Tras seis meses de catecismo tomé la primera comunión. Los jesuitas regalaban a todos los comulgantes pobres, un trajecito gris de pantalones cortos, una camisa y medias largas blancas, y una corbata azul. Aquellas galas y el chocolate dominical, espeso y burbujeante, servido después de la doctrina, ganaban para la parroquia muchos catecúmenos entre los niños del barrio.
Yo era uno de los mayores y ya vestía pantalones largos. El padre Nuño se ocupó de conseguirme un traje de mi talla, de los que se deshacían los alumnos ricos de la Sagrada Familia. Era un casimir inglés, también gris, pero más oscuro que el de los otros niños. Luego de unos retoques que le hizo el tío Lucho, me quedó muy bien. «¡Qué churro estás!», me dijo Margarita al vérmelo. Debí de ruborizarme: sentía vergüenza de estar churro, y ni siquiera me atreví a verme en el espejo. Pero busqué un pretexto para quedarme con el traje puesto y fui hasta la calle Soriano, a mirarme de reojo en las vitrinas. De pronto me sorprendí posando y con una ceja alzada. Era tan fuerte el deseo de mirarme y remirarme en aquella inusitada imagen de niño rico, que subí hasta Dieciocho, para seguir en mi regodeo ante los espejos de las grandes tiendas. Al tomar conciencia de tanta vanidad, justo en vísperas de mi comunión con Jesucristo, improvisé de regreso un par de oraciones expiatorias.
Días después, relucientes, endomingados, entramos en fila con un cirio en la mano, por la nave central. Nos arrodillamos ante la mesa del altar. Un estremecimiento, casi de terror, me sacudió al oír la campanilla que anunciaba el comienzo de los oficios. El cuerpo y la sangre de Cristo iban a alojarse en mí. Todo se empequeñecía ante aquel prodigio, consuelo de mi vida. Lo había esperado contando los días, y ahí estaba ya, de rodillas ante el Santísimo Sacramento. Cuando estalló el Kirie eleison entre el coro de monjas, un fulgor emanado de la custodia acompañó con rítmicos destellos las notas de aquel himno súplica, que repetía la cristiandad desde el fondo de los siglos. Desfallecido de piedad, oía aproximarse el repique de la campanilla y cuando tuve ante mis ojos el cáliz y sentí sobre mi lengua la tibieza de la hostia, un lagrimón resbaló por mis mejillas y cayó en la patena que sostenía el acólito.
Salí con Rosa y Margarita, que me habían acompañado. Al ver mi emoción, ellas, habitualmente juguetonas, se sintieron coartadas y caminaron a mi lado en silencio.
En la casa estuve poco rato. Aquella atmósfera bulliciosa del domingo no armonizaba con mi solemnidad. Yo era portador del cuerpo de Cristo y la gente me palmoteaba, me celebraba la elegancia del traje, hacían chistes, me daban vino. Tuve que saludar a todos los vecinos del caserón, como era lo usual. Y ellos me regalaban monedas. En vintenes, medios y reales amarillos, recogí como tres pesos.
En la casa, tía Sara era la única que iba a misa. Lucho, aunque nunca me lo dijo, era de los que creían en Dios a su manera, pero detestaba a los curas. Sin embargo, desde hacía unos meses, mi evidente fervor les inspiraba respeto. Ni siquiera el Toto, siempre tan burlón y desenvuelto, se atrevía a hacerme bromas.
Antes del almuerzo decidí llegar a la farmacia.
Don Licinio cerraba a las doce de la noche. De lunes a sábado, después que yo me marchaba, Alfonso, un galleguito de unos dieciocho años, ocupaba mi lugar. Los domingos Alfonso trabajaba desde la ocho de la mañana hasta las doce de la noche. Era muy dócil y temía a don Licinio igual que yo. A él también le tocaba a veces pedalear en el aire para que el ocio no lo corrompiera moral y físicamente.
