GAINSBOROUGH Y PRICE

Thomas H. Gainsborough había nacido en Calcuta en 1912. Su padre, un orientalista británico, había pasado la mitad de su vida en la India. A los nueve años Tom hablaba con él en inglés; con su madre suiza, alemán y francés; e indostaní con los sirvientes de la casa. A los quince años Tom podía leer mejor que muchos graduados universitarios europeos, latín, griego y sánscrito. Más que de su propio talento, aquella erudición fue el fruto de doce años de metódica dedicación del padre a la poliglotía de Tom. Parte de su programa educativo era el haberlo dotado de una madre bilingüe.

En 1929, con diecisiete años, Tom ingresó a la Universidad de Berlín de donde se licenció en Germanística. Reclutado en 1935 por el Intelligence Service británico para el Departamento de Codificación y Claves, pronto abandonó su vocación erudita por la patética profesión de espía.

Durante la Segunda Guerra Mundial saltó dos veces en paracaídas sobre el territorio de la Alemania nazi y cumplió riesgosas misiones. Casi al final de la guerra fue condecorado por Winston Churchill. En 1949 ocupaba ya un lugar prominente en la inteligencia británica. Y en ese mismo año participó, junto con Philby y otros espías británicos, en la colaboración que el Intelligence Service prestara a la seguridad norteamericana para la creación de la CIA.

En 1952 cayó en desgracia, víctima de una intriga urdida por el propio Kim Philby, quien algunos años más tarde conmoviera los cimientos de la seguridad angloamericana, al probarse que durante casi treinta años había sido un espía soviético.

En 1952, Gainsborough emigró a los Estados Unidos. Tenía entonces cuarenta años. La propia mujer y el hijo adolescente dudaron de su probidad. Todos los amigos le volvieron la espalda.

Gainsborough vendió sus propiedades, se divorció de la mujer y se marchó para no volver nunca. Y en 1956, cuando Philby se exilió en la Unión Soviética, Gainsborough, rehabilitado ante el Intelligence Service, recibió una propuesta para reintegrarse a un alto puesto en el Circus londinense. Pero la rechazó categóricamente. Ese mismo año pidió la ciudadanía norteamericana. Hasta el año 56 vivió modestamente como profesor de sánscrito en un instituto de estudios orientales de New York.

El coronel Behn había seguido muy de cerca el affaire Philby y conocía a Gainsborough desde fines de la década del 40, cuando la ITT requiriera sus servicios para organizar un dispositivo de claves y señales. Y en 1956, al enterarse del error e injusticia cometidos por el Intelligence Service contra aquel inglés intachable, se antojó de él al costo que fuese. No resistió la tentación de atraer a su lado a un verdadero profesional del espionaje. Y Gainsborough necesitaba dinero. Había invertido su escasa fortuna en negocios que fracasaron y vivía modestamente en una casita de Yorktown, con su sueldo de orientalista. Tenía a la sazón cuarenta y cuatro años. Behn lo buscó, le propuso la jefatura de su servicio de espionaje y le ofreció un sueldo altísimo. Gainsborough aceptó. Para él, que había sido uno de los primeros veinte hombres del Intelligence Service, el dirigir un servicio privado de inteligencia, con los amplios recursos y libertad de acción que el coronel Behn sabía otorgar a quienes le caían en gracia, resultaba un cómodo reencuentro con su vocación.

En un par de años organizó un buen aparato de espionaje industrial. Supo adaptarse al estilo acrobático de Behn, pero logró contener su improvisación. Gainsborough impuso a los agentes de la ITT, el rigor profesional de que carecían hasta entonces. Él mismo se encargó de depurar el personal. Reclutó hombres experimentados. Sobretodo, supo eliminar el aventurerismo romántico con que el coronel contaminara a toda la empresa.

Cuando Harold Geneen asumió la gerencia de la ITT en 1959, Gainsborough fue uno de los pocos funcionarios que mantuvo, casi sin alteraciones, el status recibido del coronel Behn. En una larga conversación con el nuevo CEO, Gainsborough expuso sus logros y proyectos. Geneen decidió dejarlo hacer. Aunque no del todo convencido, el hombre lo había impresionado bien. Y poco a poco se ganó su absoluta confianza. Le favoreció su condición de caballero británico, fino y erudito y la posición vertical que asumiera cuando el caso de los espías soviéticos. Podía jactarse de haber salido impoluto del Intelligence Service. Y para Geneen, su decisión de no regresar jamás al seno de la inteligencia británica, pese a la vehemente invitación que se le formulara una vez concluido el caso, denotaba una gran dignidad. Se había portado primero como un patriota y luego como un gentleman. Y Geneen, que no era ninguna de las dos cosas, lo admiraba.

