La ruptura de la balanza había ocurrido a principios de diciembre. Mientras Teresita me vendaba la herida de una muñeca, don Licinio se apresuró a decirme que debía pagarle aquel daño. Vociferaba contra mi ingratitud: yo no era merecedor de los desvelos que él pasaba por hacer de mí un hombre de pro; y todo por mi haraganería de no limpiar debajo de la balanza; por ese camino me auguraba la cárcel…
Una semana después dijo que me descontaría cuarenta y ocho pesos de mis ahorros. Eso era lo que le había costado la soldadura de la balanza y la reparación de la vitrina. Y demasiado bueno, demasiado considerado era él, en no cobrarme más; porque de hecho, ni la vitrina ni la balanza habían quedado como cuando eran nuevas. Pero en fin, para no dejarme sin nada, iba a darme doce pesos restantes de los sesenta que ahorrara en el año. Y que ese ejemplo de su generosidad me sirviera para mostrarme agradecido, pues lo que yo merecía era otra cosa.
Unos días después supe que me había estafado. Lo supe gracias a un tal Carlitos, que había vivido en el mismo conventillo que nosotros y era en ese entonces vendedor de la Singer. Él era el que había entusiasmado a tío Lucho con la máquina de coser. A crédito, costaba doscientos cincuenta pesos. Había que dar cien iniciales y pagar el saldo a razón de cinco pesos mensuales, durante dos años y medio. Carlitos le había insistido mucho en que la comprara. Él le regalaría sus propias comisiones que sumaban veinticinco pesos. Así, Lucho podría adquirirla con una entrada inicial de setenta y cinco pesos. Y aquella máquina le aumentaría enormemente el rendimiento de su costura.
Carlitos sentía por Lucho un gran afecto. Él y tía Sara habían sido muy solidarios con su madre durante los años en que Carlitos anduvo perdido de la casa. Les estaba agradecido de que a la vieja, en sus momentos difíciles, no le faltara un plato de sopa y la compañía de su familia.
En la época en que yo lo conocí, Carlitos tendría unos treinticinco años. Era pelirrojo, muy pecoso. En el barrio le decían Pimentón. En su época había sido guapo. Cantaba tangos y una vez ganó un concurso en el Café Ateneo. Unos años antes, había tenido sus problemas con la policía. Metido a cuentero, había consumado algunas estafas y tuvo que esconderse algún tiempo en Argentina y Brasil.
Con los años había sentado cabeza, pero siguió siendo calavera. Bebía con alarde, se jugaba la plata en el hipódromo y siempre andaba enredado con varias mujeres. Se había mudado con su madre a una casa de bajos, a dos cuadras del conventillo. Vestía rumboso. Por las tardes salía para el centro engominado, cuello duro, pantalón bombilla; pero de pasada por el bar de la esquina, invitaba su par de copas a los esponjas del barrio.
Enterado de la historia de la máquina de coser, a finales de noviembre hablé con Carlitos. Quería sorprender a Lucho y ponerle, el Día de Reyes, la máquina de coser en los zapatos.
En el momento en que llegué a casa de Carlitos para proponerle la operación, él salía todo emperifollado. Él me conocía. Me había visto en casa de Lucho y estaba al tanto de mi reciente orfandad; pero su trato conmigo se había limitado hasta entonces a una caricia en la cabeza o a un «chau, botija» y una guiñada cuando nos cruzábamos en la calle. Y aquella tarde, el que yo quisiera hablar con él, lo tomó por sorpresa. Cuando le expliqué, un poco cortado, que se trataba de algo reservado, se detuvo a unos metros de la esquina donde ya lo esperaban los puntos fijos. Con una mano apoyada en un árbol y la otra en la cintura, agachó la cabeza y oyó mi plan para el seis de enero. Lo que yo quería de él, era que aparte de los veinticinco pesos que había prometido ceder de sus comisiones, pusiera otros quince, que luego Lucho le devolvería, para poder completar los cien. Era la única forma de hacer las cosas en secreto y sorprender a Lucho con la máquina en sus zapatos, la madrugada de Reyes.
Se quedó mirándome muy serio, como sopesando lo que yo le había dicho. Estuvo un momento pasándose la punta de la lengua por los labios; y la cara que puso me dio idea de que no iba a aceptar, que pretextaría andar muy corto de plata o algo así.
No me dijo nada. Me agarró por el brazo y me introdujo en el bar.
—¡Dos grapas! —gritó, dando un manotazo en el estaño.
El gallego Taboada se quedó cortado al ver que pedía bebida para un menor.
—Este pibe que ves aquí, gallego, es todo un hombre ¿m’entendés?
