Tras recorrer parte de los suburbios de Nueva York en la noche lluviosa, el automóvil que conducía Peter Johnson, el chófer del arzobispado, se detuvo frente a lo que parecía ser el edificio de una vieja fábrica abandonada.
—¿Es aquí? —inquirió Donato.
—Sí, padre —respondió Johnson—. Un instante nada más para que nos den la orden de entrar —dijo y comenzó a realizar una serie de destellos con las luces del vehículo a modo de señal.
Desde una ventana del segundo piso de la fábrica, pronto respondieron con la clave lumínica acordada.
—Podemos entrar —dijo el chófer, y reanudó la marcha hasta una puerta lateral de acceso de vehículos que se abrió para que pudieran entrar.
Intrigado por las precauciones, Donato preguntó:
—¿Qué es todo esto?
—Medidas de seguridad, padre —fue la respuesta.
Ya dentro, el cura italiano se apeó del automóvil y miró en derredor. La vieja maquinaria en desuso de lo que parecía ser una fábrica textil abandonada le produjo la sensación de estar viajando al pasado, aunque a cada minuto crecía su desconcierto por la intempestiva y misteriosa forma en que su colega y guía Francesco Tognetto le había hecho llegar hasta ese lugar.
—¿Dónde está el padre Francesco?
—Sígame por aquí —pidió el chófer. Después de recorrer unos metros dentro de la enorme edificación, subieron por una destartalada escalera de madera que conducía a lo que parecía ser la zona de la antigua administración de la fábrica.
Había una tenue luz dentro del despacho en el que entraron.
—Tome asiento —le indicó el chófer Johnson.
—Gracias, estoy bien así —dijo el cura.
Unos minutos después, una puerta ubicada al fondo del despacho se abrió y alguien a quien Donato ya conocía entró en el recinto. Alguien a quien el cura italiano jamás habría pensado encontrar en ese lugar.
Allí, frente a él, estaba Andrés Cabielles, el presunto sacerdote asturiano que, con ese nombre y apellido, se le había acercado en la residencia de Yonkers intentando entablar una conversación.
—¿Dónde está el padre Tognetto? —preguntó Donato.
—Aquí no le verás y él tampoco sabe que tú estás aquí con nosotros para conversar. Por otro lado, no temas, aquí nada malo te ocurrirá, solo queremos conversar contigo —dijo el presunto Andrés Cabielles.
Donato no sentía ningún temor, solo le intrigaba saber quién era y qué quería de él ese hombre que se había presentado con el nombre de otro y que después había reaparecido en su propia habitación.
—¿Quién eres y qué haces aquí? —le preguntó en tono imperativo al hombre.
Su interlocutor le miró durante unos breves instantes, para después contestarle con calma.
—No estoy aquí para hacerte daño —repitió—, solo estamos aquí para advertirte del peligro que corres…
—¿Peligro? ¿Por qué motivo crees que estoy en peligro? —dijo, mientras la tranquilidad que había mantenido hasta ese momento se iba transformando en desconfianza.
—Por asuntos relacionados con tu hermano —fue la respuesta del hombre.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, aunque no le impidió hablar con firmeza.
—¿Qué es lo que tiene que ver con mi hermano? ¿Quién eres tú?
—Tranquilízate y escucha —dijo el recién llegado—, es largo de contar. No había otra forma de acercarnos a ti sin despertar sospechas. Fuera de la residencia de Yonkers todos tus movimientos están siendo controlados, incluso te están vigilando con sofisticados medios tecnológicos.
—¿Quiénes me vigilan? ¿Por qué lo hacen?
—Todo tiene que ver con las investigaciones secretas que realizaba tu hermano —empezó a explicar el desconocido—, diferentes servicios de inteligencia y otras…, podría decirse, congregaciones cristianas están sobre tus pasos.
—Antes de que sigas hablando…, ¿quién eres tú y por qué debo creerte? —volvió a preguntar el italiano.
—Tienes razón. Sí soy español y he sido sacerdote, pero he tenido que adoptar la identidad de otra persona para poder acercarme a ti. Mi nombre es Rafael Menéndez y trabajo para una comunidad cristiana.
Ante las muestras de incredulidad de Donato Cavalieri, el hombre comenzó a narrar el motivo que le había llevado hasta allí. El italiano optó por dejarle hablar para poder ir extrayendo sus propias conclusiones.
El que se presentaba ahora como Rafael Menéndez le contó que, desde la muerte de su hermano, Donato y sus padres habían estado siempre discretamente vigilados. El objetivo era llegar a obtener el informe secreto que se presumía oculto en algún lugar y que creían que podía encontrarse en poder de la familia del sacerdote fallecido. Para muchos, en esa serie de documentos se encontraba la verdad de varios secretos que la Iglesia católica había tratado de ocultar a lo largo de muchos años.
—¿Quiénes nos vigilaban? —inquirió el sacerdote a su interlocutor.
—Acabaríamos antes si te dijera quiénes no lo hacían. Los norteamericanos, los rusos, los ingleses, los israelíes e incluso, como ya te he dicho, algunas organizaciones religiosas —respondió el aludido.