En 1976, Gainsborough llevaba veinte años en la empresa: tres con Behn y el resto con Geneen. Dentro de la ITT era acreedor de la máxima confianza y distinción que un CEO concedía a sus súbditos. Con Gainsborough consultaba casi todos sus negocios delicados. Se rumoraba que Gainsborough había asesorado personalmente al general Pinochet en su estrategia para el derrocamiento de Salvador Allende.

Y aquel miércoles 12 de abril, según lo convenido, Gainsborough se presentó en Park Avenue donde Geneen, exactamente en un minuto y medio lo informó sobre la propuesta de Henry Fynn. Al terminar, eran las nueve y dos y Geneen le rogó que regresara a las nueve y media para recibir los microfilms que míster Capote había prometido llevar sobre esa hora. Y así ya podrían coordinar la mediación entre Fynn y el personal de la ITT.

Gainsborough hizo tiempo en su despacho ante una taza de té.

Aquella noticia no le gustaba nada.

¿Por qué tenía que ponerse la US Navy a construir su L-15, justamente cuando la ITT proyectaba el famoso HumptyDumpty para localizar submarinos atómicos? ¡Qué coincidencia! ¿De modo que también ellos habían producido un láser azul de semiconductores?

Como a todo profesional, las coincidencias no le gustaban.

Pero detestaba conjeturar en el vacío. Lo importante era que Lou Capote entregara de una vez los materiales prometidos.

A las nueve y media Gainsborough regresó al despacho de Geneen, pero Capote no había llegado todavía. Se ubicó en un sofá de la antesala y leyó un periódico hasta las diez. Como tampoco llegara, bajó dos pisos y entró en la oficina de Capote.

La señora Robertson también estaba alarmada. El señor Capote había quedado en llegar a las nueve. Y siempre era muy puntual.

—Llamemos a su casa…

—Ya lo hice, míster Gainsborough, y le dejé un mensaje en el contestador.

—¿Hay alguien allí ahora?

—Hasta mediodía suele estar su criada; pero no sale al teléfono porque no habla inglés.

—¿No estará atrapado en la autopista?

—Imposible, míster Gainsborough: ya nos lo habría informado por su microonda.

Antes de marcharse, pidió a la señora Robertson que en caso de novedades lo llamara a su despacho. Y mientras esperaba el ascensor, se dijo que debía localizar a Charlie Price.

Charlie Price había perdido su puesto en la CIA cuando Watergate. Al año siguiente montó una agencia de detectives privados. Su relación con la ITT era vieja. Desde que estaba en la Agencia, había colaborado con Gainsborough en seguimientos delicados y había logrado un par de exitosos sobornos en Chile. Era un hombre formado en ciencias y sabía moverse en el terreno del espionaje industrial. Gainsborough lo sabía laborioso y serio; y como él, con una gran vocación por lo que hacía. En general, lo reservaba para tareas que no estaban al alcance de un sabueso corriente. Y aunque lo que ahora tenía en mente era un trabajito para sabuesos rasos, si realmente había necesidad de realizarlo, quería confiárselo a Charlie. No le hacía ninguna gracia que Lou Capote anduviera perdido en New York con un rollo de microfilms, sobre un top secret de la marina norteamericana.

Y a las diez y doce minutos del miércoles 12 de abril, hizo llamar a la oficina de Price.

—No se encuentra, míster Gainsborough —le dijo su ayudante—; pero vendrá por aquí sobre las tres.

—Dígale que me urge verlo —dijo Gainsborough—. Por favor que se comunique conmigo aquí, apenas llegue.

Decidió borrarse el problema de la cabeza y se puso a trabajar. Desde hacía una semana estaba organizando el seguimiento de un tal Larsen, diputado y sindicalista sueco que acababa de publicar en Estocolmo un artículo incendiario contra un consorcio local, filial de la ITT. Como germanista Gainsborough había estudiado islandés, y con algún trabajo podía descifrar el sueco.

A las once, seguía sin aparecer Lou Capote.

—Vámonos —le dijo de pronto a su ayudante—. Espéreme en el carro.

Eva Rains estaba sacando fotocopias de unos mapas y lo miró de reojo. Llevaba quince años con Gainsborough y sabía que algo extraño ocurría. Había fumado una pipa tras otra y en una hora había pedido tres tazas de té.

—Por favor, señora Rains —dijo Gainsborough— me dirijo a la casa del señor Lou Capote, en Long Island. Si me llamara el señor Price, localíceme con urgencia.

