Ninguno de los dos hombres hablaba. Un silencio sofocante inundaba el lugar. Tenían su pensamiento en el edificio del que habían tenido que huir apresuradamente.
¿Qué estaría sucediendo en la residencia? Solo Dios lo sabía.
En la zona más boscosa, les aguardaba el conductor junto a su vehículo. Subieron y el automóvil se alejó rápidamente del lugar.
Poco tiempo después, llegaron al aeropuerto JFK. Mientras, Menéndez mostraba su preocupación por si alguien de la Comunidad hubiera sido obligado a hablar. Era lógico pensar que ya les estuviesen esperando en la terminal aérea. En ese caso, todos los aeropuertos de Estados Unidos estarían permanentemente vigilados y sería suicida intentar escapar desde alguno de ellos.
Menéndez hizo uso del plan de emergencia: llevaba escrito un número de teléfono y una solución alternativa que solo debía utilizar en casos extremos. Así había sido debidamente acordado con la Comunidad, solo para situaciones límite, cuando ya no quedaran otros recursos.
Marcó el número de teléfono e informó de todo lo acontecido a un superior. Después, esperó a que volvieran a comunicarse con él para darle nuevas instrucciones.
Los minutos parecían interminables; una hora, dos. Finalmente, la contestación se produjo indicándole una nueva ruta de escape, pero esta información venía acompañada de otra que hizo que el rostro de Rafael Menéndez se volviera sombrío.
Se quedó sin habla, no podía articular palabra, y Donato Cavalieri se dio cuenta de que algo muy grave estaba sucediendo. Entonces, preguntó:
—¿Qué está ocurriendo?
—En el asalto a la residencia… han muerto varios compañeros.
El sacerdote italiano se quedó aturdido, pero con un gran esfuerzo logró realizar otra pregunta:
—¿Quiénes eran?
—No se sabe aún, todo es muy confuso; ya ha llegado la policía y la zona se encuentra precintada, en poco tiempo nos informarán. Hay tres muertos —dijo con voz quebrada, pero intentando recobrarse para darle instrucciones al conductor de que debían dirigirse a un aeródromo privado para embarcar hacia México.
Retomaron el camino hacia el nuevo lugar que les habían indicado; iban en silencio hasta que Donato habló.
En medio de la tensión y el dolor, se intentaron poner de acuerdo en los pasos que seguirían.
Al llegar al aeródromo, les esperaban dos hombres con nuevas instrucciones y todo preparado para abandonar Estados Unidos. Cuando el avión despegó, los nervios de Cavalieri estaban a flor de piel.
—Este avión nos llevará a México, desde allí saldremos rumbo a Italia —le comentó Rafael.
—¿Y la hermana Agustina está bien? —preguntó el sacerdote.
—Según los informes no estaba en la finca cuando se produjo el ataque. Cuando pueda viajar, se encontrará con nosotros en Venecia —respondió Menéndez.