Yo nunca me aparecía por la farmacia los domingos, pero en tan importante día, necesitaba que el mundo se enterara de que yo, Bernardo Piedrahita, llevaba a Dios en cuerpo y alma.
Don Licinio también era católico. A las cinco de la mañana asistía todos los domingos a la misa que se oficiaba en la Iglesia de los Vascos. Al cabo de varios meses a su lado yo sentía desprecio por su avaricia y cinismo. Había descubierto que hacía trampas, que robaba a sus clientes en el peso y las cantidades, y luego, sabiendo que yo sabía, me espetaba sus retahílas moralistas.
Teresita, la farmacéutica que se ocupaba del dispensario, se convirtió en su esposa. El título era un atractivo que borraba gran parte de su fealdad. La señora Teresa (así había que llamarla después del enlace) era hija de ricos. Se había peleado con los padres un año antes de terminar su carrera y decidió ponerse a trabajar. Para el casamiento, don Licinio se encargó de restablecer las relaciones. Un día fui a llevarle un recado a casa de su suegro. Vivían en Capurro, en un palacio que ocupaba una manzana con su parque interior y servidumbre uniformada.
Licinio Lobo era un hombre vil; pero en aquel día de mi comunión, yo me había librado del sentimiento de desamparo que me infligiera el suicidio de mi padre. Cristo estaba conmigo, dentro de mi cuerpo y de mi alma. Y yo sentía que mi sola presencia purificaba a los seres y las cosas.
Más que a verlo fui a que me viera. No iba sólo por la propina, que sin duda me daría, al verme con la cinta de seda blanca prendida de la manga del saco.
Alfonso estaba llenando unas cajas de talco y tardó en reconocerme. Se quedó embobado, mirándome, con la cuchareta en la mano. Al cabo, sólo atinó a sonreír torpemente. Cuando le pregunté por don Licinio me señaló la oficina.
Entré sin llamar. Se me olvidó. Él estaba de espaldas, echando con una jarra un líquido en unos frascos grandes. Al advertir mi presencia a su lado me dirigió una mirada de sorpresa, y en cuanto comprendió que era yo, infló los carrillos y sin soltar la jarra me gritó encendido de ira:
—Fuera! Mocoso atrevido!
—Pero don Licinio, yo venía…
—¡Fuera!! —repitió desgañitándose.
Al señalarme la puerta con violento ademán, volteó una hilera de frascos vacíos. Uno se rompió a mis pies.
Yo me asusté mucho; como se asusta uno ante esa maldad máxima de los objetos inanimados, cuando nos propician golpes, caídas, quemaduras imprevistas. Ante aquella agresión tan injusta conmigo, tan irracional en sus causas, yo me sentí como ante un temblor de tierra y huí hacia la calle.
Alfonso, que había oído el griterío, me miró salir espantado.
Yo demoré mucho en calmarme.
Al principio atribuí la indignación de don Licinio a que yo había entrado sin llamar; pero eso no justificaba una reacción tan feroz. Ni siquiera se dio cuenta de mi atuendo, con la cinta colgada del hombro. No era posible que un católico le gritara así, a quien venía de comulgar con Cristo…
De pronto, volví a verlo expulsándome, y recordé también una cabellera rubia a mis pies, en la etiqueta del Shampú Berenice sobre el frasco roto…
En ese instante comprendí que la ira de don Licinio estaba bien justificada. ¡Yo lo había sorprendido falsificando champú! Por eso tenía los frascos en hilera y la jarra de líquido azul en la otra mano.
La adulteración debía de ser muy sencilla; y como era un producto caro y de gran demanda, sin dudas había mandado imprimir las etiquetas por su cuenta y ganaba mucho más vendiendo su propio mejunje que el producto legítimo de los Laboratorios Ripoll.
Pensé en buscarme otro empleo, pero aún me faltaban dos meses para cumplir el año, al término del cual, don Licinio debía entregarme los sesenta pesos que me correspondían por mis ahorros. Pensé en pedirle que me entregara lo reunido hasta ese momento, pero temí que intentara alguna trampa. Y decidí agachar la cabeza y esperar a que se cumpliera el año.
