La leche, un alimento “natural”
«El cuerpo humano no tiene una mayor necesidad por la leche de vaca de la que tiene por la leche de perro, por la leche de caballo o por la leche de jirafa».
Dr. Michael Klaper
El sentido común parece indicarnos que si un sólo alimento, la leche, puede mantener a un bebé como única fuente de nutrientes, entonces debe ser considerado como “el alimento más perfecto de la naturaleza”.
La leche es una secreción glandular característica de los mamíferos. Existen en la naturaleza cerca de 5000 especies catalogadas de mamíferos, entre las que el ser humano constituye una más. Los mamíferos son animales vertebrados cuyas hembras poseen unas glándulas especiales (mamas) destinadas a alimentar a sus crías en las primeras etapas de su vida. La leche segregada es un fluido que contiene todos los nutrientes, anticuerpos y hormonas que optimizan las posibilidades de crecimiento y supervivencia del recién nacido.
Una vez que la cría alcanza un desarrollo suficiente para alimentarse de manera autónoma, la leche es abandonada y jamás volverá a ser utilizada en la edad adulta. En general, la mayor parte de los mamíferos son amamantados exclusivamente hasta que han triplicado su peso de nacimiento, lo cual suele suceder en los bebés humanos a la edad de un año aproximadamente[1]. En ninguna especie, excepto la humana (y por nuestra influencia, el gato y otros animales domésticos), continúa el consumo de leche tras el destete.
Efectivamente, los mamíferos cuando crecen pierden los enzimas que permiten la digestión de la leche, por la sencilla razón de que no los van a necesitar más. Sin embargo, el ser humano es el único mamífero que ignora este hecho e infringe aquella norma: seguimos consumiendo leche durante toda la vida. Pero a pesar de ello, una cosa está clara: el hecho de que los niños pierdan a medida que crecen los enzimas digestivos de la leche, no puede considerarse como un trastorno, puesto que es parte natural de su desarrollo, como consecuencia del destete.
El ser humano sigue consumiendo leche (prolongando a lo largo de toda la vida su condición de lactante) y con el agravante de tratarse de leche de otras especies, no de la propia especie. Determinadas circunstancias han conducido a promover el consumo de leche animal, principalmente de vaca, en la dieta humana. Pero no hay que olvidar que cada leche es “específica”, es decir, posee una formulación especialmente “diseñada” para alimentar a las crías de esa especie y varía considerablemente de una especie a otra.
Por ejemplo, la leche de las cabras, de las elefantas, de las vacas, de las camellas, de las yaks, de las lobas y de las morsas presentan marcadas diferencias entre sí, en su contenido de grasas, proteínas, azúcares y minerales. Las cualidades únicas de la leche de cada especie fueron diseñadas para proporcionar una nutrición óptima a los retoños de la respectiva especie. La composición de ese alimento infantil ha evolucionado durante millones de años para ajustarse de forma ideal a cada animal. Y todas son distintas de la leche humana, aunque su aspecto blanquecino pueda dar la impresión a simple vista de que todas las leches son iguales.
Por ejemplo, consideremos un nutriente esencial: la proteína. La cantidad de proteínas en la leche de un animal varía para satisfacer la demanda de crecimiento de la cría —cuanto más rápido crece un animal, más proteínas necesita (figura 2).
Animal | Proteína* | Ritmo crecimiento (en días)** |
---|---|---|
Humano | 1,2 | 180 |
Caballo | 2,4 | 60 |
Vaca | 3,3 | 47 |
Cabra | 4,1 | 19 |
Perro | 7,1 | 8 |
Gato | 9,5 | 7 |
Rata | 11,8 | 4,5 |
* Gramos por 100 mililitros (expresado en porcentaje de calorías, la leche de vaca posee 4 veces más proteína que la humana: 21% frente a 5%)
** Tiempo requerido para doblar el peso de nacimiento
Fig. 2. Comparativa de la leche de diferentes especies[3][97]
Las distintas leches no son simplemente “leche”. La leche humana está hecha para el metabolismo humano y la de vaca para el metabolismo de los terneros. La leche de vaca sirve para criar a un animal enorme, de grandes huesos y con cuatro estómagos, un animal que pesa unos 30 kilos al nacer y que gracias a ella alcanzará cerca de los 300 kilos en el momento de destetarse [97]. Los niños humanos, en cambio, suelen pesar entre 2’7 y 4 kilos al nacer y alcanzarán un peso de sólo 45 a 90 kilos en 18 años. A los terneros probablemente no les iría muy bien la leche humana, y del mismo modo sucede al contrario.
