Otros componentes naturales con riesgo
«Yo calificaría a la leche quizás como
el vehículo de calcio menos saludable que uno pueda imaginar;
en realidad es la única cosa por la que la gente la bebe,
pero cuando se intenta desafiar los dogmas establecidos…
la gente se resiste».
Dr. Neal Barnard
La leche de vaca contiene las hormonas naturales necesarias para el rápido desarrollo de los terneros. Las más importantes son los factores de crecimiento insulínicos y los epiteliales. Pero ¿cómo pueden influir estas sustancias sobre el consumidor humano?
Al consumir productos de origen animal se incrementan los niveles de una de esas hormonas en nuestro propio organismo, el llamado factor de crecimiento 1 de tipo insulínico (IGF-1). En concreto, la leche de vaca parece elevar los niveles de IGF-1 en las personas más que ningún otro componente de la dieta [254]. El IGF-1 es idéntico en las vacas y en los seres humanos, y no es destruido por la pasteurización. Al consumir leche, el IGF-1 no es degradado por el proceso digestivo humano, sino que es absorbido fácilmente a través de las paredes intestinales, en parte debido al efecto reductor de la acidez estomacal que tiene la leche y en parte también a la homogeneización, que facilita su paso a través de la mucosa intestinal en el interior de los diminutos glóbulos grasos [10].
Algunos estudios sugieren que los niveles de IGF-1 en sangre están fuertemente asociados con la leche de vaca, reflejando el alto aporte proteico y mineral que tiene su consumo [326]. Tanto en hombres como en mujeres, entre 55 y 85 años, la adición de 3 raciones diarias de 225 gramos de leche desnatada o semidesnatada durante 12 semanas se mostró asociada con un 10% de aumento en la concentración de IGF-1 en sangre, en un estudio de 1999 [358].
Un estudio del año 2000 mostró que la concentración media de IGF-1 en un grupo de hombres veganos era un 8% inferior que entre ovo-lacto-vegetarianos y un 9% inferior que entre personas con una dieta convencional [359]. En otro estudio similar del año 2002 realizado en mujeres, se observó que la concentración media de IGF-1 era un 13% inferior en 92 mujeres veganas en comparación con 101 vegetarianas y 99 con dieta convencional. Además, dentro del grupo de las veganas, aquellas mujeres que no consumían leche de soja presentaron unos niveles un 25% inferiores que aquellas que tomaban al menos un vaso al día [293]. En este sentido la leche de soja también muestra una asociación similar a la leche de vaca, en cuanto a los niveles de IGF-1 en veganos, como resultado de su contenido proteico [326].
Un estudio de 2004 realizado con niños daneses de 2 años y medio observó que un incremento en la ingesta de leche de 200 a 600 ml diarios se correspondía con un 30% de aumento en el IGF-1 circulante [625].
En otro estudio de 2004 realizado con niños de 8 años, se registró un aumento del 19% en los valores de IGF-1 al incrementar su ingesta de leche desnatada a 1’5 litros diarios [626]. Los investigadores piensan que son los compuestos de la leche los que tienen este efecto, y no el aumento de ingesta proteica, ya que el aumento de ingesta de carne no alteró los niveles de IGF-1. Según ellos, esto podría explicar el efecto de la leche sobre el crecimiento.
En 2009, unos investigadores chinos realizaron una revisión de la literatura científica para cuantificar las evidencias del consumo de lácteos y los niveles de IGF-1 circulante [549]. Su conclusión es que efectivamente el consumo de leche incrementa los niveles de IGF-1.
Un estudio realizado en 2009 con más de 5000 niñas estadounidenses investigó la relación entre la ingesta de lácteos y la estatura [622]. La proteína láctea presentó la asociación más fuerte con el crecimiento de las niñas, aunque sugerían que algún factor de la leche, distinto de la proteína, ejercería ese efecto promotor del crecimiento.
