«Si quien atentase conferir el orden sagrado a una mujer o la mujer que atentase recibir el orden sagrado fuese un fiel cristiano sujeto al Código de Cánones de las Iglesias Orientales, sin perjuicio de lo que se prescribe en el can. 1443 de dicho Código, sea castigado con la excomunión mayor, cuya remisión se reserva también a la Sede Apostólica (cfr. can. 1423, Código de Cánones de las Iglesias Orientales)».
Decreto del Vaticano a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, relativo al delito de ordenación sagrada de una mujer, 19 de diciembre de 2007
La hermana Agustina mantuvo una larga conversación privada con Donato Cavalieri. Almorzaron los dos solos en el amplio comedor de la finca que servía de sede a la Comunidad.
—¿Por qué abandonó los hábitos? —preguntó imprevistamente Donato.
La exmonja no dudó al responder.
—Empecé a cuestionarme muchas cosas y tomé la decisión de renunciar a mi condición de monja para sentirme más cerca del Señor.
—¿Cómo se explica ese sentimiento?
—Yo abandoné los hábitos cuando comprendí que, mientras no cambie la mentalidad de quienes rigen los destinos de la Iglesia católica, la mujer nunca tendrá un sitio en ella…
Donato comprendía ahora perfectamente lo que la hermana Agustina le quería decir. Él era un convencido de que el fortalecimiento de la presencia femenina en la Iglesia católica, con una mayor participación de la mujer tanto en las decisiones de alto nivel como en los ritos, era la clave para revitalizar la fe de los creyentes, tan debilitada en esos momentos, pero no quiso manifestarlo, guardó silencio y escuchó con atención.
La mujer continuó hablando.
—La crisis de fe y la pérdida de vocaciones sacerdotales entre los hombres está dañando peligrosamente a la Iglesia católica en todo el mundo. Mientras, las mujeres son las únicas que mantienen viva y sustentan la fe, las auténticas creyentes. Somos nosotras quienes vamos a los templos y somos mayoría en los actos litúrgicos. Entonces, ¿por qué no puede una monja celebrar una misa o confesar a los fieles?
Donato, que estaba sorprendido por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, se empezó a sentir más cómodo, dejó a un lado todos sus temores y se atrevió a opinar.
—Creo con sinceridad que tiene toda la razón. A la Iglesia católica le asustan las mujeres, por eso nunca se les ha dado un papel relevante dentro de ella —dijo el joven sacerdote—. Jesucristo respetaba a las mujeres, las enalteció y las ensalzó, pero después vinieron otros, muchos otros que hicieron lo posible para humillarlas y ofenderlas. Esta absurda situación ha cambiado muy poco a lo largo de la historia y, curiosamente, en nuestros días, todo sigue igual.
Sor Agustina le miraba fijamente, sin dar crédito a lo que escuchaba en boca de aquel joven sacerdote, y le gustaba lo que oía.
—No crea que mantengo una posición feminista. ¿Me entiende, padre? En las Sagradas Escrituras, no se hace justicia con la mujer, se la desprecia y subestima, relegándola a una condición inferior al hombre. Por el contrario, Jesucristo en su comportamiento y trato con las mujeres fue sumamente respetuoso, desprendiendo deferencia y consideración, no como muchos de sus seguidores. De hecho, Jesucristo jamás discriminó a las mujeres por su condición. En la Biblia, encontramos auténticos paradigmas de sus acciones. Por ejemplo, es a una mujer, María Magdalena, a la que Dios elige para comunicar a los apóstoles el misterio de su resurrección.
»Debemos recordar, padre Donato, la valiente actuación de las mujeres de Galilea que creían en Jesús. Ellas, incluida su madre, a diferencia de los apóstoles, no se escondieron ni se ocultaron durante el tiempo del proceso y posterior crucifixión, en ningún momento renegaron de él, como lo hiciera Pedro, y hasta después del trágico final todas ellas estuvieron a su lado, al pie de la cruz.
