Después de una serie interminable de combinaciones aéreas, de largas horas de espera en distintos aeropuertos internacionales y de un insoportable viaje en tren por el interior de Italia, Donato Cavalieri, con un pasaporte a nombre de Giovanni Paccini, y Rafael Menéndez, con otro documento que lo identificaba como Marcos Alzugaray, llegaron por fin a Venecia.
Se alojaron en el pequeño hotel, cercano al puente de Rialto, reservado por monseñor Franco Moretti. Ahora ya solo les quedaba esperar.
Unos golpes suaves en la puerta de la habitación interrumpieron el sueño del padre Cavalieri.
—Donato, soy Rafael —se oyó una voz desde el pasillo del hotel.
El sacerdote le franqueó el paso y se sorprendió gratamente al ver a la hermana Agustina.
Al abrazarla, Cavalieri sintió una extraña y agradable sensación que recorrió todo su cuerpo.
Pronto los tres entablaron una conversación sobre lo que había acontecido y lo que estaba por suceder. En medio de todo, se congratulaban enormemente de volver a estar juntos.
Donato preguntó por los miembros de la Comunidad que habían muerto en el asalto a la finca en Estados Unidos y Agustina relató los detalles de lo que había podido saber, ya que en el momento del ataque se encontraba en otra de las casas del grupo. Después, los tres rezaron por los compañeros asesinados.
Un día después, un emisario de Franco Moretti llegó al hotel de Venecia y preguntó por Giovanni Paccini. Una vez que se produjo el encuentro, se identificó y les pidió que le acompañaran ante un notario veneciano, quien, por petición de un colega suizo, debía entregar a Donato Cavalieri unos documentos sellados y lacrados.
Ante el notario, el sacerdote mostró su pasaporte verdadero. Cumplidos los requisitos formales de identificación, le entregaron un maletín que, en su interior, contenía una abultada carpeta de grandes dimensiones.
Con rapidez salieron del lugar y volvieron al hotel para planear detalladamente su regreso a Roma. Al llegar, Donato les pidió que le dejaran estar unos minutos a solas en su habitación. Menéndez asintió.
Donato se sentó en la cama, miles de sensaciones le invadían, las lágrimas pugnaban por salir. Estaba solo, nadie podía verle llorar. Fue abriendo con delicadeza el maletín; después, extrajo de su interior una voluminosa carpeta con documentos.
El dosier tenía un número en la portada. En su interior, había documentos y fotografías. Reconoció la letra de su hermano en algunos escritos, era la caligrafía que tantas veces había visto en su casa durante los largos veranos. Sacó una fotografía de Camillo vestido de monaguillo el día de su Primera Comunión y leyó un breve texto que estaba escrito en la esquina inferior derecha: «Recibí jubiloso mi Primera Comunión en compañía de mis padres». Donato aún no había nacido.
Comenzó a leer el dosier que se refería al interrogatorio del padre Ernetti sobre el cronovisor. Su hermano manifestaba que, antes de su investigación y por orden del papa Pío XII, se destruyeron las imágenes referidas a la época de Jesucristo. Ernetti había conservado dos que Cavalieri no incluyó en el informe al Vaticano, pero que, por petición expresa del inventor, había conservado fuera del informe secreto. Esas fotografías eran difusas y una mostraba a un hombre cargando una cruz, supuestamente, a través de lo que sería la Vía Dolorosa. Los rasgos de quien podría ser Jesucristo no eran del todo visibles. La otra imagen se suponía que era de la tumba vacía del Redentor, donde se apreciaba lo que parecían dos hombres en actitud contemplativa. En el suelo se podía ver una sábana y algo similar a un paño de menores dimensiones. ¿Tal vez el Santo Sudario? Entonces, ¿realmente había resucitado como se narra en la Biblia? El investigador había anotado: «Muchos confunden el Santo Sudario que se conserva en la catedral de Oviedo, en Asturias, con la Sábana Santa de Turín, pero son dos objetos sagrados diferentes, aunque relacionados entre sí. En el evangelio según san Juan (20:3-8), se cuenta que fue María Magdalena quien encontró el sepulcro vacío y fue a contárselo a Simón Pedro y a un discípulo»:
Y salieron Pedro y el otro discípulo, y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Y bajándose a mirar, vio los lienzos puestos allí, pero no entró. Luego llegó Simón Pedro tras él, y entró en el sepulcro, y vio los lienzos puestos allí. Y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó.
