Cuando no había presente algún superior jerárquico y las acciones quedaban a su cargo, el obispo Benton abandonaba su servilismo para convertirse en un ser cínico y prepotente que se sentía el amo de una única verdad: la suya. Acababa de llegar a Nueva York y tenía ante sí a sus compañeros de la orden secreta de la que él formaba parte junto a muchos miembros de distintas jerarquías eclesiásticas. No hacía falta identificar al grupo con ningún nombre histórico o del santoral cristiano, simplemente entre ellos se denominaban La Orden; eso evitaba suspicacias, ya que, al no existir un nombre concreto, era difícil identificarlos o comparar sus testimonios, si oficialmente todos negaban su existencia.
A su lado estaba el padre Francesco Tognetto, quien ya se había resignado a tener que soportar una vez más la cólera del obispo.
—¡Es usted un inútil! —vociferó Benton delante de todos—. Era la persona que debía controlar a Donato Cavalieri y lo ha dejado escapar.
—Monseñor, la CIA también ha perdido su rastro —apuntó Tognetto a modo de disculpa.
—¿Usted piensa que soy tonto? ¿Se está burlando de mí? ¡Qué me importa lo que haga o deje de hacer la CIA! Si pierden a alguien es problema de ellos. Lo que me preocupa son nuestros errores —replicó el obispo totalmente alterado.
—Estamos intentando solucionar el problema, en pocas horas daremos con él —dijo Tognetto tratando de calmar el ánimo de su interlocutor.
—¿Y cómo piensan encontrarlo? —volvió a preguntar el obispo, alzando la voz.
—Monseñor, se trata de un asunto confidencial, aquí hay mucha gente, luego se lo explicaré si así lo desea.
—Bien —asintió el aludido—, pero procure no volver a fallar. Si no lo encuentran, infórmeme inmediatamente.
—Le mantendremos informado de todo lo que ocurra —aseguró Tognetto.
—No —replicó Benton—, pensándolo mejor, cuando lo localicen, yo acompañaré al grupo de operaciones. No quiero más sorpresas desagradables.
—Pero, monseñor, es demasiado peligroso que usted se arriesgue en una operación en la que ni siquiera sabemos aún con quiénes se encuentra Cavalieri ni si ofrecerán resistencia armada —dijo el sacerdote tratando de disuadirle.
—¿Usted piensa que yo no sé protegerme, que soy un simple obispo que trabaja detrás de un escritorio? Pues sepa que he tenido más acción en operaciones especiales que muchos de ustedes juntos —respondió con indisimulado orgullo.
—Bien —aceptó con resignación el doble agente—. Se hará como usted disponga.