El contenido en grasas y proteínas de la leche de vaca resulta excesivo para el ser humano, y las proporciones de glúcidos y minerales también son distintas. Todo esto sin olvidar que en la leche materna, la composición nutritiva se va adaptando progresivamente a las necesidades particulares del bebé y varía según la fase de la lactancia e incluso según la hora del día, y tampoco es igual al principio y al final de una misma tetada. Por otro lado, la leche sirve de vehículo de transmisión entre madre y bebé de una variedad todavía no del todo conocida de hormonas, anticuerpos y otros factores inmunológicos, que en la leche de vaca están ausentes o son distintos.
Como se explica en una guía de lactancia materna[13]:
«Ningún mamífero sobrevive sin dificultades si es alimentado con leche de otra especie. La leche de foca, por ejemplo, contiene grandes concentraciones de grasa que le brindan protección contra el frío que deberá soportar; la de vaca posee altas cantidades de proteínas que favorecen el rápido desarrollo muscular de su cría, con lo cual ésta puede sustentarse sobre sus patas y caminar desde el nacimiento mismo.
La leche humana privilegia aquello que es distintivo de nuestra especie: el desarrollo de la inteligencia. Así, es rica en ácidos grasos que favorecen el desarrollo óptimo del sistema nervioso. Pero no es éste el único componente “especial"; como dijimos, cada leche es especial en sí misma para cada especie. Cada nutriente y sustancia está en ella presente en la cantidad y calidad que el bebé necesita; imposible de sustituir por otra leche aún con agregados y adaptaciones.
Durante 200.000 años el homo sapiens logró evolucionar sin el empleo de leches distintas a la de cada madre. Recién en el último siglo el empleo sistemático de leches de otros mamíferos comenzó a utilizarse, hasta convertirse hoy en una poderosa industria; una industria que recibe ganancias con cada niño que no es amamantado…».
De modo que el consumo de leche es algo relativamente reciente en la evolución humana. Los investigadores han demostrado que el ser humano ya obtenía leche del ganado hace más de 8000 años. Hallaron residuos orgánicos relacionados con la leche en vasijas de cerámica encontradas en Oriente Medio y datadas alrededor del año 6500 a.C., lo cual confirma que el ser humano ya procesaba y almacenaba leche [537].
Con el paso del tiempo, hemos instaurado el consumo habitual de la leche de las vacas por su naturaleza dócil, su tamaño y su abundante producción. Si se comercializase “leche humana” para consumo de bebés y de personas adultas, habría que admitir (dentro de lo absurdo) que se trataría de un producto más adecuado para nuestra fisiología. Pero ¿por qué no se ha hecho hasta ahora? Aparte del rechazo, probablemente porque no habría demasiadas mujeres dispuestas a convertirse en “donantes” intensivas, y se ha tenido que recurrir a los animales, que no pueden negarse a ello.
En muchas otras partes del mundo, especialmente en el Este Asiático, África y Sudamérica, la gente considera la leche de vaca como no adecuada para el consumo humano. Si juzgamos sus gustos en función de la fisiología comparada entre mamíferos, su concepto no es descabellado, sino que sería nuestro concepto occidental el que está errado y difiere de las reglas de la naturaleza.
En la sociedad moderna, todos hemos estado expuestos a un sutil condicionamiento a favor de la leche de vaca, propiciado por unas campañas publicitarias altamente eficaces. La efectividad de esta labor promocional de la industria láctea se ve reflejada en las cifras de consumo de sus productos. Sin embargo, en nuestro país todavía estamos bastante por detrás de países como los Estados Unidos, donde ronda una media de unos 260 kilos per cápita al año, representando alrededor del 40% del volumen total de la dieta [158][160][363].