El hermano mayor de Donato Cavalieri explicaba en sus notas que «el Santo Sudario de Oviedo es un pañolón de lino manchado de sangre y alguna quemadura, de forma rectangular con una medida de 83 × 53 centímetros. Este “lienzo funerario”, el sudario, era empleado en enterramientos de judíos y cubría exclusivamente el rostro del muerto».
El investigador italiano explicaba la relación existente entre la Sábana Santa de Turín y el Santo Sudario de Oviedo, ya que, en el evangelio, «san Juan señala los “lienzos” por una parte y el “sudario” por otra. Este último se habría utilizado para cubrir el rostro de Jesús en el traslado desde el Gólgota al sepulcro y, una vez allí, fue colocado en un lugar aparte. Después de algunos estudios científicos, se revela que existe compatibilidad entre las manchas de sangre del Sudario y las de la Sábana de Turín».
Un estudio hematológico de ambas reliquias sagradas dio como resultado el mismo grupo sanguíneo, perteneciente al grupo AB, minoritario en Europa y mayoritario en la región de Israel.
El hermano menor recordó las últimas investigaciones genéticas sobre el Sudario de Oviedo. En el estudio de la tela impregnada en sangre, los científicos descubrieron una pequeña parte de ADN mitocondrial (una sección de ADN que se hereda de la madre) y, para asombro de todos, no encontraron rastros del ADN paterno. ¿Sería esa la prueba de que, en la concepción de Jesús, no actuó la mano del hombre, tal como afirma la Biblia? Todavía faltaban estudios pero, de poder demostrarlo científicamente, esa era una información que la Iglesia católica procuraría que se conociera mundialmente, ya que eso demostraría la divinidad de Jesucristo.
Finalmente, el sacerdote se seguía preguntando por qué muchos hablaban sobre la reliquia de Turín mientras muy pocos lo hacían sobre el Santo Sudario que se encuentra en Oviedo.
Al leer el informe de su hermano, las emociones se iban apoderando de todo su ser. La necesidad de conocer todos los detalles le hacía pasar de un tema a otro, casi con desesperación.
Leyó cómo había sido el proyecto del cronovisor y la revelación del Libro de Daniel estudiada por Newton, así como los intentos de fotografiar también el futuro. Pudo comprobar cómo la CIA y el Vaticano se engañaban mutuamente, pues ninguno había entregado al otro todos los datos necesarios para poder concluir con éxito el proyecto. Camillo, sin embargo, lo había conseguido reunir todo en este expediente. ¿Era eso lo que tantos perseguían con ahínco? ¿Tan importante resultaba que no dudarían en matarle como hicieron en su día con su hermano?
«Allí donde crece el peligro crece también la salvación», había dicho un poeta. Camillo deshonrado al haber sido encontrado muerto en el sótano de un burdel, y él ahora compartiendo habitación de un hotel para parejas con una exmonja. El mundo se había vuelto loco, pero no, no podía ser que no encontrara ningún sentido a todo aquello.
Cuando era pequeño, su madre le contaba hermosas historias sobre por qué había que alejarse de las serpientes o por qué existían las flores y los frutos, y todo adquiría sentido, había una explicación razonable para cada cosa. Estaba seguro de que Camillo había escuchado las mismas historias y las mismas explicaciones: todo lo que sucede tiene sentido, aunque uno no pueda comprenderlo completamente.
