Francesco Tognetto llegó a media mañana a la residencia de Yonkers para entrevistarse con el joven cura italiano. Debía comunicarle que el curso en Langley se había suspendido indefinidamente y que, por lo tanto, tenía que regresar a Roma.
Esa era la versión oficial que le daría a Cavalieri, pero sabía que este no iba a salir de Estados Unidos. Tognetto servía secretamente a dos posiciones antagónicas de la Iglesia católica, pero solo a una de ellas le era fiel.
En la sala de recepción, le pidió al encargado de turno que le comunicara al sacerdote italiano que el padre Francesco le estaba esperando en el vestíbulo.
El recepcionista se marchó para cumplir con la petición, pero regresó varios minutos después para informarle de que no había podido encontrar a Donato Cavalieri en la residencia.
Una luz de alarma se encendió en su cabeza. Entonces, le pidió al encargado que le acompañara a la habitación de Cavalieri.
La puerta, cerrada pero sin llave, les permitió a ambos acceder y así pudieron comprobar que la habitación estaba vacía y que no había ni rastro del huésped.
Los nervios se apoderaron de Tognetto.
«¿Dónde podrá estar este estúpido italiano?», se preguntaba a sí mismo en silencio.
Interrogó a todo el personal de la residencia, pero nadie le pudo aportar datos sobre el desaparecido.
Solicitó hablar urgentemente con los empleados de otros turnos y, finalmente, lo hizo con el encargado nocturno. Este le manifestó que Donato le había preguntado por otro huésped, el padre Andrés Cabielles, de Asturias, al que, según dijo Cavalieri, había conocido en esa misma residencia.
—Pero es imposible que le conociera —agregó el encargado—, porque el padre Cabielles se marchó de aquí varios días antes de que él llegara a la residencia.
Tognetto le rogó que le relatara detalladamente los hechos. Después de escucharle con atención, analizó lo sucedido. Algo le hacía intuir que uno o más agentes de vete a saber qué organización se habían infiltrado en el recinto. No había signos de violencia en la habitación, lo que hacía pensar que el sacerdote italiano se había marchado por su propia voluntad llevándose todas sus pertenencias.
Esa situación le hacía enfrentarse a un arma de doble filo: el tener que dar explicaciones al Vaticano de manera oficial y a su jefe secreto, John Benton, el obispo que dirigía desde las sombras aquel grupo de religiosos que conspiraban contra los intereses de la Santa Sede.
Pensó que Cavalieri no era el hombre ingenuo y dócil que aparentaba. Ese error de apreciación le colocaba además en una incómoda situación ante sus superiores en Roma.