Recorriendo las calles de Venecia, ya muy lejos de allí, Donato Cavalieri y la hermana Agustina, siguiendo el consejo de Menéndez, buscaban un alojamiento discreto. Se acercó a unas prostitutas que deambulaban por los suburbios, y se puso a hablar con una de ellas, una joven, casi una niña, que le ofreció sus servicios. Donato le respondió que no y que solo buscaba un hotel discreto para ir con su pareja. La joven miró sonriendo a la hermana Agustina, que aguardaba algo alejada del lugar.
—Vaya, es muy guapa tu novia, pero no creo que sepa hacer las cosas que yo sé hacer en la cama. De todas formas, dos calles hacia arriba te encontrarás con el hotel Bella, a la derecha. Espero que disfrutes —le sugirió con tono de burla.
Donato, con timidez, le agradeció la indicación, pero la joven volvió a hablarle.
—Dile al encargado que te envía Carina, así obtendré un crédito por llevar huéspedes al hotel. No lo olvides. —Y agregó riendo—: Si tu amiga no te diera placer, recuerda que yo siempre estoy aquí. Te haré buen precio.
El joven sacerdote y la exmonja siguieron las indicaciones y llegaron al vetusto albergue de parejas. La recepción estaba vacía, por lo que tuvieron que esperar hasta que un hombre de aspecto descuidado apareció para atenderles. Les dio una habitación en la segunda planta.
Después de un baño reparador se sentaron a conversar, pero a Donato comenzaba a incomodarle la situación. En realidad, no es que fuera molesta, era una sensación que podía interpretarse como el deseo de estar íntimamente con una mujer, algo que ya había sentido en varias oportunidades, pero que con esfuerzo siempre había alejado de su mente; pero ahora era distinto, la exreligiosa, una mujer con una belleza que iba más allá de lo físico, despertaba en él un deseo irrefrenable, de protegerla, de abrazarla…
—Donato…, ¿en qué piensas? —le interrumpió Agustina.
El sacerdote intentó recobrar la compostura, respondiendo casi con un balbuceo.
—En que… debemos comer algo. Dime qué te apetece y saldré a comprarlo para los dos.
Se pusieron de acuerdo y Donato interiormente agradeció poder salir de la habitación. Lo que estaba en sus pensamientos no era adecuado, se repetía una y otra vez el sacerdote.
Agustina se recostó vestida sobre la cama, entrecerró los ojos intentando descansar mientras regresaba Donato, pero pronto el sueño se apoderó de ella.
Al volver, el hombre la vio plácidamente dormida y no supo qué hacer. Fue al baño y se lavó las manos para comer, aunque no tenía apetito. Paseó por la habitación y se acercó a la ventana.
Volvió a mirar a Agustina, que dormía profundamente. Le dio pena despertarla, de todas formas la comida era fría, unos sándwiches, por lo que podían esperar. Sintió unos deseos irrefrenables de abrazarla, pero prefirió alejarse de esos pensamientos.
Un hedor dulce y desagradable se expandía por la habitación del hotel. Donato abrió ligeramente la ventana, pero el olor de Venecia tampoco le gustaba. La noche era fresca.
Cogió el maletín y volvió a sacar los documentos. Se sentó en el sillón junto a una lámpara de pie y comenzó a leer un apunte de su hermano que encontró en el informe: «Los estadounidenses están interesados en conocer el pasado, pero también el futuro, lo que pueda ocurrir. Sin embargo, les preocupa más que alguien, ajeno a ellos, conozca sus pecados del pasado. El cronovisor italiano les ha puesto en máxima alerta. ¿Qué sucedería si se descubren sus múltiples misiones secretas a lo largo del tiempo por todo el planeta? El gobierno de Estados Unidos quiere los planos de Ernetti para perfeccionar su propio aparato y que este quede exclusivamente bajo su control».
El teólogo asesinado reconocía que el Vaticano también temía las revelaciones del cronovisor, ya que esas imágenes rescatadas del pasado podrían desacreditar, en muchos aspectos, la posición de la Iglesia católica en la tierra. ¿Y si la mayor parte de lo que describe la Biblia fuera totalmente diferente a lo que podrían mostrar las fotografías?
Su hermano aseguraba en el dosier que el padre Pellegrino Ernetti era un hombre sincero y honesto, que decía la verdad, pero que, en determinado momento de sus investigaciones, tuvo que guardar silencio, no tanto por las imposiciones del Vaticano, sino por miedo a que su invento cayera en manos equivocadas que hicieran un mal uso del descubrimiento.
«Esta máquina puede provocar una tragedia universal», había declarado el inventor en una entrevista y lo había repetido ante Camillo Cavalieri, añadiendo también que los pensamientos suponen una liberación de energía que se podía captar con el cronovisor y eso resultaba muy peligroso, pues se podría conocer lo que piensa cualquier persona, incluso la más cercana, y terminaría con la intimidad del ser humano.
«¿Por qué me están sometiendo de nuevo a un interrogatorio, si ya he dicho todo lo que tenía que decir al respecto? ¿Temen que haya ocultado algo?», preguntó el interrogado con la conciencia muy tranquila a Camillo Cavalieri.