En el fondo de la plaza podía ver el Campanile. Las farolas le impedían apreciar el cielo en todo su esplendor, tampoco ayudaba mucho el vapor de agua que constantemente emana de las calles de Venecia.
Creía entender lo que había sucedido. El Vaticano había desarrollado una tecnología que permitía recopilar hechos, el cronovisor. Allí estaban algunas fotografías para demostrarlo. Los norteamericanos trataban de encontrar la fórmula que debía recuperar el pasado, pero necesitaban situar con muchísima precisión los hechos para que el rescate fuera perfecto. El cronovisor italiano era la clave. Sin poder saber con la máxima exactitud qué había pasado, cualquier recuperación se desviaría de la verdad.
Camillo Cavalieri, en sus escritos, puntualizaba que el caso del cronovisor era ajeno a la profecía de Newton y que no debían mezclarse, y tenía razón. Eran dos casos diferentes que no tenían relación entre sí, y así debían interpretarse. Uno miraba el pasado y el otro se centraba en descubrir el futuro.
Donato se acordó de Eugene Geiser y de su interpretación, quizá ahora se encontraba más cerca de la verdad. Tycho Brahe había obtenido los datos, pero no la ley que los conectaba. Kepler había obtenido los datos y encontrado la ley, sabía qué y sabía cómo, pero no podía saber por qué se movían los astros. Newton supo por qué y, de algún modo, comprendió que la explicación estaba completa pero que albergaba en sí, como siempre sucede con la verdad, una terrible enseñanza. La Comunidad había unido todo y había podido vaticinar el futuro, pero no había conseguido ninguna predicción más allá del año 2060 y, por lo tanto, no había demostración ni conocimiento. Solo una expresión matemática: F = m × a. Es decir, la fuerza de un hecho es la aceleración con que avanza incrementada por la masa que lo compone.
Volvió al informe y reconoció en él la historia de una gran incomprensión, de una pelea que nadie había podido ganar, de una lucha en la que los oponentes habían sacrificado lo mejor que tenían. Estaba ante la desolación de un campo de batalla: no importaba quién fuera el vencedor, no había nada que ganar, salvo ruinas y el orgullo de haber triunfado en una larga guerra.
Miró las fotografías del pasado como el que observa un álbum familiar, intentando reconocer quién o quiénes acompañan a la figura principal. Amanecía cuando llegó a la última fotografía.
En ese momento, le sobresaltaron unos golpes en la puerta. Acudió rápidamente, no sin antes preguntar quién era.
—Soy Rafael, por favor abre —escuchó en la voz de su acompañante.
Sin dudar, le franqueó el paso y sintió que el cuerpo de Rafael caía sobre él empujado por vete a saber qué fuerza.
Desde el suelo, pudo ver al obispo Benton y a otro hombre que le apuntaba con una pistola.
—Bueno —sonrió el obispo irónicamente—. Por fin nos encontramos.
Donato hizo un brusco movimiento y el acompañante le indicó que, si se movía, le dispararía allí mismo sin contemplaciones. Después, cerró de golpe la puerta de la habitación.
—No esperes que nadie te ayude, hemos eliminado al emisario de Moretti y tu amigo va a morir en este instante si no me entregas el informe —declaró Benton.
—Por favor, no le hagan daño —suplicó el sacerdote.
Rafael Menéndez yacía en el suelo y parecía estar inconsciente.
—Yo, después, le daré el informe, pero antes quiero saber por qué mató a mi hermano —dijo en tono firme el cura italiano.
—¿Quieres saberlo? Bien, te lo diré. Tu hermano era un idealista que creía en la bondad del ser humano. Se negó una y mil veces a entregarnos el informe y reconozco que, al final, el asunto se nos fue de las manos. En realidad, no teníamos ninguna intención de matarle. ¿Satisfecho? Ahora entrégame esos documentos —dijo, avanzando hacia el joven.
