En el despacho de Eugene Geiser, estaban frente a frente el sacerdote y el científico. La superiora de la Comunidad y Menéndez prefirieron dejarles solos para que pudieran conversar.
—Creí entender que pueden predecir el futuro —arguyó impaciente Donato.
—No, en realidad todo esto llega más lejos —dijo con toda tranquilidad el profesor.
—¿Cómo…? —Donato se dio cuenta de que debía dejar terminar al investigador. Sus prisas no iban a llevarle a ningún sitio.
—En realidad, va más allá —prosiguió Eugene Geiser—. Podemos intentar ver el pasado.
El sacerdote guardó silencio por si el profesor tenía algo más que añadir, pero se dio cuenta de que esta vez no continuaría.
—Pero ¿se puede vaticinar el pasado? Quiero decir, el pasado no se puede predecir, solo se puede contar —puntualizó el sacerdote.
—Deje que le cuente una historia. ¿Le parece? —le pidió el profesor con amabilidad.
Donato asintió y apoyó la espalda en el sillón para hacer entender a su interlocutor que disponía de todo el tiempo que necesitara.
—Hace cuatrocientos cincuenta años aproximadamente, un hombre miraba al cielo —empezó a explicar el viejo catedrático alemán—. No había telescopios, así que no podemos decir que observaba los planetas, observaba el cielo como usted lo habrá hecho en las noches de verano. Bueno, en realidad, miraba al cielo con una actitud distinta. Si nosotros miramos al cielo habitualmente con actitud ensoñadora, él lo hacía como lo haría un notario, como un auditor de cielos. Ese hombre era Tycho Brahe[3].
»Analizaba y tomaba notas sobre dónde se encontraban los planetas en ese momento; mirar y anotar, arriba y abajo, así durante muchos años. Cuando murió, entre sus pertenencias había cuadernos y cuadernos de anotaciones que nadie podía comprender.
»Su obsesión era poder vaticinar dónde estaría la luz en un instante concreto en el cielo. Como en un juego de adivinanzas, intentaba descubrir qué figura sería la siguiente en salir, o dónde se encontraría la pelota al final de un lanzamiento.
»El cielo es, para quienes lo miran sin haberlo observado, como la bóveda de una catedral, es algo estático que está y estará siempre ahí. Para Brahe, por el contrario, se trataba de una enorme estructura en tensión, con movimientos y fuerzas que lo sostenían. A veces imagino a Brahe pensando en el cielo como en el techo de un pabellón deportivo un momento antes de venirse abajo, una tensión enorme que no puede fallar, ya que, si un elemento no cumple su función, el peligro de desmoronarse será inminente.
—¿Quiere decir que Brahe miraba al cielo no solo para medir, sino para asegurarse de que todo seguía en su sitio, de que nada fallaría? ¿Quiere decir que imagina a Tycho Brahe tremendamente asustado? —preguntó Donato incapaz de no interrumpir.
—Sí, podría decirse así.
—Realmente puede considerarse un sentimiento terrible —asintió el sacerdote.
—No, eso no es lo terrible —corrigió Geiser—. La historia continúa. Tycho Brahe llegó a saber, de algún modo, que sus mediciones eran exactas, pero inútiles. Entonces, hizo ir a un joven científico que destacaba por sus habilidades en las matemáticas. Se llamaba Johannes Kepler[4]. A su muerte, Brahe le legaría todas sus mediciones.
»Pero este fue peor observador de los planetas que su mentor. Se esforzó por encontrar una ley para el movimiento de los planetas, especialmente de Marte, del que Brahe tenía cientos de observaciones.
»Kepler descubrió finalmente tres leyes que explican cómo se mueven los planetas. Lo enunció mediante tres ideas que le permitieron vaticinar dónde estaría un planeta en cada momento. Digamos que la astronomía y la física ya no necesitaban el espacio abierto del patio o del campo, podían predecir desde el escritorio dónde estaría cada cuerpo en el cielo, o mejor dicho, en el espacio, porque en el cielo no se podía ver el movimiento real, sino una proyección del mismo.
El investigador guardó silencio y miró al techo, como si desde aquel sótano donde se encontraban echara de menos el cielo abierto. Quizá ya fuera de día, Donato había perdido la noción del tiempo.
—Parece horrible —se atrevió a susurrar Donato. Esta vez no hubo respuesta por parte del científico—. Un hombre traicionando a su maestro, dejando de mirar al cielo y de analizarlo al aire libre para encerrarse en su estudio e idear la fórmula matemática que explique el cielo antes que el propio cielo —recapituló Cavalieri.
