Donato Cavalieri y la hermana Agustina cruzaban la plaza de San Pedro en dirección al despacho de monseñor Franco Moretti, que estaba en una calle cercana.
No advirtieron a los dos hombres que, simulando conocerles, les cortaron el paso. Ambos vestían trajes negros con el alzacuello blanco típico de sacerdotes. Uno le abrazó mientras dibujaba una falsa sonrisa en el rostro.
—No se muevan, no hagan ni un solo movimiento extraño y vengan con nosotros si quieren volver a ver con vida a su amigo Rafael Menéndez —les ordenó uno de los hombres.
—¿Dónde está? ¿Qué le han hecho? —dijo Donato, tratando de aparentar calma.
—Por ahora, nada, pero si no vienen con nosotros, le puede ocurrir algo malo —confirmó el otro individuo.
Donato sabía que ir con ellos podía significar un viaje sin retorno. Estaban a pocos metros del despacho de Moretti y no podrían llegar. Su mente trabajaba a mil por hora buscando una solución y, en ese momento, comprendió que el sacrificio debía ser suyo y así poder salvar a la hermana Agustina. Entonces, decidido, habló.
—Yo les acompañaré —musitó, pensando que debía hacerlo para intentar salvar también a Rafael Menéndez—, pero ella se quedará aquí.
—No, yo iré también; Rafael es mi responsabilidad —intervino la exmonja.
—Vendrán los dos, o no habrá trato y su amigo pagará las consecuencias… —recalcó uno de los hombres.
Donato, comenzando a pisar terreno firme, miró desafiante a los supuestos sacerdotes.
—Deben de estar desesperados al arriesgarse a interceptarnos en plena plaza de San Pedro. Algo no ha salido como pretendía su jefe el obispo Benton. Un escándalo en este lugar, si nosotros nos resistimos ante cientos de personas, sería un suicidio para ustedes: fracasarían en su misión y tendrían que matarnos aquí delante de toda la gente que hay en la plaza… ¿Me comprenden?
Los dos hombres se miraron entre sí con desconcierto.
—Además, como pueden observar, no tenemos en nuestro poder lo que buscan… Eso ya está a buen recaudo. Yo iré con ustedes, pero ella, no —declaró con firmeza.
Uno de los aludidos sacó un teléfono móvil, marcó y habló con alguien que Donato supuso que sería Benton. Cuando terminó la conversación, les dijo:
—Si no vienen los dos, ya se han dado las órdenes para acabar con su compañero Menéndez y les aseguro que no son nada agradables. ¿Lo quieren volver a ver con vida o no? —les preguntó el que acababa de hablar por teléfono.
—No le hagan ningún daño —intervino Agustina—. Iremos con ustedes.
—Bien, continúen andando a nuestro lado como si fuéramos viejos conocidos. Nos están esperando a dos calles de aquí.
Cavalieri no estaba dispuesto a arriesgar la vida de la religiosa y, mientras caminaban por la plaza en medio de la gente, vio la oportunidad de cambiar las cosas sin generar un escándalo.
Al momento de cruzarse con un numeroso grupo de monjas que visitaban el Vaticano, evidentemente extranjeras ya que iban con otra religiosa que intentaba explicar detalles del lugar hablando en español y leyendo una guía turística, encontró la ocasión y les habló en voz alta:
—Buenos días, hermanas, soy el padre Donato Cavalieri y trabajo aquí en la Santa Sede. ¿Es la primera vez que visitan el Vaticano?
—Buenos días, padre —respondió la que ejercía como guía improvisada—. Sí, es la primera vez, hemos venido desde América del Sur y estamos un poco ansiosas por conocer todo en el poco tiempo que tenemos para visitar Roma.
—Pues les ayudaremos. Aquí la hermana Agustina, si les parece bien, les acompañará y les explicará cada lugar y cada detalle —propuso Donato.
—No puede hacerlo —dijo uno de los hombres en voz baja.
—Claro que puedo —le contestó Donato a media voz—, será peor si ustedes organizan un escándalo delante de tanta gente tratando de impedir que la hermana se vaya.
Agustina le miró con desesperación, comprendió el sacrificio que quería hacer el joven sacerdote, pero no debía contradecirle y aceptó irse con el grupo de monjas. Al alejarse, volvió la mirada para ver a Cavalieri, que le respondió con una sonrisa.
Al quedar a solas con Donato, uno de los enviados de Benton le advirtió con dureza:
—Lo que ha hecho es una tontería; ha firmado la sentencia de muerte de su amigo —dijo, y retomaron la marcha.