Lou Capote siempre despertaba antes de que comenzara a tintinear su carillón. Para aquel miércoles lo había puesto a las cinco y cuarenta y cinco; pero como siempre, despertó mucho antes. La víspera, por la noche, Henry Fynn le había entregado los microfilms prometidos pero no se quedó a cenar. Dijo tener catarro y fiebre y prefirió acostarse temprano.
Se volvió de lado y miró la hora. Eran las cuatro y quince. Con los ojos cerrados y la fantasía al garete podría remolonear todavía una hora y media. Sabía que en cuanto enganchara las pantuflas y sintiera la dureza del suelo, el mundo adquiriría otra densidad.
Sin embargo, algunas de sus más creativas ideas eran hijas de aquellas duermevelas. Era la única hora del día en que no ponía orden ni cortapisas a su pensamiento. En desbocado tropel evocó fragmentos de las negociaciones con los suecos, gestos y frases de Geneen, su mirada de póker, atenta pero sin entusiasmo al oír los detalles de la propuesta de Fynn, y ¿cómo sería Ute, baronesa von Punkenburg?, el proyecto que proponía el Salvaje era peligroso, pero si la ITT fabricaba el localizador y se lo vendía a la US Navy, haría quizá uno de los buenos negocios de ese año; y el Salvaje se saldría con la suya, pero mientras no lo hallaran lo tomarían por un desertor y hasta sospecharían que se había vendido a los rusos, pero si él hubiera jugado caballo tres alfil dama el fucking polaco no le habría coronado el peón pasado, había sido un descuido, claro, desconcentrado como estaba por el anuncio de la subasta, diecisiete por ciento de acciones en Estocolmo y un trece por ciento anual de crecimiento, tax-free ¿y si se sobornara a alguien en Bélgica para conseguir el switch de la materia prima francesa?, y al CEO le había interesado la perspectiva de quedarse en exclusiva con las aplicaciones nobélicas del localizador, y si conseguía subastar la mesa de Capablanca con sus piezotas enormes, sí, tenían que ser enormes, porque dieciocho libras eran… a ver… unos ocho mil gramos, y divididos entre treintidós piezas, a ver…, Jesus Christ, el promedio de las piezas sería de una media libra, shit!, tenía que conseguir ese juego, seguramente la gente de Cohen & Cohen iban a pujar muy alto; ah, si pudiese quedarse con el juego y los muebles al primero que invitaría a una partida sería al CEO; tendría que buscar un buen pretexto para que aceptara venir a la casa, lo mejor era darle la sorpresa, pase, pase, y al correr las cortinas del salón que prepararía ¿raso gris oscuro?, o beige, para que hiciera juego con los muebles ¿y cuál sería el estilo Restauración?, y pase, pase, señor Geneen, tome asiento please, y también le mostraría su colección y las fotos de Capablan… tar, tarar, tarar, tararíiiii, el brindis de La Traviata en el carillón, las cinco y cuarenta y cinco de la mañana.
Lou abrió los ojos y se volvió. Había llegado la hora de pensar boca arriba y con orden. Bien: a las siete vería lo de Capablanca en Shinecock Bay; a las ocho y veinte regresaría a la casa a recoger los microfilms; a las nueve y diez, reunión con el CEO y Gainsborough; a las nueve y treinta en la asesoría jurídica, para elaborar el contrato de los fertilizantes; a las diez y quince, despacho con la gente de Webb and Webb, shit!, ese iba a ser el peor momento del día, tendría que enfrentarse a Rohatyn en el problema de los royalties canadienses; de diez y media a diez y cuarenta y cinco oiría la exposición del arquitecto Harrison sobre su proyecto de helipuertos; de once a doce despacharía sus entrevistas de agenda; de doce a una dictaría su correspondencia a míster Robertson. No debía olvidar llamar nuevamente al Salvaje para ver cómo seguía de salud y concertar una nueva cita. A las dos comería algún sandwich en su oficina; a las tres y quince saldría de Park Avenue para entrevistarse con el senador Canning y a las cuatro y media ingresaría al consejo de dirección que duraría no menos de dos horas. Y luego, hasta las diez de la noche, trabajaría en el informe final sobre su proyecto para los helipuertos Sheraton. Y hacía diez días ¿qué fecha era?, sí, 12 de abril, hacía diez días exactamente que no había encontrado un solo hueco para pasar un rato con una mujer. Esa tarde llamaría a Jane para que lo visitara a las once pm en el bunker. ¿Cómo haría Jane para tener tan tostada la piel en pleno abril? Tar, tarar, tarar, tararíiii…
Esos primeros pasos torpes, yertos, le recordaban cada mañana que ya tenía cincuenta años. Diez años antes se levantaba todavía con los movimientos flexibles de un hombre joven. Ahora llegaba al baño como un plantígrado, orinaba sentado, y a medida que su cuerpo mórbido, salido de la molicie del pull-man de tres plazas se iba adaptando a la dureza del mundo, también se endurecía su espíritu.