Very well, sir.

Gainsborough volvió a bajar, esta vez por los peldaños, los dos pisos que mediaban hasta la oficina de Lou.

La señora Robertson se puso de pie, con cara compungida.

—¿Ha estado usted alguna vez en casa del señor Capote?

—Sí, señor, varias veces.

—¿Ha hablado usted con su criada?

—Monosílabos… —alzó los hombros—. No sé italiano.

—De todos modos, le ruego que me acompañe. Necesito hablar con esa mujer; y si es posible, echar un vistazo dentro de la casa.

Ella tuvo un momento de vacilación.

—Vamos —dijo Gainsborough imperativamente y salió delante de ella.

Bon giorno! Sono un amico del signore Capote.

Ma lui noné in casa

Del portero eléctrico salía una voz muy cascada y ansiosa.

—Yo trabajo con él y estamos muy preocupados porque no ha venido hoy y tenía una importantísima…

Se interrumpió porque no se acordaba cómo decir «cita» en italiano.

Che cosa importantíssima?

En eso se acordó:

Un importantissimo appuntamento, signora, y como no vino ni llamó… Permítame subir, un momento. Es por el bien del señor Capote. Aquí está también su secretaria, la que trabaja con él.

La italiana se asomó tras las cortinas de un ventanal y al ver a la señora Robertson apretó el botón para abrir la puerta de calle.

—¿Cuándo vio usted por última vez al señor Capote? —preguntó Gainsborough sin aceptar el asiento.

—Ayer por la mañana.

—¿A qué horas, por favor?

Le hacía las preguntas sin mirarla mientras recorría la enorme sala. En una vitrina que ocupaba del piso al techo se veían centenares de piezas de ajedrez en distintos tamaños y estilos; y otra de las paredes estaba prácticamente tapizada de tableros.

—Muy temprano, a las seis y media…

La señora Robertson se sentó a fumar un cigarro.

—¿Vive usted aquí?

—No, pero vivo muy cerca y vengo a la hora que haga falta.

—¿El señor Capote le dijo adónde iba?

—Yo nunca le pregunto, señor.

—¿Habló por teléfono con alguien?

—Si habló desde su cuarto yo no puedo saberlo, señor… —¿Ha visto usted si recibió alguna visita en estos días? Ella desvió la mirada, como angustiada.

Gainsborough se sentó, sacó un carnet, una tarjeta y se los mostró:

—Mire, signora, nada tiene que temer. Nosotros somos sus amigos y colegas de trabajo. Es posible que el señor Capote esté en apuros, y cualquier información que usted nos dé puede servir para ayudarlo.

Un signore biondo, grande, vino a cenar ayer por la noche, pero luego dijo que estaba enfermo y se fue.

—Un señor rubio, alto… —repitió Gainsborough.

—Sí, un amigo suyo. Antes venía a jugar con él al ajedrez.

«Henry Fynn, por supuesto», pensó Gainsborough. «Vino a traerle los microfilms».

—¿Dijo que estaba enfermo? ¿Usted lo oyó?

—No, pero el señor Capote vino a decirme que me despreocupara de la cena porque el otro señor estaba enfermo y no iba a quedarse a cenar.

—Y usted, normalmente ¿a qué horas se va?

—Si il signore Capote no necesita que le prepare la cena, me voy a la una y ya no regreso hasta las seis de la mañana del otro día; pero si me necesita, también vengo por las noches.

—¿Vio usted si ese señor rubio le entregó algo al señor Capote? ¿Traía algo en la mano?

—Me parece que sí… Creo que un maletín; pero yo lo hice pasar y luego no lo volví a ver.

—¿Notó usted algo raro? ¿Se veía normal?

—Sí, como siempre.

—Habló algo con usted antes de irse.

—Me dijo que volvería muy tarde; que le dejara su comida en la mesa de la cocina y me fuera cuando yo quisiese…; y también me dijo que en dos horas estaría de regreso, pero no volvió.

—¿No le dijo para qué regresaría?

La mujer negó con la cabeza.

—¿Y a qué hora se fue usted?

—A mediodía, cuando le preparé su comida y terminé la limpieza.

Permítame ver el resto de la casa.

Ella les mostró la biblioteca y el despacho. Al salir hacia el dormitorio, la señora Robertson se quedó hojeando algo en el despacho.

En el dormitorio y el baño la señora Viglietti no encontró nada anormal. El señor Capote era una persona muy ordenada. No parecía meridional.

En eso apareció tras ellos la señora Robertson, que traía un libro en la mano.