La hormona IGF-1 es un potente estimulante del crecimiento, una característica que la industria láctea ha intentado utilizar para otorgarle un efecto beneficioso sobre el crecimiento de los huesos. Pero en última instancia, las consecuencias reales terminan de desprestigiar a los productos lácteos: el IGF-1 promueve el crecimiento del cáncer, y ha sido relacionado con diversos tipos de tumores. El exceso de IGF-1 estimula la proliferación celular e inhibe la muerte celular programada (apoptosis) —dos hechos no deseables en lo que respecta a las células cancerosas [254][363]. Es más, el tamoxifeno, un medicamento utilizado en el tratamiento del cáncer de mama, debe su acción precisamente a la inhibición del IGF-1 [10][363].
Diversos estudios han sugerido que el IGF-1 promueve la transformación de la actividad celular normal del tejido mamario en cáncer de mama. Además, mantiene la malignidad de las células cancerosas de la mama, incluida su invasividad y la capacidad para extenderse a órganos distantes. También ha sido asociado con los cánceres de colon y de próstata, y otros cánceres infantiles. Su influencia hormonal sobre el feto y sobre el lactante aumenta el riesgo de desarrollar cáncer en la edad adulta, así como la susceptibilidad ante los efectos cancerígenos de los residuos de pesticidas o las mamografías [279][280].
Un reciente estudio de 2010 analizó los datos de 1142 hombres y 3589 mujeres del European Prospective Investigation of Cancer and Nutrition (EPIC) [627]. Su conclusión es que tanto la estatura como el índice de masa corporal están asociados con el IGF-1, pudiendo ser el mecanismo por el cual el tamaño corporal contribuye a un mayor riesgo de diversos tipos de cáncer.
En relación con la estatura, se ha observado que los individuos más altos (con piernas más largas) presentan un mayor riesgo de padecer cáncer pero un menor riesgo de enfermedades coronarias, y se sospecha que esto puede estar relacionado con los niveles de IGF en la infancia más que los niveles presentes en la edad adulta.
Pero el efecto de un alimento sobre el riesgo de cáncer no puede deducirse simplemente por su efecto sobre el IGF-1. Los datos sugieren que el consumo de productos de soja está asociado con un riesgo menor de cáncer de mama y de próstata, de modo que la soja podría contener otros componentes que contrarrestan el efecto promotor del cáncer del IGF-1. Sin embargo, la leche de vaca está fuertemente asociada con el aumento del riesgo de ciertos tipos de cáncer, como el de próstata [326]. En conjunto, el mejor consejo sería reducir el aporte proteico a cantidades adecuadas pero no excesivas, cambiando las fuentes dietéticas de proteína de animales a vegetales, lo cual reduce las concentraciones de IGF-1 en sangre. En este contexto, un uso moderado de la leche de soja y sus derivados puede ser útil [326].
Todo esto podría cuestionar la conveniencia de dar leche de vaca a los niños. Los estudios médicos han demostrado que los niños veganos (que no toman leche de vaca) alcanzan una estatura normal y que generalmente son más delgados que la media, aunque siempre dentro del rango normal [11]. También indican que algunos niños veganos pueden crecer a un ritmo más lento durante los 5 primeros años, posiblemente por la ausencia en su alimentación de las hormonas de crecimiento contenidas en la leche de vaca, o quizás simplemente a causa de la menor cantidad de calorías suministrada por una dieta más rica en fibra, cuando su estómago es pequeño. Sin embargo, la equiparación en el crecimiento se alcanza alrededor de los 10 años. La ingesta calórica de los niños veganos más mayores es similar a la de los omnívoros.
En palabras del prestigioso Dr. Spock[7]:
«Solíamos pensar de la leche de vaca que era un alimento perfecto. Sin embargo, durante los últimos años los investigadores han descubierto nuevos datos que están motivando un cambio de opinión. Lógicamente se ha generado mucha controversia, pero he llegado a la conclusión de que la leche no es necesaria para los niños».
En relación con un estudio que relacionaba el consumo de leche con la estatura, el conocido pediatra Carlos González hizo este comentario:
«Aunque soy alto, no veo en ello ninguna ventaja. Los altos necesitamos más comida, gastamos más tela en la ropa, gastamos más jabón para lavarnos, estamos más incómodos en la cama, chocamos con el techo del coche… En un mundo superpoblado y con recursos limitados, parece que ser todos un poco más bajitos sería un objetivo razonable, así que, de confirmarse plenamente las implicaciones de este estudio, sería un argumento más para no abusar de la leche.»
