme hasta edad de quince años. Viví rodeado del amor de mi madre, lejos de toda zozobra, siendo que a los apartados fines de Groninga no alcanzaba el estruendo de las armas; y allí crecí, jugando con los muchachos de la comarca, de los que en nada me distinguía, a no ser por mis mejores ropas y modales, pues eran mis cabellos rubios y mis ojos azules, cual los tienen casi todas las gentes en Holanda. De otra parte, sólo hablaba el flamenco y holandés, que el castellano no hube de aprenderlo sino mozo ya. En Groninga híceme buen jinete, cazador y algo marino, pues los primos de mi madre, eran ricos armadores que enviaban naves a comprar lana a Inglaterra, especias y cristales en Venecia, paños y sedas en Florencia, y que luego vendían con provecho entre suecos, rusos y polacos; pues es cosa averiguada que los principales de Flandes y Holanda, tienen el ser mercaderes, y todas las circunstancias al tal ejercicio atañederas, por cosa de todo punto honesta y aventajada, y en ninguna manera sienten con ello anublarse su honra, como aviene en nuestra desventurada España.

Mi madre fue mujer discreta y de natural gentil. Mucho miré en mi infancia la dulzura de sus ojos y lo bien entendido de su espíritu. A lo que ahora se me alcanza, curóse sobremodo de mi buena crianza y en Groninga púsome profesores de esgrima, latín y matemáticas, entretanto que un su primo, que fue hombre instruido y por haber perdido una pierna defendiendo a Amberes durante el sitio, vivía recoleto en el castillo, diose con esmero a cultivar mi ingenio en las intrincadas razones de la lógica, en las discreciones de las letras, en las grandezas de la historia y en las invenciones de la música y la pintura, amén de los fundamentos de la fe calvinista, en la que me educaron.

Del autor de mis días y de mi hermano, nada supe cuando pequeño; y a lo que creo, por no acuitarme, mi madre no me habló de mi linaje español hasta tener yo edad de trece años. Hasta ese punto, teníame por huérfano de un náufrago holandés fallecido en el año de mi nacimiento. En refiriéndome la historia de mi verdadero padre, mucho curóse ella de callar las sinrazones y atropellos que cometiera en Amberes, como asimismo lo atingente a la muerte del de Orange; pero a poco a poco, en haciendo cuenta de las razones pasadas entre los mozos del castillo y los aldeanos del lugar, fui dándome cata del mucho abuso en que tuvo asiento mi linaje, y mucho afané por confutar en mi ánimo los argumentos que desde mi primer entendimiento y discurso, yo mismo levantara contra los españoles. El tío Jan, un aldeano ya en días, apersonado y con sus ciertos puntos de sabio, que enfurtía paños en un lugar sombroso, cabe la ría de nuestro molino, solía hablar en muchas y diversas razones, con grande alteza de conceptos, y contaba historias llenas de donaire, de suerte que los muchachos de la comarca, acudíamos al batán por oírle; y nos deleitaban sobremodo las consejas de Till Eulenspiegel, un pícaro flamenco que siempre hacía mofa y escarnio de los españoles. Después de mi padre, fue este hombre simple a quien yo más miré en mi infancia, pues sus imaginaciones y moralejas parecíanme niveladas con el fiel de la mismísima razón, y cuando hube colegido que mucha cuenta tenían con las injusticias de los de mi raza, llenéme de tanta confusión y desasosiego, que volví junto de mi madre, única remediadora de mis cuitas, a que sin ninguna sofistería, me diese entera y particular cuenta de la historia de mi padre. Ella, quien según se me alcanza, nunca había acertado a abonar el que a su esposo nada se le diera en acabar la vida de tantos inocentes, por lo que ella misma, aun bien que mucho lo quisiera, tuvo de renunciar el seguirle, púsose a llorar toda turbada y salió con decirme que así había hecho mi padre, por cumplir puntualmente los mandamientos de su rey y señor, y lo tal, para quien profesara el estado de las armas, antes es honra que vituperio.