El consumo per cápita de productos lácteos en nuestro país se situó en los 112,5 litros por persona en el año 2009, habiéndose constatado sin embargo un descenso respecto a años anteriores [14][433]. Esto convierte a la leche en el líder: es el alimento más consumido en nuestro país, y de hecho un 90,9% de la población (algo más que 9 de cada 10 personas) afirma tomarla a diario según los datos de la última Encuesta Nacional de Salud, de 2006[287]. El gráfico de la figura 3 refleja las cifras del consumo alimentario sólo en el hogar (aparte están los consumos en restauración).
Fig. 3. Consumo y gasto alimentario en el hogar, año móvil de julio 2008 a junio 2009 (Fuente: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación)[14]
Todo un éxito para la industria láctea. No obstante, la presión promocional de los productores está sujeta a ciertos límites, pues han de ser cautelosos a la hora de lanzar afirmaciones que podrían demostrarse infundadas.
Y por este motivo, no siempre ha estado exenta de conflictos, como cita el Dr. Frank Oski en su libro [1], por ejemplo cuando en los Estados Unidos la Comisión Federal de Comercio obligó a retirar el eslogan “Everybody Needs Milk” (Todos Necesitamos Leche) por considerar que daba una imagen inexacta, falsa y engañosa de la leche como alimento. Demasiadas evidencias científicas indicaban que la gente no necesita leche, y que, de hecho, podría ser perjudicial para la salud. Era una campaña atractiva, pero era incorrecta. Los productores cambiaron rápidamente su enfoque y sacaron un nuevo eslogan: “Milk Has Something for Everybody” (La Leche Tiene Algo para Todos), lo cual es técnicamente correcto, pero, como dice el Dr. Oski, hay que preguntarse: ¿realmente queremos ese “algo”?
Una estrategia publicitaria muy conocida en Estados Unidos es la de los anuncios del “bigote de leche” (milk moustache, en inglés) en los que aparecen personajes populares (del mundo del cine, del deporte, de la moda, de la música…) con un resto de leche sobre el labio como mostrando que acaban de beberla [482]. En el Reino Unido también se ha lanzado una campaña similar[483]. Como recalcaba el Dr. Mark Hyman en mayo de 2010, la Comisión Federal de Comercio pidió a la administración norteamericana que investigase los fundamentos científicos detrás de las alegaciones mostradas en los anuncios del “bigote de leche” [484]. Su panel de científicos expresó la verdad duramente: que la leche no beneficia el rendimiento deportivo; que no hay evidencias de que los lácteos sean buenos para los huesos o prevengan la osteoporosis; que están relacionados con el cáncer de próstata; que están llenos de grasa saturada y están relacionados con las cardiopatías; que provocan problemas digestivos en el 75% de las personas con intolerancia a la lactosa; y que agravan el síndrome del intestino irritable.
En la Unión Europea, un organismo llamado Autoridad de Seguridad Alimentaria (EFSA) se encarga de regular qué afirmaciones de salud pueden emitirse para publicitar beneficios de los productos comerciales. En el tema que nos ocupa, ha ido dictaminando desde 2009 que las afirmaciones sobre que los probióticos (microorganismos vivos añadidos a los alimentos) en productos lácteos mejore la flora intestinal o el sistema inmune son infundadas según una extensa revisión de las investigaciones científicas realizada por su panel de expertos [466][467][468][469][470][471][472][473][474][475][476][477]. Otras afirmaciones que tampoco superaron el dictamen de la EFSA son las relativas a que los productos lácteos supuestamente promuevan un peso saludable en la infancia y la adolescencia, y que los lácteos promuevan la salud dental en los niños [436].
Parece que por fin un creciente número de médicos, nutricionistas y ciudadanos están empezando a cuestionar las creencias tan arraigadas sobre las virtudes de la leche de vaca. Lo verdaderamente sorprendente es la frecuencia con que la leche de vaca provoca molestias en sus consumidores y cuánto tiempo ha tardado la profesión médica en reconocer estos hechos.