En resumen, se ha demostrado la existencia de como mínimo una hormona promotora del cáncer, el IGF-1, presente en la leche (y en la carne de vacas lecheras sacrificadas) [363]. Pero además, hay indicios de que la prolactina y el IGF-2 también favorecen el cáncer. Por ejemplo un estudio publicado en 2003 mostró que la familia de IGF está implicada en la patogénesis del cáncer de estómago, especialmente el IGF-2 [621].
Y éstas son sólo tres de las múltiples sustancias biológicamente activas contenidas en la leche diseñadas para influir en el desarrollo de los lactantes de la misma especie. El factor de crecimiento epitelial (EGF) también está presente en la leche y también es mitógeno (promotor de la división celular). Está bien establecido que el EGF estimula la proliferación de tejidos epidérmicos y epiteliales [363].
La Hormona de Crecimiento Bovino Recombinante (rBGH, según las siglas en inglés, también conocida con el nombre de Somatotropina Bovina, o BST), es una copia obtenida por ingeniería genética de una hormona que producen naturalmente las vacas. La rBGH ó BST está ideada para que las vacas produzcan más leche, entre un 10 y un 20% más de la que producirían naturalmente.
Aparte de diversos trastornos reproductivos, el problema más serio que genera es que, al producir más leche, las vacas tratadas con BST tienen un mayor tamaño y peso de las ubres y con ello una mayor tendencia a padecer inflamación de las mamas, llamada mastitis (hasta un 80% de incidencia). Esto ocasiona la contaminación de la leche, con una presencia importante de pus. Los ganaderos se ven obligados a atajar el problema con el uso de mayores cantidades de antibióticos, con el consiguiente riesgo para los consumidores por la aparición de residuos en la leche y el desarrollo de resistencia entre las bacterias [279].
Dejando de lado este riesgo de la leche, los efectos de la BST pueden ser devastadores para la salud humana, principalmente en relación con el cáncer. Según el Dr. Samuel S. Epstein, profesor emérito de Medicina Medioambiental en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Illinois, Chicago, Estados Unidos, y presidente de la Cancer Prevention Coalition (Coalición para la Prevención del Cáncer), el uso de rBGH estimula la formación de una hormona en la glándula pituitaria, el IGF-1 (factor de crecimiento de tipo insulínico). Como hemos visto antes, esta hormona ya existe de forma natural en la leche de vaca, pero la acción de la rBGH provoca un marcado incremento de los niveles de IGF-1 (se ha llegado a comprobar un aumento de 10 veces en este nivel) [280]. El IGF-1 no es destruido por la pasteurización; de hecho, el proceso de pasteurización en realidad incrementa los niveles de IGF-1 en la leche. Además, se tiene constancia de que el IGF-1 de la leche de vacas tratadas con rBGH tiene un efecto mayor sobre el organismo que el de la leche de vacas no tratadas [280].
Monsanto, la célebre empresa de ingeniería genética, es la empresa que desarrolló la BST sintética, comercializada en Estados Unidos desde 1994 con en nombre de Posilac. En 2008 pasó a ser propiedad Elanco, una división del laboratorio Eli Lilly [453]. Aproximadamente un tercio de las vacas lecheras de Estados Unidos se tratan con BST. El uso de esta hormona está, sin embargo, prohibido en otros países como Canadá, la Unión Europea y Nueva Zelanda, en base fundamentalmente a argumentos de bienestar animal, de tipo comercial, o por aplicación del llamado Principio de Precaución, argumentando incertidumbres científicas a largo plazo.