Mas yo, viendo que inméritamente tenía de cargar culpas y lastar por las crueldades del rey don Felipe, del Santo Oficio, del Duque de Alba y de las demasías de mi padre, como asimismo de tantos abusos y sinrazones como cometieran en Holanda los tercios españoles, avergoncéme de mi padre y maldije mi estirpe. Sin embargo, a obra de algunas semanas, mudé parecer de todo en todo, y ya no quise saber si eran verdaderos o falsos los argumentos levantados contra mi padre, que corrían por toda Holanda en estampa. Discurriendo a mis solas y a mi modo, al cabo persuadíme que iba muy puesto en razón cuanto él hiciera, y era cosa de poco momento, en confrontación de otros hechos de la historia; pues es razón averiguada que los vencedores, constituidos en mandos y en oficios graves, o quier por la misma confusión que trae consigo la guerra, nunca usan blandamente de sus privilegios ni de sus armas, sino que llevan por fuerza a los vencidos a obecederlos en todo, pues entienden que el serlo les obliga; mas como lo tal no es bastante a que obedezcan de grado lo que les cumple, ni hay remediarlo por las buenas, siempre el vencedor da con ello disculpa bastantísima de la crueldad con que reduce a los vencidos. Y así, a poco a poco, avínome apartar mientes de aquellas mis cuitas y de avergonzado y corrido, volvíme en orgulloso de llevar aquella sangre que había domeñado tantas tierras y naciones; de suerte que un día, cuando tenía alcanzada edad de quince años, que fue en acabando de morir mi madre, diputé que nada me forzaba ya a enfrenar la lengua por tener secreto mi origen, y declaré muy al vivo y me ufané ante varios aldeanos, de mi linaje español y de ser hijo de don Juan Cancino de Mendoza. A lo que creo, hícelo de industria, porque todos se desviasen de mí, y mis tíos acuciasen de enviarme a España junto de mi padre. Luego de la ruina de Amberes, tres de los hermanos de mi madre, salvando lo que pudieron de su hacienda, habían pasado a Amsterdam, y con ayuda de sus primos, mucho habían prosperado en la trata de las especias, para lo cual armaban bajeles que se partían hasta las islas del Oriente.

Y así busqué a mi tío Teodoro, que era quien más se curaba de mí, y declaréle lo que me había venido en voluntad. Él predicóme y persuadió que estuviese en razón, mas no pudiendo reducirme, y viéndose a tiro de ballesta que ya nadie podría ponerme en pretina, hubo de conceder con mi demanda. Envió un propio a Amberes, que diera embajada de mi pertinacia al Conde de Peñaflor, maestre de campo del difunto rey don Felipe II, quien ese mismo año había subido al trono de España. Este, que fuera grande amigo de mi padre, hízolo sabedor de mi deseo, y él, no nada perezoso, escribióle diciendo que le hiciese merced de enviarme con el primero que topase. ¡Oh, cómo me holgué de saberlo! Me encomendaron a un correo que se partía a la corte, con el registro y fe de las alcabalas de Su Majetad, a la sazón en Aranjuez, y que iba escoltado por una compañía de la que era capitán un sobrino del Conde. Desde Amberes hasta Bilbao, nuestra flota tardóse siete días, y de allí a más diez, que fue el último de noviembre, parecieron ante mis ojos la Torre del Oro, la famosa Giralda y las amenas riberas del Guadalquivir.

Mi padre frisaba ya con los sesenta años y vivía en Sevilla con mucho recogimiento, y las más veces, en oración. En llegando al solar, acogióme bondadoso, mas mi hermano Lope, maguer que simulara las sólitas cortesías, no se holgó entre sí de mi llegada y después acá hubo de sacar a plaza la mucha ojeriza que me tenía solapada.

Pagóme mi padre un maestro que me enseñara el castellano y los fundamentos de mi nueva fe católica, que abracé con fervor; y de allí a poco, envióme a una escuela para nobles, en Córdoba, dónde me estuve dos años y fui alumno aventajado en todo, pues aquel mi tío flamenco, viudo y sin hijos, no había encontrado para su soledad mayor confortación que darse a enriquecer mi ingenio y lo tal había hecho con mucha severidad y buen término. De otra parte, en Córdoba sufrí muchas afrentas, pues algunos mancebos menospreciaban mi sangre flamenca, y los más puntosos y estirados se desviaban de mi compañía; aun bien que en punto a disputas y duelos, hubieron de tenerme respeto, pues no era yo empachado para trabar cuestiones, ni me hacía ventaja el mejor peleante de mi escuela, y todas veces que me tocaron arma, fui notado de ser no nada tardo en airarme, y de no mirar ni a rey ni a roque, ni de temer linajes, por levantados que se fuesen.

Concluido el segundo año de mi estancia en Córdoba, mi padre, con muy buen discurso y por verme mejorado en hidalguía, determinó que yo viviese en lo adelante con todo el predicamento de un mancebo principal. Acomodóme de las mejores galas y me envió a estudiar leyes en Alcalá de Henares, anteviendo que así saldría yo aventajado en luces, con quien aquistar buen estado y abundosa hacienda. Llegué a Alcalá con mucho entono y atildadura, caballero en un corcel remendado y en compañía de un criado. Érame ya tan manual el romance castellano, que nadie podía darse cata de mi origen flamenco, y allí fui, vez primera, don Álvaro de Mendoza. Volví a holgarme en una vida sin estorbos, atendiendo de un lado a mis estudios, y andándome de otro, demasiadamente de lascivo y rijoso, en lances que me llevaron a cometer algunos pecadillos; mas hoy, tras haber pecado tanto y haber profesado ejercicios y menesteres que van tan desviados de lo político y honesto, ha mucho que se me han partado de las mientes.

