La cuenta final

El cardenal Jameson miraba sin ver a través del amplio ventanal del despacho que Moretti utilizaba para reunirse fuera del ámbito de su trabajo secreto; sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Esperaba ansiosamente la entrevista que iba a mantener con el hombre fuerte del espionaje del Vaticano, que ya se retrasaba unos minutos.

Era mucho lo que estaba en juego, y un paso en falso desmoronaría todo lo que tanto les había costado construir. Las intempestivas acciones del obispo Benton estaban teniendo temibles consecuencias. Sus actitudes fuera de control le estaban trayendo problemas a la Orden, donde los errores no se perdonaban.

Sabía que le someterían a un desagradable interrogatorio, pues Benton estaba bajo sus órdenes. No le importaba tener que declarar ante la policía italiana, su máxima preocupación se centraba en la investigación que realizarían los servicios de inteligencia de la Santa Sede. Allí se enfrentaría a su principal enemigo, monseñor Franco Moretti, con toda seguridad regocijándose en las tortuosas preguntas que él mismo efectuaría para humillarle.

Sabía que se había convertido en un cardenal prescindible para la Orden y que su silencio era la mejor estrategia que podía utilizar. No diría nada en el interrogatorio, asumiría todas las culpas y, entonces, el secreto de la organización estaría a buen recaudo. A fin de cuentas, él estaba irremisiblemente condenado.

Los conspiradores de su grupo ya estaban ubicados en cargos de poder dentro de la Santa Sede, y se seguirían oponiendo a las reformas que muchos buscaban para modernizar la Iglesia católica.

Reconocía que mucho se había hecho sin medir las consecuencias y que ese podría ser el error que les había dejado expuestos ante sus enemigos, los satánicos reformistas. Aunque mantenía la esperanza de que él, como uno de los fundadores de la Orden, podría seguir actuando desde las sombras.

Tuvo que abandonar sus pensamientos cuando la puerta se abrió para dar paso a monseñor Moretti, quien le saludó respetuosamente con una amplia sonrisa. El hombre de la inteligencia y el espionaje del Vaticano le invitó a sentarse. Jameson tenía el firme propósito de declararse único culpable de las acciones del obispo Benton. De esa manera, la Orden quedaría fuera de toda sospecha.

—Eminencia —comenzó a hablar Moretti—, antes de que usted realice sus declaraciones, debo anunciarle con total honestidad que conocemos todas las actividades del grupo que ustedes denominan la Orden. En este momento, por mandato directo de Su Santidad, estamos procediendo a detener a todos los miembros de esa Orden e inmediatamente serán destituidos de sus cargos en la Santa Sede —dijo ante el asombro del purpurado. Moretti continuó—: Y cuando digo todos los miembros de esa Orden, me refiero a la totalidad de sus integrantes, a los que ya tenemos identificados. Ni siquiera necesitamos que usted corrobore sus nombres —concluyó esperando una respuesta que nunca llegó.

El cardenal bajó la mirada compungido, ni siquiera pudo articular una palabra. Comprendió que había llegado el final.

En ese momento, un secretario entró en la sala y le comunicó al jefe de la inteligencia que debía hablar con él en privado. Moretti se ausentó junto a su ayudante y, al cabo de varios minutos, regresó y se dirigió al viejo cardenal de manera clara y concisa:

—Acabo de recibir una información sobre uno de mis hombres de confianza; el padre Donato Cavalieri parece estar en una situación incómoda junto a un colaborador, Rafael Menéndez —le informó Moretti con severidad—. Ahí tiene un teléfono, llame a quien tenga que llamar para que les liberen de forma inmediata y sin ningún daño físico. En caso contrario, le haré responsable de la vida de ambos y lo entregaré a la policía. Un triste fin para un cardenal de Roma…, ¿no le parece?

—¿Dónde está el teléfono? —preguntó el cardenal.

—Allí, al lado de mi escritorio. Usted no saldrá de aquí hasta que Cavalieri y Menéndez estén a salvo. Puede elegir su destino: salir por esa puerta sin ningún cargo y renunciar, o detenido como un vulgar delincuente.

El cardenal se dirigió al teléfono y marcó el número de su contacto en la Orden.