Desde la aprobación de su uso por parte de la administración norteamericana, y en vistas de una creciente desconfianza pública, la empresa Monsanto dedicó grandes esfuerzos también a impedir que se etiquetase como “leche sin rBGH” al producto de la competencia, para procurar encubrir la verdad [279]. Después de crecientes peticiones por grupos activistas de protección al consumidor se permitió el etiquetado de la leche de vacas no tratadas, con la condición de añadir en la etiqueta la información obtenida por los científicos de la Food and Drug Administration (FDA) quienes llegaron a la conclusión de que «la leche de vacas no tratadas con la rGHB no muestra diferencias significativas con la leche de vacas tratadas», aunque no habla de los problemas de salud derivados de la ingesta de antibióticos junto con la leche [453].
La Unión Europea, considerando que la somatotropina bovina (BST) no se administra al ganado bovino con fines terapéuticos sino sólo para aumentar la producción de leche, y que según se desprende del informe técnico elaborado por su Comité Científico de la Salud y Bienestar de los Animales (CCSBA) perjudica además la salud de las vacas, adoptó la decisión de prohibir la puesta en el mercado de BST en su territorio o en el ámbito de su competencia con vistas a la comercialización y la administración de esta sustancia, en todas sus formas, a las vacas lecheras, a partir del 1 de enero de 2000 [281]. En el informe sobre los aspectos del uso de la BST relacionados con el bienestar animal, elaborado previamente por el CCSBA, se afirmaba que aumenta el riesgo de aparición de mastitis clínicas y la duración del tratamiento de las mastitis, aumenta la incidencia de trastornos de las patas y pezuñas y puede afectar negativamente a la reproducción, así como provocar reacciones graves en el lugar de la inyección.
No obstante, la prohibición de la Comisión Europea no afecta a las importaciones de productos lácteos procedentes de terceros países.
En principio, podríamos estar tranquilos de que en la Unión Europea esté prohibido el uso de rBGH. Pero por desgracia, el uso de sustancias prohibidas se ha convertido en algo habitual en el sector ganadero. Según informaban Ecologistas en Acción en el verano de 1999, en esos meses se habían sucedido decenas de detenciones por traficar y suministrar sustancias ilegales para el ganado, siendo una de ellas esta famosa hormona de Monsanto [333]. La revista Opcions también se hacía eco en 2002 del uso ilegal de esta sustancia años atrás, aunque afirmaba que su uso estaba mayoritariamente erradicado por haberse detectado más inconvenientes que ventajas[454]. Es decir, que existen sospechas fundadas de que en nuestro país se podría estar utilizando, aunque sea ilegalmente.
La xantino-oxidasa (XO) es un enzima con funciones muy específicas, segregado por el hígado. Descompone las purinas de la dieta y las convierte en ácido úrico, que es un producto de desecho, sin mayor riesgo para el organismo.
Se ha comprobado que los bebés alimentados con biberón contraen gastroenteritis con mayor frecuencia que los alimentados con leche materna. Esto se ha relacionado con la capacidad de la XO endógena que llega al bebé con la leche materna de generar óxido nítrico, un radical antimicrobiano que inhibe el desarrollo de la Escherichia coli y la Salmonella [314].
Sin embargo, el problema viene con la XO exógena que se ingiere con los productos lácteos. Cuando la leche no está homogeneizada, tanto la grasa láctea como la XO son digeridas por el organismo. Sin embargo, la XO presente en la leche homogeneizada puede atravesar el intestino delgado y pasar al flujo sanguíneo, pudiendo así ser el principal detonante del desarrollo de la aterosclerosis [207][115][316], tema tratado en el capítulo 4.
La leche se somete al proceso denominado homogeneización para mejorar su textura. Al hacerla pasar por unos finos filtros a altas presiones, se reduce el tamaño de los liposomas o glóbulos grasos al menos diez veces, impidiendo que se reagrupen. Las moléculas de grasa quedan dispersas de forma uniforme en la leche líquida. Pero al mismo tiempo, se convierten en “cápsulas” que atrapan sustancias en su interior. Ciertas proteínas que normalmente serían digeridas en el estómago e intestino, quedan así intactas y pueden ser absorbidas hacia el torrente sanguíneo.