En ese instante, Rafael se abalanzó por detrás del acompañante del obispo, iniciando una feroz y violenta lucha con él, mientras Donato intentaba reducir al obispo Benton.
Menéndez logró arrebatarle la pistola con silenciador a su contrincante y, antes de que este tuviera tiempo de reaccionar, se escuchó el sonido sordo de un disparo. El desconocido cayó pesadamente al suelo.
Mientras, el joven sacerdote logró reducir a golpes al asesino de su hermano.
—No se mueva o le disparo —amenazó Rafael al obispo.
—¿Qué están pensando hacer? Mis hombres están por toda Venecia, y les encontrarán aunque se escondan debajo de las piedras. No tienen escapatoria. Lo mejor que pueden hacer es entregarme el informe, entonces les dejaré ir —prometió el obispo desde el suelo.
—Si le matamos, también nos podremos ir —le recordó Rafael.
—Nuestra organización seguirá persiguiéndoles, aunque me eliminen a mí —amenazó Benton con una sonrisa en los labios.
—¿Disfrutó asesinando a nuestros compañeros de la Comunidad en Estados Unidos? —le preguntó Rafael Menéndez.
—Sí, disfruté mucho —respondió el obispo, haciendo alarde de una soberbia que no le permitía asumir la realidad de la débil situación en la que se encontraba, y mostrando la actitud de una persona que no estaba en sus cabales.
—Yo no me voy a divertir, pero bajo ningún concepto puedo dejarle con vida —dijo el español, mientras le propinaba un tremendo golpe en la cabeza que le dejó inconsciente.
—No —se interpuso el sacerdote—. No mataremos a nadie. No le vuelvas a golpear.
—Es él o nosotros —intentó convencerle Menéndez—, pero haré lo que tú quieras. Ahora, vete y llévate a la hermana Agustina, yo arreglaré este asunto.
—¿Dónde está Agustina?
—En su habitación en el piso superior, ve a buscarla, pues no debe de estar al tanto de lo que aquí ha ocurrido. Lo más conveniente es que nos separemos para despistarles. Nos encontraremos en Roma pasado mañana —dijo, y le susurró al oído una dirección cercana a la Santa Sede—. Pero esta noche no os registréis en un hotel convencional, pues deben de estar buscándonos. Pasad la noche en un hostal de esos de estancia por horas, donde van las parejas. Allí nadie pensará en encontrar a un sacerdote en compañía de una mujer —le aconsejó a su amigo—. Yo dejaré esto arreglado y me iré después de vosotros. Vete ya.
Con sumo sigilo, Donato recogió sus cosas y el maletín con el dosier y fue en busca de la exmonja. Le explicó brevemente lo ocurrido y lo que había planeado con Rafael. Rápidamente se fueron del hotel, atentos por si alguien les vigilaba. No sabían si eran ciertas las afirmaciones de Benton sobre que había más gente buscándoles.
Rafael Menéndez era un hombre de acción, un miembro de la fuerza de choque de la Comunidad de la hermana Agustina, el encargado de realizar las operaciones más desagradables. Era consciente de que Benton era un enemigo peligroso que les perseguiría allí donde fueran. Ya no estaba Cavalieri para impedirle realizar lo que debía hacer.
El obispo le miraba desafiante y con una sonrisa cínica le dijo desde el suelo:
—Tú, hagas lo que hagas, ya eres un hombre muerto…
—No —le interrumpió el joven—, se ha equivocado, el muerto es usted —aseguró mientras levantaba el arma con silenciador para dispararle, pero no pudo hacerlo, un violento golpe propinado por la espalda le dejó inconsciente.
—¡Imbéciles! Ha estado a punto de matarme. ¿Cuándo pensabais intervenir? —preguntó en el colmo de la ira el obispo Benton a los dos hombres que habían entrado silenciosamente en la habitación.