La composición de la leche determina su calidad nutritiva y varía en función de la raza, la alimentación, la edad, el periodo de lactación, la época del año y el sistema de ordeño de la vaca, entre otros factores. Su principal componente es el agua, seguido fundamentalmente por grasa (ácidos grasos saturados en mayor proporción y colesterol), proteínas (caseína, lactoalbúminas y lactoglobulinas) e hidratos de carbono (lactosa principalmente). Asimismo, contiene moderadas cantidades de vitaminas (A, D, y vitaminas del grupo B, especialmente B2, Bl, B6 y B12) y minerales (fósforo, calcio, zinc y magnesio) [186].
Entera | Semidesnatada | Destratada | |
---|---|---|---|
Valor energético | 266 kJ (64 kcal) | 195 kJ (46 kcal) | 147 kJ (35 kcal) |
Proteínas | 3,1 g | 3,1 g | 3,2 g |
Hidratos de carbono | 4,7 g | 4,7 g | 4,8 g |
Grasas | 3,6 g | 1,7 g | 0,3 g |
Calcio | 120 mg | 120 mg | 120 mg |
Fig 4. Contenido nutricional por cada 100 ml de leche (Fuente: www.puleva.es)
Cada uno de esos tres ingredientes básicos de la leche de vaca (azúcar, grasa y proteína) están actualmente bajo análisis como causa de problemas en la nutrición humana.
Ternero picada |
Queso Cheddar |
Yogur | Leche entero | |
---|---|---|---|---|
% de calorías en grasa |
68% | 73% | 49% | 50% |
% de calorías en proteína |
32% | 25% | 22% | 21% |
% de calorías en carbohidratos |
0% | 2% | 29% | 29% |
Fibra | 0 | 0 | 0 | 0 |
Colesterol (mg/100 cal) |
22 | 27 | 21 | 22 |
Vitamina C | 0 | 0 | 0 | 0 |
Fig. 5. Macronutrientes en la carne y en productos lácteos[254]
El Dr. McDougall llama a la leche “carne líquida”. Las carnes rojas han conseguido una mala reputación en relación con la dieta y la salud; en cambio, los productos lácteos son los que más confianza siguen teniendo. Pero si se compara la composición nutricional de la leche con la de la carne (ver figura 5), se puede comprobar que es muy similar y de ahí que el Dr. McDougall le aplique el nombre de “carne líquida” [254].
Las diferencias entre la leche humana y la de vaca afectan sobre lodo a los bebés, ya que representa su alimento exclusivo en las primeras etapas de la vida.
La leche materna es un alimento complejo y vivo, imposible de copiar, del cual todavía no se conocen todos sus elementos. Y aún cuando fuese posible imitar artificialmente o biotecnológicamente lodos sus componentes, todavía no se podría lograr que la interacción entre ellos fuese igual que la natural, de modo que tampoco se podrían conseguir los mismos efectos que los naturales producen en el organismo [15].
La leche humana contiene al menos 100 ingredientes que no se encuentran en las leches de sustitución. La leche humana contiene células vivas, hormonas, enzimas activos, anticuerpos y otros compuestos con estructuras únicas que no pueden ser reproducidos en las leches artificiales. La composición de las fórmulas infantiles es similar a la leche materna, y su aporte nutricional es correcto para un crecimiento normal, pero jamás podrá llegar a ser una réplica perfecta [185].
Los bebés alimentados con leches de sustitución dependen de ellas para subsistir, unos productos que pueden diferir bastante entre sí, pero que una y otra vez se están mostrando deficientes en nutrientes esenciales. Cada vez se añaden estos nuevos nutrientes, generalmente después de haber producido algún daño a bebés cuando una presión de mercado insostenible fuerza a hacerlo.
COMPARATIVA ENTRE LA LECHE HUMANA Y LA LECHE DE VACA
CANTIDADES POR 100 gr. DE ALIMENTO INGERIDO en elementos conocidos
Fig. 6. Comparativa entre la leche humana y la de vaca [15]
En la leche existen dos tipos de proteínas: las caseínas, que reúnen la mayoría del valor nutricional atribuido a la leche, y las proteínas del lacto-suero, que son las que suman las propiedades no estrictamente nutricionales. Dentro de este segundo grupo se encuentran en la leche humana la lacto-albúmina, las inmunoglobulinas, y la lactoferrina, entre otras, mientras que en la de vaca predomina la betalactoglobulina bovina. La proporción entre caseína y proteínas séricas es de 80:20 en la leche de vaca, mientras que en la humana es de 20:80. En definitiva, las proteínas de la leche de vaca son estructural y cuantitativamente diferentes de las de la leche humana. Por esta razón son buenas para los terneros, pero los bebés humanos pueden tener dificultad para digerirlas (y de hecho con frecuencia la tienen) [15].