El sacerdote investigador insistió en el tema de las imágenes de los tiempos de Jesucristo, pero no consiguió obtener respuestas. El inventor le repitió que no hablaría, y añadió únicamente que, el día que se conocieran esas fotografías, habría que modificar muchas cosas en el mundo.
En su informe conservaba la trascripción de un interrogatorio al que fue sometido un ayudante de Ernetti, que habría enloquecido después de ver imágenes supuestamente del cronovisor. El sacerdote estaba recluido en un hospital para enfermos mentales donde Camillo había conseguido entrevistarse con él.
El hombre no paraba de repetir ciertos pasajes de la Biblia, referidos al Éxodo, 24, 15-18: «Subió Moisés al monte, y la nube cubrió el monte. La gloria de Yahvé reposó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis días. Al séptimo día, llamó Yahvé a Moisés de en medio de la nube. La gloria de Yahvé aparecía a la vista de los hijos de Israel como fuego devorador sobre la cumbre del monte. Moisés entró en la nube y subió al monte. Y permaneció Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches». Cuando Cavalieri le preguntaba qué quería decir con eso, el hombre respondía como ausente y con la mirada perdida en algún punto lejano: «No eran humanos ni ángeles, yo los he visto en las fotografías, Moisés no estuvo con Yahvé, eran ellos quienes le instruían», repetía con voz temblorosa.
«¿Quiénes son ellos?», preguntaba una y otra vez Camillo Cavalieri, el investigador, y siempre recibía la misma respuesta: «El padre Ernetti lo sabe…, hablen con él», y luego se encerraba en un empecinado silencio y sollozaba.
Camillo trataba de calmarle y le hablaba con dulzura, pero solo consiguió que, entre sollozos, agregara: «Ezequiel les vio… y yo también les vi… en las fotografías… Son ellos, no eran humanos. Deben hablar con Ernetti…, él sabe…, él sabe…».
El hermano menor no necesitaba leer la Biblia para recordar el relato del profeta Ezequiel (1:4-28), donde explica su visión de extraños seres que muchos interpretaban como un encuentro con extraterrestres y su nave de transporte.
Pero Ernetti nada más agregaba. El mayor de los hermanos Cavalieri no tenía ninguna duda sobre la figura y la grandiosidad de lo realizado por Jesucristo en la tierra, pero pudo percibir, a través de las palabras de Ernetti, que se habrían alterado partes de la Historia Sagrada por el propio interés de algunos, y algunas imágenes obtenidas con el cronovisor dejarían en evidencia esas alteraciones.
En los documentos oficiales de la investigación, cuyas conclusiones Camillo Cavalieri había entregado a las autoridades de la Santa Sede, no se incluían los manuales y los planos del cronovisor. Estos habían sido incorporados al informe que se había mantenido en secreto durante años en un banco de Suiza.
Donato continuó leyendo y, en otro compartimento casi oculto, descubrió otras fotografías y tres antiguas cintas de grabación de audio, junto a las explicaciones de su hermano de presuntos hechos históricos del siglo XX. Varias imágenes eran de sitios y personas que, en su conjunto, nada decían, pero que explicadas sobre el lugar, el momento y los personajes, adquirían verdadera relevancia. El investigador reconocía que no podía asegurar la autenticidad de las fotografías, ya que no podía entregarlas a ningún experto para que las analizara.
El hermano menor miró por la ventana de aquel modesto hostal de Venecia y después observó de nuevo aquel grueso informe. ¿Qué debía hacer con los planos del cronovisor? ¿Entregarlos al Vaticano? No, porque si realmente funcionaba, lo volverían a hacer desaparecer o, quizá, lo utilizarían en beneficio propio de la misma forma que los estadounidenses lo buscaban para perfeccionar su propia máquina. ¿Quién en el mundo tendría la suficiente grandeza personal para utilizarlo en provecho de la humanidad? «Nadie», pensó. Era algo demasiado peligroso, quien poseyera esos planos tendría el poder del mundo en sus manos. Entonces, llegó a la conclusión de que lo mejor era destruirlos, aunque las imágenes del pasado y las grabaciones de sonido, ya existentes, podrían servir de mucho.
Las fotografías y las cintas de audio se las entregaría a la hermana Agustina. El profesor Eugene Geiser y la Comunidad sabrían qué destino debían darles. Ellos podrían analizarlas y, tal vez, descubrir si las imágenes y las voces eran auténticas o no.
La última fotografía era de un hombre sentado a una mesa escribiendo. Le dio la vuelta para conocer qué hecho histórico representaba. No había ningún rótulo como en las demás, sino un texto escrito que ocupaba toda la parte trasera de la fotografía. Era la caligrafía de su hermano. Guardó la fotografía entre la camisa y el pecho, tomó el informe y, finalmente, salió de la habitación.
Ya había tomado una decisión y no podía perder tiempo. Subió las escaleras en dirección a la azotea. Al final del último tramo, tal como esperaba, había una trampilla en el techo. La abrió y salió al tejado, se trataba de una azotea plana que remataba en una cornisa con tejas. El viento era intenso y las luces de la ciudad se reflejaban en las nubes que anunciaban la lluvia.