Extrajo un puñadito de lather de la maquinita adosada a la pared. Se examinó la lengua: bastante sucia, sin duda por el borgoña de la cena. Se dio vuelta los párpados. Sabía que no tenía anemia pero le gustaba ratificarlo. El mundo iba cobrando más y más realidad. Hizo girar la espiral de la maquinita de afeitar y se volvió sobre la alfombra de felpa anaranjada para afeitarse frente a la luna veneciana que había colocado al otro extremo del lavabo. No le importaba caminar una y otra vez desde el espejo hasta el lavabo para escurrir la espuma de la maquinita. Le gustaba verse de cuerpo entero. ¿Cómo sería Capablanca encueros? Terminó de afeitarse y se lavó los dientes. Luego, con una espátula de carey comenzó a rasparse el moho blancuzco de la lengua. Era un hábito siciliano. Por la mañana, todas las lenguas de Sicilia se raspan. Tienen que estar rosadas para el desayuno, la santa hostia o el beso.
Tras su segunda taza de café espresso, encendió un cigarro y tocó la campanita. De inmediato apareció la señora Viglietti, con su uniforme negro y su cofia blanca.
—Cosa desidera il signore.
La signora Viglietti era de los Abruzzi. Para Lou, tenía el doble atractivo de no entender inglés ni siciliano. Y entre los dos destrozaban el italiano a la perfección.
—Esta noche regresaré‚ tropo tardi y quisiera comer una carbonara.
—Entonces yo lo espero…
—De ninguna manera —la interrumpió Lou—. Ponga la salsa en el refrigerador y yo la caliento luego.
Mamma mia! Tras una breve discusión sobre los efectos del frío en las salsas italianas, la signora Viglietti se resignó a la barbarie de Lou y prometió dejarle la salsa, pero no en el frío, sino en la mesa de la cocina, dentro de una marmita y tapada con un lienzo, de modo que no se pusiera ácida…
A las seis con veinticinco Lou conectó el contestador automático y se dispuso a marcharse.
—Hasta mañana, signore.
—Hasta maña… —Y se volvió a mirarla—. No: hasta mañana, no; porque dentro de dos horas voy a pasar de nuevo por aquí.
—Va bene, signore —dijo ella sonriente—. Hasta luego entonces.
—A rivederla.
Mientras bajaba por la escalera de caracol hacia el garaje, pensó que la signora debía haberse quedado intrigada por ese regreso. Lo mejor de aquella mujer era que jamás preguntaba nada.
De pronto, se detuvo. Realmente ¿no era una tontería andarse con tanta precaución? ¿Por qué no llevarse los microfilms? Así, después de ver lo de Capablanca, seguiría hasta Park Avenue sin pasar por la casa…
Pero volvió a repetirse que se sentiría más tranquilo si los dejaba en el bunker. De todos modos, de regreso hacia Manhattan, el paso por las cercanías de su casa era obligado. Lo más que perdería en recogerlos era diez minutos.
A las seis y cuarenta, el Corvette cortaba el aire plomizo de la autopista 27. Llegando a Shinecock Bay, Lou trató de ver en lo alto del promontorio la iglesia de los tres techos rojos, pero una neblina sutil, que venía del otro extremo de Long Island, le nublaba la vista.
Y a las siete y cinco de aquel fatídico 12 de abril, Lou franqueaba, tras el Cadillac que lo aguardara en Shinecock Bay, la puerta de rejas de la residencia de Christopher B. Maxwell, como lo indicaba una chapa de bronce empotrada en una de las columnas de piedra, junto a la entrada. Al final de la alameda, en lo alto de los peldaños de acceso a la casona, lo esperaba una mujer joven, esbelta, insólitamente morena para habitar en un edificio tan victoriano.
—How d’you do, Mr Capote?
—Hello, Miss…
—Sarah Maxwell —lo interrumpió ella extendiéndole la mano—. Pase por favor.
—Usted no es la persona con quien hablé…
—No, señor Capote —le sonrió la muchacha—. Usted habló con mi madre.
La muchacha no tenía nada de británica. Hablaba con acento neoyorquino.
Entraron a un vestíbulo amplio, de muebles antiguos. Una escalinata de madera muy lustrosa se abría en lo alto, hacia ambos lados, de modo que las barandas, al rematar en la segunda planta, dibujaban la forma de un ánfora. Sobre la parte central de los peldaños, un notorio cambio de coloración indicaba que allí había habido una alfombra. Y en el rellano donde la escalera se dividía en sus dos alas, la pared, también decolorada, marcaba la eliminación de un tapiz, o quizá de un enorme espejo.
—¿De mudanza? —se le ocurrió preguntar.
—De liquidación, más exactamente —dijo ella señalándole un pasillo, también sin alfombras—. Tras la muerte de papá hemos decidido vender esta casa y comprar algo más céntrico.
Lou pensó que si anunciaban la subasta en Attica, era porque pensaban, para esa fecha, haberse deshecho ya de la casona.
Era una hermosa mujer. Se dejaba caer un rizo negro al estilo de las gitanas. Era de un tipo decididamente meridional. Caminaba delante de él con un meneo acompasado. Cintura estrecha, caderas móviles, rostro aceituno, labios gruesos. El vestido largo dejaba ver unas pantorrillas redondeadas sobre un nervioso juego de tobillos. Calzaba ballerinas de un cuero opaco.