»Sin embargo, en el pasado, muchos hombres consideraban que la mujer era un ser sin alma, hasta que por fin —ironizó Agustina—, en el Concilio de Trento, la Iglesia católica tuvo a bien decidir tras una apretada votación, por un solo voto, que las mujeres tenían alma. Esto sí que resultaba paradójico: hasta aquel momento histórico, las mujeres, como madres, engendraban hijos varones, dotados de alma, en sus vientres, pero ellas no la poseían.
»Hoy, la Iglesia católica sigue negando a la mujer la posibilidad de intervenir en las más altas decisiones, restringidas exclusivamente a los hombres. El mundo, en todos los demás casos, ha seguido su evolución natural: hoy existen presidentas, primeras ministras, senadoras… en la mayoría de los países desarrollados, pero el acceso a obispos, cardenales, sacerdotes en nuestra Iglesia está vetado a las mujeres, no digamos ya si hablamos del papa. Pero justo es decir que no debemos acusar solo al catolicismo, existen otras religiones que tampoco han evolucionado mucho más respecto al trato denigrante que contemplan respecto a la mujer.
Donato escuchó las razones de la antigua servidora de Dios para después preguntar:
—¿Cuál es su verdadera misión aquí?
—Somos una comunidad alternativa que lucha en distintos frentes intentando cambiar las arcaicas estructuras del Vaticano —explicó Agustina—. Durante muchos años, hemos estado trabajando en la investigación de hechos concretos. Además, usted debe saber que yo no soy la fundadora, solo la responsable de una Comunidad compuesta tanto de mujeres como de hombres sin ningún tipo de discriminación religiosa. Aquí se encuentran también seguidores de distintas religiones, incluso políticos y profesionales de diversa ideología.
Donato ya había conseguido hacerse una idea de la situación. Le interesaba mucho lo que la hermana Agustina le contaba, pero le urgía conocer los detalles de aquello que le había llevado hasta allí, así que se dispuso a reconducir el tema de la conversación, cuando, de forma imprevista, la exmonja dijo sin rodeos:
—Yo he sido una de las iniciadoras de la Conferencia de Liderazgo de Mujeres Religiosas aquí, en Estados Unidos.
Donato sabía perfectamente a qué se refería la exmonja y conocía las acusaciones que, desde el Vaticano, se dirigían hacia esa asociación de mujeres religiosas. Entre otras cosas, se las culpaba de una defensa del feminismo ultrarradical, de buscar protagonismo, de gravísimas faltas de heterodoxia y de trabajar excesivamente en favor de los pobres.
Pero lo que más molestaba a la Santa Sede era la actitud desafiante de esas religiosas en el tema de la pedofilia ejercida por miembros del clero. Las monjas decididamente se pronunciaron a favor de las víctimas e incluso, ante varios hechos, llegaron a denunciar a los sacerdotes que abusaron de niños, lo que contrastaba con el silencio de sus superiores eclesiásticos.
—Se nos acusaba de todo, cuando solo queríamos ocupar espacios dentro de la jerarquía eclesiástica, pero nos temían y siguen teniendo miedo a una Comunidad que simplemente quiere que se diga la verdad —explicó Agustina—. ¿Sabe usted que el ochenta por ciento de las monjas que hay en Estados Unidos pertenecen a la Conferencia de Liderazgo de Mujeres Religiosas?
—Lo sé —respondió el sacerdote.
—Les molesta que la mayoría de los fieles y la sociedad en general nos apoyen, eso les desestabiliza —agregó la mujer.
—Por eso abandonó la Iglesia —aseveró Donato.
—Eso explica solo una parte de mi decisión, pero ya hablaremos con más detenimiento en otra oportunidad. Simplemente creo que, estando fuera de la Iglesia, puedo hacer más por ella que desde dentro, al no estar sujeta a cumplir órdenes arbitrarias.
Donato no hizo ningún comentario, su confusión iba en aumento en relación con las acciones de la Iglesia de la cual formaba parte, pues mucho de lo que exponía su interlocutora coincidía con lo que él pensaba.
Al terminar la prolongada charla, tuvo la sensación de que se conocían desde hacía mucho tiempo, a pesar de que ese era solo su segundo encuentro. Admiró en silencio la serena belleza de la exmonja, algo que nunca antes le había ocurrido con ninguna mujer.