1939

En los envases de champú habíamos echado dos tercios de agua oxigenada y un poco de jabón en polvo. La decoloración del pelo resultaba inevitable. Y al caspicida Jaspe, un ungüento verdoso que debía aplicarse durante media hora después de lavar el cabello seborreico, le habíamos agregado una anilina del mismo color. Era una maquinación bastante modesta pero eficaz.

El lío con Ripoll fue fenomenal. Como primera medida, por salvar su prestigio en el barrio, don Licinio había indemnizado con una suma importante a los tres damnificados (ese mismo día había aparecido otra señora con el pelo verde). Luego hizo desaparecer todos los frascos de champú Berenice y caspicida Jaspe, falsificados por él, y entabló una demanda contra el catalán. Supuso que los frascos que dieran lugar al escándalo procedían realmente del laboratorio Ripoll, donde quizá algún empleado descontento estaría saboteando la producción. Por guardar las apariencias y no despertar sospechas, don Licinio, a pesar de que falsificaba los productos de Ripoll, le seguía comprando pequeñas cantidades de champú y de caspicida; y para él, la única explicación de lo sucedido era que alguno de los frascos procedentes del laboratorio, que él guardaba en cajas separadas en su depósito, se hubiera mezclado, por negligencia mía o de Alfonso, con los producidos por él.

A fines de diciembre, don Licinio me llamó a su despacho y me entregó completos los sesenta pesos de mis ahorros. Se puso a hablarme de su buen corazón. Al fin y al cabo, lo de la balanza había sido un accidente, y yo era un buen muchacho. Él sólo me pedía que fuera muy discreto y nunca comentara con nadie lo que hubiera visto en la farmacia. Estaba comprando mi silencio. Temía que yo fuera a divulgar lo que sabía.

Cuando tuve los sesenta pesos en la mano, me di por satisfecho y hubiera deseado que la cosa acabara allí. Pero no fue así.

El catalán entró un día a la farmacia hecho una hidra, haciendo molinetes con su bastón. En cuanto tuvo a don Licinio a tiro, le sacudió un trancazo por el cuello que lo hizo huir y encerrarse con llave en su despacho. Desde adentro gritaba: «¡Llamen a la policía!». El catalán lo colmó de denuestos y se marchó con amenazas de pateaduras, tiros y toda suerte de catástrofes.

Cuando recibí los sesenta pesos que daba por perdidos, fui de inmediato a casa de Carlitos. Él no podía creer que don Licinio me los hubiera entregado completos y antes del término previsto. Al ver el éxito de mi maniobra, derrochaba un buen humor entusiasta: «¡Sos un cerebro, botija!», me decía.

Yo le anuncié que desde ese día no trabajaría más en la farmacia y le pedí que me ayudara a buscar otra colocación. Me propuso que fuera al otro día temprano a su casa, para llevarme a la imprenta de un amigo suyo, donde quizá me consiguiera una changuita como aprendiz de tipógrafo.

Al otro día conocí a Granucci. Era un hombre alto, muy apuesto, de pelo blanco ondulado. Pasaba de los cincuenta. Hablaba muy rápido, con una voz cascada y pestañeaba incesantemente, como si le dolieran los ojos. Era un típico ejemplar de la guardia vieja: bromista, calavera, medio poeta. Aunque mucho mayor, había sido empleado de la misma firma donde trabajaran Carlitos y don Licinio.

Con su gracia y adornando mucho las cosas, Carlitos le contó la que le habíamos hecho al gallego. A Granucci le encantó. Soltaba unas risotadas estrepitosas. Carlitos le refirió luego la historia de los sesenta pesos y se deshizo en elogios sobre mis buenos sentimientos y sobre el regalo que yo le quería hacer a Lucho. Le dijo que me quería como si yo fuera su hijo y que no iba a permitir que siguiera trabajando con el gallego. Granucci tendría que darme una changa en su imprenta.

—¡Pero che, Pimentón!, ¿qu’es lo que vos querés? —lo interrumpió Granucci con cara de alarma—. ¿Que meta a este pichón de Maquiavelo en la imprenta, para que cuando se cabree conmigo me joda igual que al gaita?

Quedamos en que el lunes yo empezaría a trabajar como aprendiz de tipógrafo.

Supongo que Granucci también tendría alguna cuenta que cobrarle a don Licinio. Evidenció un exagerado interés por los detalles sobre la falsificación del champú y caspicida. Me hizo muchas preguntas. Tomó nota de la dirección aproximada de los damnificados y de los Laboratorios Ripoll. Por mí se enteró también de que don Licinio había sacado una patente para fabricar preservativos. Parte de mis tareas era enrollarlos en un falo de madera y empaquetarlos en unos sobrecitos amarillos, donde se veía un gallo rojo, de pechuga altanera.

Unos días después, buena parte del centro de Montevideo, por la Avenida 18 de Julio, por la calle San José, por todo el sector donde vivía la clientela de don Licinio, amaneció inundada de unos impresos mimeografiados donde podía leerse:

¡Traquetéele!

¡Traquetéele!

¡Traquetéele a su novia, con condones marca Gallo!

Fabricados por don Licinio Lobo, con patente 675 165 del Ministerio de Industrias, bajo la esmerada supervisión técnica de la químico-farmacéutica doña Teresa Cortés de Lobo.

Adquiéralos en FARMACIA MODERNA.

Abierta todos los días hasta las 12 de la noche.

San José y Río Branco, tel. 88-5-32.

En las semanas siguientes, que eran de carnavales, siguieron circulando textos cada vez más picantes redactados por Granucci, donde divulgaba las peripecias de la clientela de la Moderna. Luego apareció una misteriosa revista con caricaturas en colores, donde se veían melenas verdes, gente llena de granos por haber tomado un jarabe para la tos; bizcos, tuertos, cojos, que habían comprado aspirinas, chicles o caramelos a don Licinio; en fin, preservativos voladores en distintos colores y diseños: el modelo Ariete, el modelo Banana, el Veinticuatro extra-largo de cornisa volada, el modelo Consuelo, el Suspiro de Monjas, etcétera. Según supe, Ripoll había contribuido con una suma para los primeros números de la revista, que incluía bastante pornografía y humor grueso. Se difundía de mano en mano y con éxito. Granucci debió de ganar bastante con ella.