La víspera del día de San Juan, del año de mil y seiscientos y tres, mi padre mandóme llamar a Sevilla. En acogiéndome con amorosos brazos díjome que iba su salud muy quebrantada y anteviendo que de allí a poco había de entregar su alma, pidióme que le estuviera atento a lo que quería darme, sus consejos de cómo haberme en la vida; y declaróme que mirase más a la buena fama que a la vanagloria, y a las verdades de la religión que no a los halagos del siglo, y pasados que hubieron tres días en declaraciones de este jaez, en acabando de cenar todos tres en buen amor y compañía, levantados los manteles y dadas gracias a Dios y agua a las manos, hizo que mi hermano Lope le prometiera curarse de mí, cual si yo fuera su propio hijo, pues érame mayor en diez y siete años. En viéndome aún muy muchacho, y por otras que diera, al parecer justas razones, quiso que Lope, más adulto y encaminado en la vida, sobre dirigir mis actos y velar en pro de mi persona con saludables advertimientos, tuviese cuenta con el albaceazgo de mi hacienda, hasta que ya estuviese yo en situación de tomar estado.

A esa sazón, requebraba yo con muy buenos propósitos a la hija de un Caballero de Calatrava, andaluz de origen, que vivía en Alcalá, había ya muchos años, por haber casado con una dama principal de la ciudad. Llamábase él don Alonso de Fuentearmejil y eran tantas las partes con que el Cielo había enriquecido a su hija doña Mencía, que en el punto en que mis ojos la vieron en toda su entereza y natural conformidad, hícela señora absoluta de mi alma. Su padre, que la guardaba con mucho recato y encerramiento, en viendo que yo le pedía licencia de comunicarla con tan bien criadas ceremonias, y averiguado que hubo de mi linaje y la hacienda de mi padre, consintió en que yo la cortejara honestamente, y que la acompañara a misa los domingos, cuando acudía con su aya a la capilla de San Ildefonso. Ella, de su parte, volvíame el recambio, declarándome en billeticos el amor que me tenía, y haciéndomelo ver en sus ojos, y en los que me daba, amorosos apretones de manos, a hurto del aya, en San Ildefonso.

Había al pie de un mes que mi padre me llamara junto de sí, cuando llegó al cabo, el día de su muerte; y mi hermano, a quien con mejor vocación llamara mi verdugo, haciendo orejas de mercader a mis súplicas, negóse a cumplir su promesa y defendióme la puerta de la casa paterna. Sólo fue servido de ofrecerme cuatrocientos ducados para el mi regreso a Holanda, y que allá me lo hubiera. Sin tener a quién reclamar el derecho de aquel tuerto, envuelto y revuelto en tamaña pesadumbre, volvíme a Alcalá, por ver a mi amada e implorarle que hiciéramos pacto y concierto de aguardarnos. En el entretanto que cabalgaba de regreso, guiado de mi mozo y desbaratado discurso, había hecho prosupuesto de regresar a Amsterdam, junto de mis tíos, porque me ayudasen a acomodarme de hacienda, con que ofrecer a Mencía desposorios, en paz y haz de la santa madre Iglesia Católica Romana.

Escalé su balcón a la medianoche y cuando le referí mi desventura, acongojóse, deshízose en ayes y suspiros, me abrazó y besó sin melindres, y con tanto amor en la boca, que contra toda mi mejor intención y prosupuesto, venciéronme sus lágrimas, movióme el calor incitativo de su cuerpo y concluí en robarle la honra, sin que ella me hiciera resistencia; por donde se arguye que uno es lo que proponemos, y otro lo que Dios dispone.

Excuse Vuestra Merced, que en esta, mi primera jornada de confesión, no haya ahorrado la diligencia de declarar puntualmente los hechos de mi linaje y nacimiento, mas por lo que se sigue en las venideras, echará de ver que lo tal esme forzoso y mucho va en ello, para conocer las causas que me arrojaron a tanta desventura, como ha sido, desde ese punto, el discurso de mi vida; y juro en Dios y en mi conciencia, que he de referirle toda la verdad, sin faltar un átomo a la sustancia della, y encerrándola en las que pueda, más breves y escuetas razones; aun bien que a las veces, tendré de dilatarme aposta, en comentos que sin mudar aquesta ni alterarla, vengan al caso de esclarecerla, y a las otras, en semínimas de algunos acaecimientos, que de no, nadie los tuviera por verosímiles ni contingibles.