Newton lo sabía

Agustina dispuso el traslado del sacerdote italiano a otro centro de investigación científica. La orden era tajante al respecto: durante el trayecto se deberían silenciar los sistemas de comunicaciones para evitar posibles escuchas que pudieran delatar la presencia de Donato Cavalieri.

El teólogo iría dentro de un automóvil junto a ella y, detrás, en otro vehículo, les acompañaría el personal de seguridad.

El sacerdote se metió en el automóvil en el interior del garaje de la residencia y la marcha se inició al amparo de la oscuridad de la noche. Durante más de una hora, recorrieron un trayecto que, por razones de estricta seguridad, no le fue comunicado.

Un lugar desierto con profusa arboleda fue lo poco que Cavalieri pudo percibir en medio de las sombras al llegar a una nave industrial. Allí, ya dentro de la misma, descendieron del automóvil y se dirigieron a una siniestra estancia.

Por lo que pudo observar, parecía un depósito de maquinaria agrícola. Escondida detrás de unos armarios metálicos había una puerta que, al abrirse, daba a un pasillo que terminaba delante de un ascensor de grandes dimensiones. Allí entraron la superiora sor Agustina, Rafael Menéndez y Donato Cavalieri.

Automáticamente, las puertas se cerraron y comenzó un movimiento lento que al sacerdote le pareció interminable. Perdió la noción de cuántos metros bajo tierra habían descendido.

Por fin, el ascensor se detuvo y salieron a un enorme espacio donde otro reducido grupo de personas también trabajaba con ordenadores de alta tecnología.

—Aquí profundizamos en otras investigaciones más avanzadas —comentó Agustina—. Estudios sobre el pasado, que nos permitirán, principalmente, vaticinar lo que ocurrirá en el futuro.

—¿Cómo lo hacen? —preguntó intrigado Cavalieri.

—Para predecir lo que puede ocurrir en el futuro, la única ciencia que lo podría resolver es la que utiliza fórmulas matemáticas y leyes físicas. Esas que, partiendo de determinadas condiciones de conocimiento del tipo de fuerzas que actúan, pueden vaticinar dónde se encontrará el planeta en el futuro.

El sacerdote italiano escuchaba las explicaciones de la mujer sin dejar de prestar atención a nada de lo que sucedía a su alrededor. La actividad era febril. A continuación, preguntó:

—¿Qué tipo de investigaciones se realizan aquí?

—No se adelante, quiero presentarle a otro de nuestros científicos, el profesor Eugene Geiser, un notable catedrático alemán. Él se lo explicará.

—Está en su despacho —intervino Rafael Menéndez—. Acompáñenos.

Los tres se dirigieron hasta un alejado despacho cerrado por una puerta de cristal. A través de ella, Donato observó a un hombre de blancos cabellos revueltos, de unos setenta años, complexión delgada y considerable altura, que estaba trabajando en lo que parecía ser una fórmula matemática escrita en una pizarra colgada de la pared.

No le quisieron interrumpir. Esperaron unos minutos hasta que el profesor volvió hacia su mesa de trabajo y se percató de su presencia. Con un gesto, les indicó que entraran.

Agustina hizo las presentaciones y en ningún momento el científico le quitó ojo al invitado.