Aunque anteriormente se pensaba que la acidez estomacal y la actividad enzimática deberían evitarlo, dos investigadores norteamericanos, los doctores Oster y Ross, demostraron que las proteínas de la leche de vaca homogeneizada sobreviven a la digestión. Sus pacientes cardíacos desarrollaron anticuerpos a proteínas bovinas tras consumir leche homogeneizada [316].
Descubrieron la presencia del mencionado enzima, la XO bovina, que en teoría no debería haber sobrevivido a la digestión. Este factor extraño al depositarse provoca estragos al atacar el tejido que constituye las paredes arteriales, el cual queda literalmente carcomido. El organismo, en su esfuerzo por protegerse y reparar las lesiones, inmediatamente responde “remendando” la zona dañada con colesterol, minerales y plaquetas, en forma de placas de ateroma. Esto marcaría el inicio de la aterosclerosis[316]. En etapas más avanzadas, las arterias perderían su elasticidad a medida que el calcio se deposita. La calcificación puede contribuir también a elevar la presión sanguínea.
De hecho, como indican estos investigadores, las personas con signos clínicos de aterosclerosis presentan mayores niveles de anticuerpos a XO bovina. También estos anticuerpos se encuentran en niveles superiores en aquellos pacientes que consumen las mayores cantidades de leche homogeneizada y sus derivados[316]. Pero no sólo este enzima, sino que muchas hormonas pueden ver facilitado su paso directo al torrente sanguíneo mediante este proceso de la homogeneización.
Al producirse una herida o una contusión, el área lesionada se enrojece y se inflama, se hincha y duele. Esta reacción, llamada inflamación, es la forma que tiene el organismo de incrementar el riego sanguíneo en una lesión, proporcionándole los nutrientes necesarios para que curen y los leucocitos que atacan los gérmenes. Pero a veces la inflamación también se activa de forma inesperada, se producen dolores articulares no porque exista ninguna lesión, sino porque la respuesta natural fue activada de manera inapropiada [8]. La inflamación contribuye a la aparición de dolores de cabeza, problemas digestivos, molestias menstruales, psoriasis, eczemas, etc.
La inflamación se controla por medio de varias sustancias químicas sintetizadas en el cuerpo, siendo las más importantes las llamadas prostaglandinas. Una de ellas, llamada prostaglandina E2 (PGE2), es como la gasolina en el fuego. Ante cualquier lesión o infección, la PGE2 responde con gran velocidad. Su misión es ayudar a atacar las bacterias invasoras y hacer posible que la recuperación se ponga en marcha [8].
Las prostaglandinas PGE2 se sintetizan a partir del ácido araquidónico de las células o del presente en los alimentos de origen animal. Son potentes vasodilatadores arteriales y están relacionadas con los procesos inflamatorios que producen fiebre, rubor, edema y dolor. Las grasas saturadas de la dieta, entre ellas las de los lácteos, favorecen intensamente la síntesis de PGE2. Cuando el ácido araquidónico está en concentraciones altas, se convierte en PGE2, sustancia que produce inflamación, y en presencia de oxígeno, en tromboxanos y leucotrienos, moléculas de gran potencia inflamatoria (hasta unas 1000 veces más inflamatorias que la histamina) [10].
Por otro lado, están las prostaglandinas de la serie 1 (PGE1), procedentes de los ácidos grasos omega-6 (ácido linoleico), y las de la serie 3 (PGE3), procedentes de los ácidos grasos omega-3 (ácido linolénico). Ambas tienen el efecto contrario a las PGE2: son antiinflamatorias y regulan a las anteriores, bloquean la hinchazón, el dolor, el enrojecimiento y el calor.
Las grasas ingeridas en la dieta determinan el tipo de prostaglandinas que produce el organismo. Cuanto mayor sea en el organismo la producción de PGE1 y PGE3, menor será la de PGE2; por lo tanto para evitar los procesos inflamatorios basta con consumir más precursores de las primeras que de la última.
Los ácidos grasos poliinsaturados omega-3 y omega-6 se encuentran en la leche materna humana en una proporción de un 55%, y sobre todo destaca el ácido linoleico. Como hemos visto, estos ácidos grasos son precursores de las prostaglandinas PGE1 y PGE3, responsables de las respuestas antiinflamatoria y antialérgica [275].