Por fin, abrió una gran puerta de caoba labrada y lo hizo pasar a una salita, amoblada con sobriedad y muebles modernos, que desentonaban con el ambiente solemne de la mansión.
—Tome asiento por favor —dijo la muchacha—. Voy por mamá.
Y al salir, con un rápido movimiento, cerró la puerta.
¿Por qué cerraba la puerta?
¡Qué raro!
Dos minutos, tres minutos, cinco minutos.
Lou comienza a inquietarse.
A los siete minutos, se pone de pie, intenta abrir la puerta. Está trancada. Pero… pero… ¿qué quiere decir eso? ¿Qué hace él allí, encerrado en aquella habitación? ¿Quiénes son los Maxwell? ¿Por qué es tan morena Sarah Maxwell? ¿Por qué no le dieron la dirección sino que lo fueron a esperar? ¡Sacramento! ¿Quién habrá puesto el aviso? ¿Por qué el chofer del Cadillac usaba aquellos ridículos bigotes de manubrio? Pero el viejo del club, sí, conocía a Maxwell, inversionista… ¿Y por qué, si la puerta estaba abierta al llegar, ahora lo habían encerrado? ¿Y por qué si la subasta iba a ser en Attica a él lo habían citado en Shinecock Bay?
¿Querrían hacerle daño? ¿Venganza? ¿Alguna mujer? ¿Algo que ver con Fynn?
¡Ocho minutos! ¿Qué forma era esa…? Se quejaría…
Intenta otra vez abrir la puerta. Levanta el puño para golpear y en eso, un sobre blanco se desliza por debajo. Al agacharse, un cosquilleo eléctrico en la cabeza, calor en las orejas… Miedo, mucho miedo.
En el sobre no dice Lou, sino Luigi Capone. Porco Dío!
No se atreve a abrirlo. Se le paran los pelos, se le arruga la piel de las sienes. ¿Será algo relacionado con la mafia? ¿Una venganza ancestral por lo que hiciera su padre en Sicilia?
Se deja caer sobre la butaca y abre el sobre. Las manos le tiemblan. Los ojos atónitos recorren vertiginosamente las líneas mecanográficas.
«Estimado señor Capote:
»Esto es un secuestro. Su rescate vale un millón ciento once mil dólares (US 1 111 000.00), incluidos los gastos que nos ha originado. Sabemos que dispone de muchísimo más que eso.
»Usted permanecerá en esta casa hasta que se nos entregue esa cantidad. No creemos necesario puntualizar que si no se cumpliera tal formalidad, las consecuencias serían lamentables para usted.
»La sala donde se encuentra ha sido conectada con un sencillo circuito eléctrico a todo un sistema de explosivos. Ante el menor intento de abrir la única puerta de acceso a ella, tanto por dentro como por fuera, volará su habitación, y buena parte de la casa. Un dispositivo idéntico se ha conectado a la puerta de entrada, al garaje, a la puerta de la cocina y al jardín. Lo peor que a usted podría sucederle es que algún imprudente tratara de forzar el acceso a esta casa sin conocer las claves para desconectar el sistema de explosivos. Además, como usted ve, no tiene posibilidad de comunicarse con el exterior.
»Hemos tomado la precaución de instalarle en el techo un extractor de aire, que comunica con la planta alta. Usted mismo podrá controlarlo a su gusto. Le advertimos que el extractor también está conectado al circuito de explosivos.
»Todos sus movimientos serán observados a través de la mirilla que se ve en la pared anterior. También podemos ver lo que hace en el bañito contiguo.
»En el closet del baño tiene usted varias mudas de ropa que confiamos sean de su medida y de su agrado, y en la pequeña alacena que encontrará al lado de la puerta, suficientes provisiones para veinte días, un calentador eléctrico, medicamentos usuales, libros, revistas. Tiene también a su disposición un radio, una grabadora con cassettes, un pequeño televisor de seis pulgadas y papel y lápiz, por si desea llevar un diario de esta singular experiencia. En el armario grande, encontrará también un juego de ajedrez, una biografía de Capablanca, una selección de sus mejores partidas, y una colección de problemas que esperamos no haya resuelto ya. Si así fuera, háganoslo saber y con mucho gusto se los cambiaremos por otros.
»Son las 07:20 de la mañana. Antes de mediodía, sírvase redactar un mensaje a quien usted considere conveniente. Explíquele su situación actual y autorícelo a que gestione la entrega a nosotros del rescate indicado. Los detalles correrán por cuenta nuestra.
»Le deseamos una agradable estancia en esta casa y esperamos que con su cooperación todo se solucione en pocos días.
»Truly yours,
»Familia Maxwell.
»P.S.: Sírvase devolvernos este texto por el buzón. Añada las llaves del carro, las de su casa, la clave de su caja fuerte y sobre todo, la del cofre donde guarda El tránsito de la Virgen.
»Muchas gracias.»