Más de la mitad de las calorías de la leche materna proceden de grasas, y en las leches de sustitución actuales también sucede así. Aunque esto pueda parecer alarmante para algunos, por los consabidos inconvenientes de la grasa saturada y el colesterol, en realidad la recomendación de moderar la ingesta de grasa no es aplicable a los bebés. Los bebés tienen unos requisitos energéticos muy elevados, y el volumen de alimentos que pueden ingerir está limitado por el tamaño de su estómago. La forma de poder cubrir esos requisitos con una cantidad reducida de alimento es incluir una gran proporción de grasas [185]. La cantidad de grasa en la leche materna es muy variable (incluso varía según la hora del día), y además aporta lipasa pancreática, un enzima digestivo para las grasas [15].
La leche humana proporciona una ingesta relativamente elevada de colesterol, mientras que las fórmulas infantiles en cambio aportan mucho menos colesterol. Sin embargo, los bebés se adaptan a ese alto colesterol mediante la disminución de su propia síntesis de colesterol; por el contrario, el colesterol añadido a las fórmulas infantiles no suprime dicha síntesis [276].
Los ácidos grasos insaturados omega-3 y omega-6, que se encuentran en la leche humana son los precursores de las prostaglandinas, encargadas de la contracción del útero, de la coagulación de la sangre y de las respuestas antiinflamatoria y antialérgica. En el recién nacido los ácidos grasos poliinsaturados de cadena larga (LCPUFA), a los que pertenecen los omega 3 y 6, son fundamentales para el desarrollo de los tejidos neuronales, especialmente del cerebro y de la retina ocular [274][275]. Las fórmulas infantiles carecen de ellos, razón por la cual se está cuestionando si habría que añadírselos o si por el contrario los bebés pueden elaborar suficiente cantidad a partir de ciertos precursores que sí hay en las fórmulas.
Los bebés alimentados al pecho sufren menos enfermedades porque la leche materna transfiere al bebé los anticuerpos de la madre frente a esas enfermedades. En la leche materna hay unas proteínas especiales, las inmunoglobulinas, que actúan como anticuerpos uniéndose específicamente a las proteínas de las bacterias diana y protegiendo el tubo digestivo. Se encuentran en una elevada proporción en el calostro y en pequeña cantidad en la leche [328].
Otra proteína que tiene efectos protectores sobre el ser humano es la lactoferrina. Tiene la capacidad de fijar el hierro, por lo que los microorganismos patógenos no pueden disponer de él para su proliferación. Esta es una de las razones por las que un bebé absorbe prácticamente el 100% del hierro de la leche humana. Además, la lactoferrina posee un efecto bactericida al interaccionar con la pared de los microorganismos, desestabilizándolos y causándoles la muerte. La concentración de esta sustancia en la leche de vaca es muy baja, alrededor de la décima parte que en la leche humana [328]. Por ello todas las leches de sustitución deben estar enriquecidas en hierro, puesto que el bebé absorbe una cantidad considerablemente inferior [185].
Muchas bacterias tienen sus paredes formadas en gran parte por polisacáridos complejos. La leche humana, pero no la de vaca, contiene una proteína de pequeño tamaño, la lisozima, capaz de romper los polisacáridos de estas paredes y destruir así las bacterias. Esta proteína se encuentra en mayor concentración en los primeros días de la lactación y es consecuentemente más activa en este periodo que en etapas más avanzadas. La lisozima es capaz de actuar de una forma general sobre el sistema inmune, potenciando la acción de los leucocitos. Además, cuando se encuentra junto con la lactoferrina, ambas proteínas potencian mutuamente su actividad frente a los microorganismos [328].