En cambio, la leche de vaca contiene sólo un 30% de ácidos grasos poliinsaturados. Es rica en ácido araquidónico, el ácido graso precursor en las células de prostaglandinas PGE2 mediadoras en los procesos inflamatorios. Por ello, el consumo de leche de vaca, favoreciendo la formación de prostaglandinas y leucotrienos inflamatorios, desencadena inflamaciones y trastornos diversos [10].
Todos los lípidos son sensibles al calor. Especialmente los ácidos grasos poliinsaturados de la leche de vaca pierden sus propiedades cuando la leche es transformada por el calor. En efecto, a una temperatura entre 40 y 45 grados, estos ácidos grasos se desnaturalizan y ya no pueden ser precursores de prostaglandinas antiinflamatorias. En este sentido, recordemos que toda la leche de consumo es tratada térmicamente para evitar posibles riesgos sanitarios (ver capítulo 12).
Como describe el Dr. Neal Barnard en su libro “Breaking the Food Seduction” (Vencer la Seducción de la Comida) [272], una de las prácticas terapéuticas que aplica a sus pacientes el PCRM (Comité de Médicos por una Medicina Responsable) es eliminar la carne, los productos lácteos y otros alimentos poco saludables de la dieta. A menudo, se encuentran con el problema de que el queso en particular cuesta mucho más de abandonar que otros alimentos. A pesar de que a estas personas les guste el helado o el yogur, los deseos por comer queso están mucho más arraigados. ¿Podría ser el queso realmente adictivo?
En 1981, los investigadores de los laboratorios del Research Triangle Park, de Carolina del Norte, Estados Unidos, comunicaron un descubrimiento asombroso. Tras analizar muestras de leche de vaca, encontraron trazas de una sustancia química que tenía un gran parecido con la morfina. La sometieron a diversos tests químicos, y finalmente llegaron a la conclusión de que, de hecho, era morfina. No había grandes cantidades y no todas las muestras presentaban niveles detectables, pero está demostrado que existe cierta cantidad de morfina en la leche de vaca.
La morfina, como es sabido, es un opiáceo y es altamente adictiva. De modo que ¿cómo llegó a la leche? Al principio, los investigadores supusieron que debía proceder de la propia dieta de las vacas. Después de todo, la morfina que se usa en los hospitales procede de la adormidera y es producida de forma natural por algunas otras plantas, que podrían haber sido ingeridas por las vacas. Pero resultó ser que las vacas realmente la producen en su propio organismo, igual que lo hacen las adormideras. Trazas de morfina, junto con codeína y otros opiáceos, son producidos aparentemente por el hígado de la vaca y pueden terminar en su leche.
Pero eso era sólo el principio, como otros investigadores pudieron descubrir poco después. La leche de vaca (o la de cualquier otra especie, igualmente) contiene una proteína, la caseína, que se descompone durante la digestión liberando una amplia gama de opiáceos, llamados casomorfinas. Un vaso de leche de vaca contiene unos 6 gramos de caseína. La leche desnatada contiene algo más, y la caseína se concentra durante la elaboración del queso.
Una molécula de caseína es como un largo collar, en el que las cuentas son aminoácidos, los ladrillos individuales que combinados componen todas las proteínas. Al beber un vaso de leche o comer una loncha de queso, el ácido estomacal y las bacterias intestinales desdoblan las cadenas moleculares de caseína en casomorfinas de diversas longitudes. Una de ellas, de tan sólo cinco aminoácidos, posee una potencia analgésica de una décima parte de la de la morfina.
Pero ¿cuál sería la función de estos opiáceos, escondidos en las proteínas de la leche? Parece que los opiáceos de la leche materna producen un efecto calmante sobre el bebé y, de hecho, se piensa que podrían ser en buena medida los responsables del vínculo madre-bebé. Los vínculos psicológicos siempre tienen una base física que los sostiene. Así, la leche de la madre ejerce un efecto similar a una droga sobre el cerebro del bebé que asegura que éste se vinculará con la madre y seguirá mamando para obtener todos los nutrientes que necesita. Al igual que otros opiáceos, las casomorfinas enlentecen el tránsito intestinal y poseen un marcado efecto antidiarreico. Este efecto opiáceo puede ser la razón de que los adultos a menudo notan que el queso es astringente.