Pensó en quemar el informe, pero le pareció demasiado aparatoso. Decidió guardar los escritos sobre temas personales, pero los planos y el manual del cronovisor los destruiría.
Era tal el desasosiego y la angustia que en ese instante cambió de parecer y pensó que todo no podría quedar así. ¿Quién era él para decidir destruir los planos del cronovisor si su hermano no lo había hecho y se los había enviado? ¿Qué pretendía Camillo que hiciera con ellos? Nada le indicaba en sus escritos.
La firme decisión de destruirlos, pensó, no era la mejor solución. Volvió a doblar los planos y guardó en un bolsillo las últimas fotografías encontradas en el maletín e imaginó lo que ocurriría en Estados Unidos si se conocieran las imágenes obtenidas por el cronovisor de Ernetti en la plaza Dealey, en Texas, el día de 1963 en que asesinaron a John F. Kennedy y que demuestran claramente que hubo tres asesinos que dispararon contra el presidente, mientras que la versión oficial norteamericana de un solo asesino había sido una falsedad. También, según decía su hermano Camillo en el informe, se cumplía la profecía del papa Juan XXIII, quien había vaticinado en 1935, año en el que la escribió, que serían tres ejecutores los asesinos del mandatario estadounidense.
Una parte de esa profecía era increíble por su exactitud y, además, aparecía ahora avalada por tres fotografías del aparato de Ernetti que mostraban la ubicación de los asesinos en el momento del atentado.
Juan XXIII había profetizado:
Caerá el presidente y caerá el hermano. Entre los dos, el cadáver de la estrella inocente. Hay quien sabe. Preguntad a la primera viuda negra y al hombre que la llevará al altar en la isla.
Sus secretos están en las armas, en el crimen. Y son secretos de quien no estaba en Núremberg.
Serán tres quienes disparen contra el presidente. El tercero de ellos estará entre los tres que atacarán al segundo.
Indudablemente, el Sumo Pontífice, con muchos años de antelación, había vaticinado el asesinato de John F. Kennedy y, después, el de su hermano Robert. El cadáver de la estrella inocente sería el de Marilyn Monroe, de quien se dijo que tuvo relaciones con ambos hombres y que murió antes de los asesinatos de los dos hermanos. En un primer momento, hubo sospechas de que la actriz hubiera sido objeto de un crimen para lograr su silencio, aunque todo quedó certificado oficialmente después como un suicidio.
La viuda negra no sería otra que Jacqueline Bouvier, la que después se casaría con Onassis en la isla griega de Skorpios.
Pero el papa Roncalli acusaba y denunciaba: «Hay quien sabe. Preguntad a la primera viuda negra y al hombre que la llevará al altar en la isla».
Si ambos, Onassis y Jacqueline, sabían realmente las causas de la muerte de los Kennedy, guardaron silencio a lo largo de toda su vida y se llevaron el secreto a la tumba.
Donato recordó la innumerable cantidad de mentiras y de falsas profecías sobre las fechas del fin del mundo vaticinadas a través de los tiempos. Incluso por los Testigos de Jehová, quienes, afortunadamente, hasta el momento nunca habían acertado con sus premoniciones. Lógicamente, como ya habían perdido toda su credibilidad, se aferraban a las profecías de otros. ¿Cómo creer en los vaticinios de quienes demuestran una irracionalidad extrema que prohíbe a sus fieles las transfusiones de sangre basándose en una interpretación errónea de uno de los libros del Antiguo Testamento?, se cuestionaba el sacerdote.
No quería seguir pensando, tenían que marcharse de allí.
Regresó a la habitación y encontró a Agustina despierta, sentada en la cama y con lágrimas en los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Donato sentándose a su lado.
—Todo… Jamás pensé que podrían llegar a este extremo, a asesinar para conseguir sus propósitos, siendo gente que se autodenomina cristiana… —respondió la exmonja y rompió a llorar—. No puedo más…
Donato no sabía qué hacer, solo atinó a abrazarla en un gesto instintivo de consuelo. Ella se dejó abrazar y se aferró a él con fuerza. La mujer levantó la cabeza y sus rostros quedaron frente a frente, demasiado próximos. Agustina le acarició la mejilla y simplemente dijo «gracias»…
Cavalieri, totalmente vencido, retuvo la mano de la mujer y luego, atrayéndola hacia sí, besó sus labios. Ella correspondió el gesto con inusitada pasión. En ese momento, ninguno de los dos estaba para cuestionarse nada.
La luz del amanecer que se filtraba por la ventana del hotel iluminaba el lecho donde un hombre y una mujer desnudos se aferraban desesperadamente al momento que estaban viviendo. Nunca, ni entonces ni después, habría preguntas entre ambos sobre lo que allí estaba ocurriendo.
A media mañana abandonaron el hotel. Donato extrajo los documentos, las fotografías y las grabaciones de su hermano, las colocó en un amplio sobre de envíos postales y escribió un destinatario en Roma donde luego lo recogería y lo despachó desde una oficina de correos de Venecia. No quería viajar teniendo en su poder el dosier.