—Cuando murió mi hermano yo era un niño. Al poco tiempo ingresé en un convento… ¿Cómo iba a saber algo sobre sus investigaciones?
Quien ahora se llamaba Rafael Menéndez se tomó su tiempo para responder; sabía que lo que le iba a revelar provocaría una enorme conmoción en el sacerdote italiano.
—Mira…, es verdad que cuando murió Camillo tú eras todavía un niño, luego tuviste que marcharte lejos de tu familia para estudiar en el convento. Tu madre estaba muy delicada por la angustia que le produjo la muerte repentina de tu hermano y tu padre la cuidaba día y noche, no había más familia que vosotros tres… Por eso comenzó la coacción…
—¿Qué insinúas? ¿A qué coacción te refieres? —preguntó atropelladamente Donato.
—A la que distintos grupos ejercieron sobre tus padres tratando de obtener los informes sobre varias investigaciones secretas de Camillo. Estaban seguros de que ellos eran los depositarios últimos de esos documentos —aclaró con rudeza el interrogado.
Un dolor agudo en el estómago casi le cortaba la respiración, pero el ansia por conocer todos los detalles era más fuerte.
—¿Coaccionaron a mis padres? —dijo con voz trémula.
—De mil maneras. Revisaron cientos de veces la finca familiar en busca del informe y no lo obtuvieron, allí no estaba. Además, y esto debo decírtelo, te usaron a ti para someterles a mayor presión, pues le dijeron a tu padre que, si revelaba o denunciaba a la policía estas acciones, tomarían represalias contra ti y que de nada le valdría sacarte del convento, ya que estabas siendo vigilado constantemente. Solo mientras él guardara silencio, tú estarías a salvo.
Mientras escuchaba al hombre, Donato recordaba aquel temor de su padre, que nunca había entendido, cada vez que iba a visitarle al convento. Le acosaba con preguntas sobre si alguien desconocido le había ido a ver, le recomendaba que no hablara con ningún extraño que viniera del exterior y le prevenía sobre mil cosas más que el joven jamás había logrado comprender. Ahora todo parecía tener sentido.
—Sacarte del convento no solucionaba nada —agregó el hombre—. Tu madre, postrada en una cama y sin poder pedir ayuda a nadie, era la clave del acoso. ¿Dónde habría podido esconderte y con qué medios contaba para hacerlo? Lógicamente, tu padre decidió guardar silencio para así poder protegerte.
—¿Cómo sabes tú todo esto?
—Cada cosa a su tiempo —fue la respuesta de Menéndez—. Si quieres saber si las personas a las que represento están relacionadas con el acoso y la intimidación a tu familia o con la muerte de tu hermano, te aclaro que nada han tenido que ver. El conocimiento de esos hechos parte de la investigación que hemos estado realizando durante muchos años.
Donato paseaba nervioso por la habitación. Tenía muchas dudas, pero al mismo tiempo ese hombre parecía conocer detalles reales sobre su familia. Decidido, se atrevió a preguntar:
—¿Quiénes sois vosotros y qué pretendéis de mí? ¿Sabéis quién asesinó a mi hermano?
—Yo solo soy el encargado de establecer el contacto inicial. Para encontrar esas respuestas, deberás hablar con personas que están muy por encima de mí y desean hablar contigo —le contestó el hombre.
—¿Por qué has dicho que mi vida corre peligro? —inquirió de nuevo el sacerdote con aparente calma.
—Porque hay muchas personas que consideran que tú eres el depositario del informe de tu hermano y, para obtenerlo, serían capaces de cualquier cosa, incluso de llegar a extremos inimaginables…
—¿Y por qué habría de creer que vosotros no buscáis lo mismo por medios aparentemente menos violentos? —le cortó Donato.
—Porque, efectivamente, sí buscamos el informe, pero para desvelar ciertos secretos que se ocultan en el Vaticano y en Estados Unidos, nunca para hacerte daño a ti o al resto del mundo.
—Y por eso yo debo creer en vosotros… —señaló el joven.
—Mira, no perdamos más tiempo. Hay varias personas que deben hablar contigo. Si quieres llegar a la verdad y saber quiénes asesinaron a tu hermano, tienes que venir conmigo hasta cierto lugar…
—Yo de aquí voy a salir para volver a la residencia de Yonkers. Además, tengo la intención de informar de todo esto a mis superiores —añadió con firmeza el italiano.
Menéndez se levantó de su asiento y, con tono conciliatorio, le dijo:
—Bien, estás en tu derecho, pero si te marchas ahora nunca podrás conocer lo que realmente le ocurrió a tu hermano y tampoco distinguir a los que son amigos de los que son enemigos.
—A los enemigos empiezo a conocerles… Los tengo delante de mí ahora —dijo ya sin temor Donato—. En cuanto a mis amigos, los tengo identificados —concluyó.
La respuesta de Menéndez fue contundente.
—Muchas de las personas que están a tu alrededor y otras que dicen ser amigos no son lo que parecen o dicen ser…
—Exactamente como vosotros, que me traéis con una mentira y me contáis una serie de historias fantásticas que no se sostienen por ningún lado —replicó ahora con cierta ironía Donato.