A veces me admiro al recordar la paciencia con que yo era capaz de proceder a los doce años. Sin duda también lo advirtieron los jesuitas. Por eso y por mi devoción, pusieron sus ojos en mí.
El padre Nuño me inscribió en una escuelita nocturna dirigida por la Orden, donde completé el sexto año de primaria, que había interrumpido cuando se marchara mi madre.
En la escuela había sido un buen alumno, pero como me resultaba fácil, estudiaba poco y había mantenido una actitud muy pasiva. Con los jesuitas fui un alumno sobresaliente. El padre Nuño me había prometido, si lograba buenas calificaciones, una beca en la Sagrada Familia. El maestro de matemáticas se quedaba embobado viéndome resolver mentalmente problemas de muchas operaciones. Desde muy pequeño tuve facilidad para el cálculo mental y una memoria gráfica que me permitía repetir una página completa de historia sagrada o geografía, tras un par de lecturas. Algunas lecciones que memoricé entonces, puedo repetirlas todavía.
Por eso no me apresuré a buscar otro empleo. En diciembre terminarían las clases de mi escuelita y todo hacía pensar que en marzo podría ingresar como pupilo en la Sagrada Familia.
Me era muy importante cobrar los sesenta pesos, porque pensaba regalárselos a tío Lucho para que se comprara una máquina Singer, profesional, que codiciaba desde hacía un par de años; pero nunca acababa de reunir los cien pesos de la cuota inicial. Por un motivo u otro, siempre se le descompletaba el dinero. Yo no había hablado en la casa de los ahorros que don Licinio me guardaba, y pensé, como regalo de fin de año, darle la sorpresa.
Pese a mi sumisión y mansedumbre, las relaciones con don Licinio empeoraron desde el día de la primera comunión. A diario encontraba algún motivo para regañarme; nunca quedaba satisfecho con mis limpiezas matinales; me obligaba a pedalear en el aire; y yo, cuanto más lo odiaba, más dócil y solícito me le mostraba. Contaba los días que me faltaban para exonerarme de él. Y así, de una forma u otra, me las ingeniaba para sobrellevar mi agobio y reservaba energías para descollar en la escuela.
Las clases de los jesuitas eran los martes y viernes de siete y media a nueve y media. Eran clases muy intensas, para jóvenes trabajadores que en su mayoría sobrepasaban los quince años. Los demás días, por las tardes, desde que salía del trabajo hasta las ocho, estudiaba en una biblioteca pública que quedaba cerca de la casa. Allí regresaba después de la cena y estudiaba hasta las once, en que cerraban. Eso lo hacía yo todos los días, después de haber trabajado doce horas, y sin haber cumplido aún los trece años. No obstante, recuerdo aquellas veladas en la biblioteca como momentos felices de mi vida. No sentía sueño ni cansancio. Trabajaba con avidez, excitado. Llenaba páginas de mis cuadernos, forrados con un papel mate y áspero de color azul: ejercicios, composiciones, análisis lógicos y analógicos, conjugaciones, mapas. Siempre he agradecido a los jesuitas el haber avivado en mí el amor por el estudio.
Una mañana, poco antes de abrir la farmacia, don Licinio andaba de un humor de perros y me regañó porque había encontrado en el piso un pedacito de papel, debajo de la balanza. Era un aparato muy alto. Desde la base subía un fuste delgado que remataba en una armazón, donde se desplazaba un pilón cilíndrico sobre la escala graduada de los pesos.
Evidentemente, yo me había olvidado de pasar el trapo húmedo por debajo de la balanza. Cuando me agaché para hacerlo, resbalé hacia adelante y al agarrarme del fuste lo empujé contra una vitrina. La balanza se partió en tres pedazos; la vitrina, llena de frascos, quedó en añicos.