UN POCO DE HUMOR… AUNQUE EL TEMA ES SERIO [15]
por el Dr. Cueto Rua (Gastroenterólogo infantil), en la lista de pediatría ambulatoria de la Sociedad Argentina de Pediatría.
La leche de vaca y la de la mujer son blancas, contienen hidratos de carbono, proteínas, lípidos, vitaminas y minerales. Son casi lo mismo…
La vaca como la mujer tiene un corazón, una boca, unos ojazos, una nariz, dos pulmones, dos riñones y una vagina… Podríamos decirle al marido que son casi lo mismo… y que haga el amor con la vaca. Y si tiene problemas de erección, mandémoslo al urólogo, y si se pone nervioso, al psiquiatra.
Cuando el niño vomita la leche de vaca, o presenta reflujo gastroesofágico o comienza con diarrea, nos lo mandan a nosotros (gastroenterólogos). Creo que el niño está ejerciendo el derecho humano al vómito. Vomitar un alimento absolutamente imprevisto para la naturaleza humana, ES UN DERECHO. Si no quedara otro camino, pues bien, ¡mala leche!. Démosle ésta en lo posible con nucleótidos, ácidos grasos omega, con refuerzo de calcio, algo de hierro, con magnesio, criptonita, iridio, polvo nuclear… pero no se olviden de tener a mano: los antiácidos, proquinéticos, posturas especiales, corchos como el gaviscón, porque el niño la va a querer vomitar igual.
La diferencia que hay entre la leche de vaca y la de mujer, es la misma que hay entre una vaca y una mujer, a pesar de sus similitudes. El marido y el sistema inmune del niño, las perciben.
Gran parte de los problemas relacionados con los lácteos se producen porque el organismo humano no está fisiológicamente adaptado a su digestión.
El organismo humano tiene una capacidad asombrosa de adaptación, y esto es lo que nos ha permitido colonizar prácticamente todos los rincones del planeta. Igualmente, en el terreno de la alimentación, la adaptación a las circunstancias concretas de cada hábitat ha sido necesaria a lo largo de la historia, con el resultado de dietas totalmente distintas según la región y cultura, una modificación que ha sido más acelerada en los últimos tiempos.
Sin embargo, a pesar de haber formado parte de la cultura y de la dieta de múltiples generaciones, nuestro cuerpo sigue rebelándose contra ciertos alimentos, y uno de ellos es la leche (y todos sus derivados). El Dr. Neal Barnard lo explica en base a planteamientos antropológicos [8]: ciertos elementos culinarios que en las investigaciones se identifican de forma más habitual como agentes provocadores de síntomas dolorosos (migrañas, artritis o problemas digestivos), como son los productos lácteos, el trigo, los cítricos, el maíz, la cafeína, la carne, los frutos secos, los tomates o los huevos, no formaban parte del entorno del ser humano cuando nuestra especie apareció originariamente. De modo que:
«En el gran esquema de la historia del ser humano, hace millones de años, muchos de esos alimentos eran nuevos y nunca habían pasado por los labios del hombre hasta hace unos pocos miles de años, o incluso hace sólo unos cientos. (…)
Por la época en que nuestro aparato digestivo, nuestras arterias y nuestro sistema nervioso fueron tomando forma humana no existían los pomelos, las lecherías o las panaderías y no se veía por ningún lado las tomateras, los maizales y los naranjos. Todos ellos nos resultan tan nuevos y extraños como lo son las manchas de aceite para las gaviotas o el tendido eléctrico para las aves migratorias.
Nuestra especie, por supuesto, tiene una gran capacidad de adaptación al medio. Podemos imaginar que, aunque esos alimentos no formaran parte de las primeras experiencias del ser humano y alguno de nosotros sea intolerante a ellos, debemos habernos adaptado a ellos a lo largo de todos esos años.
Sin embargo, el hecho es que no nos hemos dado mucha prisa en evolucionar para adaptarnos a ciertos productos, aunque nuestra capacidad de reproducirnos hace que se equilibre la balanza. Tomemos como ejemplo el tabaco. A pesar de los siglos que llevamos usando el tabaco, todavía no hemos desarrollado una resistencia que nos haga inmunes a sus peligros.