—Mire esto, señor —dijo y le mostró lo que resultó ser una agenda, con una anotación manuscrita—; esta es letra del señor Capote.

Gainsborough leyó: «Capablanca, tres techos rojos, 06:55, 888».

—¿Tiene usted alguna idea? —preguntó Gainsborough.

La señora Robertson negó con la cabeza.

—¿Conocía usted esta agenda?

—Por supuesto; yo siempre le preparo lo que anota aquí.

—¿Él la lleva consigo?

—Nunca; pero tiene otra idéntica en la oficina; y todo lo que se anota en aquella, yo se lo paso diariamente a unas tarjetas para que él lo vuelque en esta.

—¿Y esta anotación…?

—No figura en la agenda de la oficina; si no, yo la recordaría.

—¿Le oyó usted últimamente mencionar a Capablanca, o algo en relación con el ajedrez…?

—No, señor.

—¿Y algo sobre tres ochos o sobre unos techos rojos?

—En absoluto.

A las 17:15 Gainsborough explicaba a Charlie Price que Lou Capote, miembro del consejo de dirección, hombre de confianza de Geneen, no había asistido a una reunión, posiblemente secuestrado, y ojo, mucho ojo, que Charlie pesquisara la cosa con la máxima prudencia, documentos importantísimos en juego, posibilidad gran lío para la ITT, be very careful, no era nada seguro, pero detrás de la desaparición Capote podía estar la CIA o US Navy y Tom Gainsborough no daría un paso hasta que Charlie averiguara algo, que se movilizara de inmediato, en casa Capote agenda Capablanca, tres techos rojos, 888, 06:55, sí, fanático del ajedrez, miembro del Royal Chess Club en la Avenida de las Américas, si aparecía algo urgente que llamara a Gainsborough a Park Avenue hasta la 19:00 y luego a su casa a cualquier hora, eso era todo, go ahead!, ya eran las 17:33 y a las 18:00 Charlie club ajedrez donde Capote visto última vez lunes noche, y allí subasta Capablanca Christopher B. Maxwell, 28 de abril, teléfono para llamar de mañana de 8 a 10 y a las 17:46 Charlie por teléfono a su oficina, que mandaran a Jeff a Attica, urgente informarse Kensington Manor, Richmond Road 28, y que mandaran a Billy localizar dirección del teléfono que figuraba en aviso subasta, averiguar discretamente todo, y el presidente del club, sí cómo no, él recordaba a Chris Maxwell, había estado en su manor en Attica, muy aficionado al ajedrez, amigo personal Capablanca, Lasker, Alekhine, y a las 21:10 Jeff asegurando Attica falsa dirección, en Attica ningún Richmond Road, ninguna Kensington Manor y Charlie que sí, que existió un inglés dueño de un Kensington Manor y Jeff, que sí, que of course, sure, él ya lo había encontrado pero en otra dirección, y hoy propietario ningún Maxwell sino institución pedagógica para sordomudos donde nada saben de subastas ni de Capablanca, y Billy que el teléfono donde se pedían los turnos correspondía casa muy curiosa en forma de torreón, construida sobre un molino restaurado en el extremo de Long Island y dueños de la casa los Togawa matrimonio joven origen japonés, pero habían alquilado la casa a otra gente y últimamente por la mañana llegaba mujer rubia, entraba con carro al garaje a las 07:30 y se iba poco después, nadie la vio fuera del carro y otra vecina informando que la señora Togawa diseñadora de modas, trabajaba para una firma del Village y Billy, sí, por eso mismo la buscaba, él quería hacerle una oferta, ¿no tendría por ahí un teléfono?, bueno ella no tenía, pero seguramente Sarah Graves, que vivía en frente, y Sarah sí, muy cooperative, muy amiga de la jap, y Billy, ¿puedo usar su teléfono?, hello?, señora Togawa?, sí, él había obtenido su dirección y no la había encontrado, quería proponerle un trabajo, y ¿había ido hasta el molino?, oh, what a pity, su esposo lo había alquilado por todo abril para filmar una película, ¿una película?, bueno, sí, dadas las características de la casa, se la habían alquilado a muy buen precio, pero justamente ese día, hacía un par de horas, la habían llamado para decirle que la película no se haría por el momento y que podía volver a ocupar su casa, de modo que si el señor hubiera demorado un día más, la habría encontrado en el molino, y Billy conjeturando que evidentemente le habían alquilado la vivienda sólo para disponer del teléfono.

De pronto, sintió necesidad de preguntarle una tontería:

—¿Y le pagaron el alquiler, señora Togawa?

—Sí, desde el primer día, todo por adelantado.