Todavía está en el aire saber en qué medida entran los opiáceos en la circulación sanguínea. Hasta los años 1990, los investigadores pensaban que estos fragmentos proteicos eran demasiado grandes como para atravesar las paredes del intestino y llegar a la sangre, excepto en los bebés, cuyo tubo digestivo inmaduro todavía no es muy selectivo. En principio se pensaba que los opiáceos de la leche actuaban principalmente en el interior del tubo digestivo, y eran las hormonas de la sangre las que comunicaban bienestar o alivio al cerebro indirectamente.
Sin embargo, unos investigadores franceses analizaron qué sucedía al dar leche desnatada y yogur a unos cuantos voluntarios. Descubrieron que, sin lugar a dudas, al menos algunos fragmentos de caseína aparecen en el flujo sanguíneo. Se alcanza el pico máximo alrededor de los 40 minutos después de ingerirla.
Y precisamente el queso contiene mucha más caseína que el resto de productos lácteos. Cuando la leche es transformada en queso, se extrae la mayor parte del agua, las proteínas del suero y la lactosa, dejando sólo la caseína y la grasa en forma concentrada.
El queso contiene además otros compuestos similares a drogas. Contiene una sustancia llamada feniletilamina, que es similar a las anfetaminas, y que también se puede encontrar en el chocolate y las salchichas. Y hay muchas hormonas y otros compuestos en el queso y demás productos lácteos cuyas funciones todavía no se conocen. En los tests realizados con naloxona, un medicamento que bloquea los receptores de los opiáceos, se elimina la atracción hacia el queso, igual que hacia el chocolate.
Igualmente, se ha sugerido una posible influencia de las casomorfinas en el síndrome de muerte súbita infantil [424][425]. Las casomorfinas se han relacionado también con el autismo y el trastorno de déficit de atención, cuestión que se describe con más detalle en el capítulo 8.
El yodo es un mineral esencial para la producción hormonal de la glándula tiroides, y su deficiencia puede provocar un funcionamiento anormal de la misma, afectando al metabolismo. Para evitar problemas se debe proporcionar al organismo un aporte suficiente de yodo pero no excesivo.
El contenido de yodo de los alimentos vegetales depende del contenido de yodo del suelo en el que han sido cultivados, el cual varía mucho de una parte del mundo a otra. De hecho es bajo en muchas zonas. Para erradicar la posible deficiencia, los países desarrollados han empleado dos estrategias principalmente: añadir yodo a la sal y añadir yodo a los piensos animales. Sin embargo, las personas que persiguen una dieta más saludable pueden encontrar limitaciones en ambos casos, al reducir el consumo tanto de sal como de productos animales [326].
Las principales fuentes animales de yodo son los productos lácteos y el pescado. La concentración de yodo en la leche depende del uso de los concentrados en la alimentación animal. En los meses de invierno, cuando el uso de estos concentrados en los piensos aumenta, el consumo de leche de vaca puede incrementar la ingesta de yodo en los niños a niveles elevados no deseables [326]. El yodo también aparecería en cantidades excesivas en la leche por los tratamientos desinfectantes (yodóforo) de las ubres y el material de ordeño. Esta presencia de altas cantidades de yodo en la leche se piensa que podría estimular la aparición del acné en la adolescencia [505].
Las personas que evitan la sal yodada y los productos animales, tienen una estrategia alternativa muy sencilla, que es incorporar el consumo de algas marinas ricas en yodo. Para no excederse (ya que el exceso de yodo también puede ser perjudicial para la glándula tiroides), es conveniente no abusar de ellas; la mejor opción es consumir pequeñas cantidades de alga kombu (kelp). Un gramo de kombu contiene casi 3000 microgramos de yodo, de modo que aportar tan sólo 15 gramos de kombu al año es una forma excelente de evitar la deficiencia [326].