Mi proyecto lo había conmovido. Me hizo tomarme la grapa de un trago y me despidió reiterándome que yo era todo un hombre; un hombre de buenos sentimientos, agradecido, y que él, Carlos Caligaris, era desde ese día mi amigo para lo que fuera. Me dio la mano, me palmoteó la cara y me dijo que contara con él. Lo de la máquina estaba hecho. Él pondría la guita que faltara.
Cuando por fin supe que ya no iba a recibir los sesenta pesos, sino doce, fui un domingo por la mañana a contárselo a Carlitos. Él todavía estaba acostado y doña Carmen me hizo pasar al cuarto. Le conté lo ocurrido y comenzó a hacerme preguntas con las manos en la nuca y el cigarro en la boca. Cuando se enteró de que yo trabajaba con don Licinio dio un salto en la cama.
—¿Cómo se llama el trompa tuyo?
—Licinio Lobo.
—¿Es un gallego alto que tiene un lunar en el cachete?
—Sí, ese mismo.
Lanzó una andanada de improperios: gallego amarrete, la reputísima madre que lo parió, chupamedias, carnero, batidor… Lo conocía muy bien. Habían trabajado juntos en una barraca y por alcahueterías de Licinio Lobo a él lo habían despedido.
Cuando se tranquilizó me preguntó si yo sabía dónde habían arreglado la balanza. Le dije que no, pero le referí en qué había consistido la reparación. En cuanto se vistió, cruzó a hablar con un soldador que vivía en la vereda de enfrente. Averiguó que la reparación de la balanza, tirándole por todo lo alto, podría haber costado quince pesos. Incluido el cristal de la estantería y su aplicación, todo debió costarle no más de veinte. ¡Y don Licinio me había descontado cuarenta y ocho! Carlitos anunció que ese mismo día iba a ir a la farmacia y lo iba a agarrar a trompadas. Pero en ese momento se me ocurrió una idea.
Le expliqué a Carlitos que don Licinio falsificaba champú y un ungüento para la caspa. Ambos eran productos del señor Ripoll, un catalán de muy malas pulgas a cuyo laboratorio yo había ido varias veces. Ripoll tenía una producción artesanal de jabones, perfumería barata, talco y otras menudencias; pero sus productos de mayor salida eran los que adulteraba mi patrón: champú Berenice y caspicida Jaspe. Siempre supuse que Teresita tendría mucho que ver en el descubrimiento y plagio de aquellas fórmulas sencillas.
Carlitos se ofreció entonces para ir él mismo a denunciar a don Licinio ante el señor Ripoll, pero yo insistí en mi idea. Cuando se la expuse Carlitos se entusiasmó. Tomó la cosa como propia y decidió ponerla en marcha. Llamó a la farmacia Moderna y pidió dos frascos de champú Berenice, dos de caspicida Jaspe y un litro de agua oxigenada. Quince minutos después los recibía en la puerta, de manos de Alfonso. Al peluquero del barrio le pidió un poco del pelo que barrían del piso y esa misma mañana comenzamos a experimentar. Al día siguiente, con un amigo tintorero, Carlitos consiguió una anilina verde muy concentrada. Cuando vio que mi plan resultaba factible, se reía a carcajadas pensando en la que le íbamos a hacer al gallego. Me dirigía elogios entusiastas. ¡Yo iba a llegar muy lejos! Tenía un marote fenomenal. ¡Un cerebro era yo! Si no me torcía por el camino iba a llegar muy lejos. ¡La pipeta! ¿Quién se iba a imaginar que un botija como yo, con esa cara de cande, fuera tan rana?
Yo estaba decidido a vengarme de don Licinio y hasta pensé que Dios, infinitamente justiciero, me había inspirado.
En pocos días todo estuvo listo. De las estanterías de la Farmacia Moderna desaparecieron una mañana tres frascos de champú Berenice y tres de caspicida Jaspe, y en su lugar ingresaron otros tantos, iguales por fuera. A las cuatro de la tarde de ese día, una mujer que vivía en la misma cuadra de la farmacia se llevó un frasco de champú y luego supe que por la noche se habían vendido dos frascos de caspicida.
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, se presentaban en la farmacia, cuando yo no había terminado aún de levantar las persianas, dos clientes que reclamaban hablar con don Licinio.
Uno, un joven bien vestido, traía una gorra encasquetada hasta las orejas. Y la mujer que comprara champú el día anterior, llevaba un pañuelo en la cabeza, a manera de turbante. Cuando don Licinio se acercó, todo sonrisas, a atenderlos, la mujer se quitó el pañuelo y dejó ver una cabellera, otrora morena, llena de lamparones decolorados.
—¿Me puede explicar qué porquería fue la que me vendió ayer?
Don Licinio aún no había terminado de abrir la boca ante aquel esperpento, cuando el otro cliente se quitó la gorra y exhibió unos rizos verdes, con destellos azulados y amarillentos. Por el espejo yo vi el estupor de don Licinio convertirse en espanto.