Ahora bien, si el tabaco hubiera matado o esterilizado a los consumidores desde una edad temprana, la ley natural dictaría que sólo podrían reproducirse aquellos fumadores que poseyeran una resistencia innata a sus nocivos efectos. Ellos podrían transmitir esa resistencia natural a sus hijos, mientras que los consumidores que no pudieran adaptarse irían extinguiéndose paulatinamente. La especie humana podría adaptarse al tabaco y con ello dejaría de ser un problema. Pero, por supuesto, el tabaco casi siempre espera hasta después de haber pasado la edad de reproducción para cobrarse victimas, por tanto nuestro cuerpo no tiene ninguna urgencia para adaptarse a él. Para cada generación, por tanto, el tabaco resulta igual de peligroso que para el primer hombre o mujer que lo consumió.
De igual modo, si los productos lácteos o el trigo provocan artritis o migrañas pero no afectan a nuestra capacidad de reproducción no tendrán ningún tipo de influencia sobre las generaciones futuras. No se producirá ninguna adaptación.»
En concreto, respecto a los productos lácteos especifica:
«La peculiar costumbre de beber la leche de otras especies no comenzó hasta después de que se domesticaran los animales. El hombre no comenzó a dominar a las ovejas hasta hace unos 11.000 años y luego le siguieron las cabras, hace unos 9500 años. Las vacas, que son más grandes y difíciles de manejar, no se domesticaron hasta pasados unos mil años aproximadamente. Las primeras pruebas de producción de leche datan de alrededor del año 4000 a.C.
La inmensa mayoría de los seres humanos, excepto los caucásicos, no conservan los enzimas que digieren los azúcares de la leche después de la lactancia. Si no la beben con moderación, tienen síntomas digestivos, a no ser que se modifique la leche de alguna manera (por ejemplo, con enzimas añadidos).
Cerca del 85% de la población caucásica posee una adaptación genética a los efectos digestivos inmediatos del consumo de leche, aunque no hay ninguna prueba de que se hayan adaptado a los posibles problemas a largo plazo que producen los productos lácteos: cataratas y problemas en los ovarios debidos a los productos nocivos que contiene el azúcar lactosa, diabetes dependiente de insulina y algunos casos de artritis, migrañas y otras intolerancias a las proteínas de la leche, enfermedad en la arteria coronaria y obesidad producida por la grasa y el colesterol de la leche y posiblemente cáncer de mama por culpa de la grasa, las hormonas y los factores de crecimiento que contiene la leche. Aunque todos esos problemas están todavía en fase de investigación, la prueba de su relación con los productos lácteos no se puede rechazar bajo ningún concepto.
Si bien muchos norteamericanos y europeos aceptan el consumo de leche animal como algo natural, es un fenómeno biológicamente reciente que sigue siendo extraño para el resto del mundo».
Si hasta hace relativamente poco, el consumo de leche en estado natural podía defenderse como algo tradicional y saludable especialmente en el contexto de las costumbres rurales, la situación hoy en día ha cambiado radicalmente. En la actualidad, casi nadie puede consumir leche en estado natural, y todos los productos lácteos que existen en el mercado han sido sometidos a diversos procesos de conservación y transformación. Ahora bien, no hay que olvidar que el consumo de leche cruda conlleva serios riesgos para la salud por la presencia de gérmenes peligrosos (ver capítulo 14).
Los procesos de esterilización (pasteurización, UHT, etc.) se nos han vendido como una medida de seguridad para el consumidor, para eliminar todos los gérmenes. En realidad, aunque matan algunos de esos patógenos, estos procesos no “higienizan” la leche (continúa igual de sucia, con pus, sangre, antibióticos, hormonas), pero transforman sus cualidades convirtiéndola en un producto “muerto”. Al estar muerta, lo que sí se consigue es hacerla menos perecedera, es decir, que dure en los almacenes durante varios meses, evitando pérdidas económicas. La máxima expresión de esto es separarla en sus ingredientes o transformarla en leche en polvo. Pero los procesos de esterilización, basados en calor, alteran las sustancias nutritivas (proteínas, vitaminas, enzimas…), y junto con los aditivos que se incorporan, sólo consiguen agravar los problemas de un producto que originalmente no estaba pensado para ser consumido por nosotros.