El presunto Rafael Menéndez dijo en tono conciliador:
—Para poder contactar contigo, hemos arriesgado mucho. No había forma de acercarnos a ti si no era de esta manera —indicó el español—. Como ya te he explicado, te vigilan. Tú decides: vienes conmigo ahora o no podremos volver a establecer contacto nunca más.
—¿Qué puedo aportaros en todo esto?
—La confirmación de ciertas informaciones que aún no están claras. Digamos que realizaríamos un intercambio de datos.
—Yo no tengo los informes de mi hermano, y ni siquiera tengo constancia de si realmente existen.
—Eso lo sabemos. Si los tuvieras, ya habrías hecho algo con ellos para limpiar su honor en relación con la injusta acusación —aseguró Menéndez.
—Vosotros también habéis estado controlando mis pasos —subrayó el joven sacerdote.
—Es verdad, lo llevamos haciendo desde hace mucho tiempo, primero en Roma y ahora aquí. Hemos seguido todos tus pasos, pero no te preocupes, nunca hemos pensado en hacerte daño. De haberlo querido así, podíamos haberlo hecho en cualquier momento, pero esa no es nuestra intención —le tranquilizó el español.
Miles de pensamientos se agolpaban en la cabeza de Donato. ¿Qué hacer? ¿Creer en lo que ese desconocido le decía y seguir su juego? «En definitiva —pensó—, no estoy aquí para realizar ese curso en Langley. Mi verdadera intención es descubrir quién asesinó a mi hermano y restituir su nombre y su honor». Sabía que eso conllevaba asumir ciertos riesgos.
—¿Creerías más en nosotros si te dijera que pertenecemos a los Legionarios de Cristo o al Opus Dei? —preguntó el visitante.
Donato tenía muy claras sus ideas respecto a esos grupos y no vaciló en responder:
—Si me dices que sois parte de uno de esos grupos, ni me acercaré a vosotros.
—Puedes estar tranquilo, no tenemos nada que ver con ellos.
—De todos modos, no. No iré con vosotros. Todo es demasiado confuso e ilógico, no me inspira ninguna confianza la gente que se esconde entre las sombras y no se muestra como realmente es… —le espetó el sacerdote italiano.
—No hay más que hablar, has tomado tu propia decisión —respondió su interlocutor mientras caminaba en dirección al cura italiano—. Habría sido muy conveniente que aceptaras nuestra invitación y nos acompañaras a resolver todo esto…, pero no nos dejas alternativa.
Donato no tuvo tiempo de reaccionar cuando los dos hombres le sujetaron con fuerza por detrás y sintió en su cuerpo el pinchazo de una aguja que le traspasaba la ropa. Intentó una débil defensa, pero rápidamente sintió que las fuerzas le abandonaban; la visión se le nubló y cayó desvanecido.
—Está inconsciente, no perdamos tiempo, saquémosle de aquí —ordenó uno de los hombres.
En ese instante Menéndez preguntó:
—¿No se les habrá ido la mano con la dosis? En tal caso, seré yo quien deba dar explicaciones por vosotros.
—No, el médico dijo que era la cantidad correcta para desvanecerle sin consecuencias. Estará bien —dijo uno de los hombres del grupo.
—Hemos fallado tratando de convencerle, espero que en la sede logren ponerle de nuestro lado… Nunca habría querido tener que emplear este método de pincharle y llevárnoslo a la fuerza —dijo Menéndez como disculpa.
Lo cargaron entre varios y salieron de la habitación. Lo sacaron de la fábrica y lo subieron a un vehículo que tenían preparado para irse del lugar. Menéndez y un ayudante colocaron el cuerpo del joven sacerdote en el asiento posterior. Luego, partieron rápidamente hacia una dirección ya predeterminada.
Llevaban más de media hora de viaje cuando Donato comenzó a dar signos de volver en sí. Abrió los ojos y tardó en darse cuenta de que estaba en el asiento trasero de un automóvil.
Casi sin levantar la cabeza, vio que dos hombres viajaban en la parte delantera del vehículo, el chófer y un acompañante que, en medio de su somnolencia, no podía identificar. La mente del sacerdote italiano trabajaba febrilmente tratando de entender su situación.
—Donato, ya sabemos que estás despierto. Nadie te va a hacer daño —dijo Menéndez desde al asiento delantero.
—Claro, nadie me hará daño; eso ya lo escuché y mira cómo estoy…
—Tranquilo. Era la única forma de que nos acompañaras. Todo esto es por tu bien…
—¿Por mi bien utilizáis la fuerza? Esto es un secuestro en toda regla —contestó Donato.
—Te pido disculpas. Ya te darás cuenta de que no tenemos más intención que ayudarte y conseguir que tú nos ayudes.
—Pero ¿adónde me lleváis? —preguntó con decisión.
—A que puedas conocer toda la verdad de lo que está sucediendo a tu alrededor. Te reitero que nadie te hará ningún daño. Bueno —recapacitó Rafael Menéndez—, al menos nadie volverá a emplear un método tan extremo. Con nosotros estarás seguro.