—No —replicó el científico con cierto enfado—. Lo terrible es que ninguno de ellos, aunque hubieran llegado a predecir la posición, había entendido nada. No sabían por qué se movían, qué hacía que los planetas se desplazaran.
—¿Quién lo descubrió?
—Newton, por supuesto —explicó condescendientemente el científico, como si fuera una obviedad—. Brahe sabía qué, Kepler sabía cómo y Newton sabía por qué, pero, sin embargo, cada uno de ellos creía que lo había descubierto, que su tarea estaba terminada.
—Y de algún modo tenían razón, a los tres les sobrevino la muerte, algo inevitable. La muerte los engañó, o los salvó, según se mire. Solo la muerte, el final definitivo, nos hace pensar que hemos hecho algo, dándolo por concluido —se atrevió a interrumpir Donato.
—No, no fue la muerte, fue la ciencia. La ciencia se empeña en hacernos creer que podemos predecir, que llegaremos a comprenderlo todo, que no importa si morimos, porque nuestras fórmulas, nuestro conocimiento sobrevivirá y, además de permanecer en la memoria de las personas, nos habrá permitido predecir lo que sucederá.
»Brahe, Kepler y Newton podrían haber sabido dónde estaría Marte ahora, mientras hablamos, y eso les hizo pensar que, de algún modo, no morirían. Pero, sin embargo, murieron.
El profesor Geiser se sumió en un profundo silencio, un largo y significativo silencio, como dando tiempo para que Donato pudiera entender la profundidad de lo que iba a revelarle.
—Nosotros desarrollamos aquí un proyecto basado en cálculos matemáticos muy complejos que no es necesario que le explique.
—¿Lo hacen a través de la supercomputadora que mencionó la superiora Agustina? ¿La tienen aquí?
El profesor Eugene Geiser sonrió antes de responder.
—Si tuviéramos ese enorme poder de calcular concentrado en una sola supercomputadora, seríamos detectados por nuestros enemigos al instante y nos habrían descubierto hace mucho tiempo. Trabajamos con una red de ordenadores que están localizados a lo largo y ancho del planeta. No es una demostración de poder, se trata de una estrategia de ocultación, así somos invisibles a los ojos del mundo y no perdemos potencialidad. Trabajamos con ordenadores de personas que se muestran como supuestos colaboradores de un proyecto de mejora de suelos y cultivos. Utilizamos la capacidad de cálculo de millones de usuarios, amas de casa, estudiantes, bibliotecas u oficinas. Simplemente, cuando ellos no están utilizando el ordenador pero este sigue encendido, nuestro ordenador automáticamente utiliza sus procesadores para realizar los cálculos. Si alguien descubriese algo, solo podría tener acceso a los archivos de estudios agropecuarios, que nada tienen que ver con el proyecto secreto. Esa es nuestra gran supercomputadora. Pero todo lo que tenemos aquí es este pequeño ordenador, donde se recogen los resultados de los cálculos.
—¿Qué quieren calcular? ¿Sirve para predecir el futuro? —Donato intentaba reconducir la conversación hacia el proyecto secreto.
—Digamos que sí. Podemos calcular la posición de cualquier elemento siempre que pueda determinarse como un conjunto cerrado. Es decir, no podemos saber lo que hará usted, pero sí lo que sucederá en una sociedad y, sobre todo, lo que le sucederá al planeta.
—¿Quiere decir que la profecía de Newton…? —Se interrumpió, como si obtener la confirmación hiciera más probable que sucediera.
—No tenemos la certeza aún. Cuando introducimos una fecha posterior al año 2060, el año indicado por Newton como el inicio del fin del mundo, la respuesta que nos devuelve es una fórmula matemática, una fórmula newtoniana, la que explica por qué se mueven los planetas. Usted la conocerá, se estudia muy pronto: F = m × a, es decir, la fuerza es igual a la masa por la aceleración.
»Así que, en realidad, Newton nos legó una fórmula que, a partir del año 2060, solo permitirá conocer el pasado, predecir el pasado. Dado que es una fórmula científica —señaló Geiser—, pensamos que es una broma. Puesto que nos servimos de los desarrollos matemáticos de Newton, tendemos a pensar que en sus fórmulas hay una especie de gusano que contiene la profecía, como si el hecho de que no se cumpliera la profecía que él descubrió en el Libro de Daniel hiciera que nada tuviera sentido, como si fuera necesaria una muerte, una suerte de sacrificio para que la ciencia resultara victoriosa.
Donato entonces preguntó al profesor:
—Pero también podría ser que, si ustedes reciben resultados de sus cálculos hasta el 2060 y de los años siguientes nada…, ¿no se podría interpretar que después de ese año nada existirá?
—Esa también sería una posibilidad, son demasiados secretos para desvelar —explicó Eugene Geiser.