Por la mañana temprano, un conductor de la archidiócesis recogió a Donato en la finca de la avenida Seminary para llevarle a realizar un pequeño recorrido por la ciudad de Nueva York.
Desde el camión de reparaciones eléctricas, se transmitió la información de la partida del cura visitante. El control pasaba a otra fase.
Desde el cielo observaban los pasos de Donato Cavalieri, y no se trataba precisamente de algo celestial. El seguimiento de sus pasos comenzaba a realizarse desde un satélite.
Dentro del automóvil, el sacerdote italiano inició una animada conversación con Peter Johnson, un afable joven neoyorquino que trabajaba como guía de la ciudad y era uno de los responsables de llevar a recorrer Nueva York a los visitantes que recibía la archidiócesis.
—¿Es su primer viaje a Estados Unidos? —preguntó Peter a su pasajero.
—Sí, es la primera vez —respondió el aludido.
—Pues, en el escaso tiempo del que disponemos, procuraré mostrarle lo más interesante de la ciudad —dijo sonriendo el conductor.
—No se preocupe, solo deseo conocer la catedral de San Patricio. No tengo tiempo ni días disponibles para recorrer más lugares de Nueva York.
El resto del trayecto lo realizaron en agradable conversación. Cada cierto tiempo, Donato preguntaba algo de su interés y el conductor le contestaba haciendo una extensa demostración de sus conocimientos como guía turístico.
Todos los movimientos del vehículo eran visualizados desde las instalaciones de lo que podría haber sido anteriormente un hangar aéreo, situado a las afueras de Nueva York. El citado hangar contaba con un sofisticado equipamiento de última tecnología, como unas pantallas gigantescas que iban siguiendo al automóvil, a la vez que indicaban la posición de latitud y longitud.
Un grupo de técnicos observaba las pantallas y, desde un panel de control, se cambiaba el uso de distintas cámaras de televisión, alternando imágenes tomadas desde tierra o desde el espacio.
Dentro del hangar, en un despacho alejado del centro de recepción audiovisual, dos hombres impecablemente vestidos con trajes oscuros discutían los pasos que seguirían.
El que estaba a cargo de la vigilancia le planteaba una duda a quien era su jefe inmediato.
—No entiendo qué quieren hacer con este sacerdote italiano…
—La orden es controlar todos sus movimientos, es todo lo que debe hacer, además de informarme puntualmente de todos sus desplazamientos —puntualizó Frank Rossetti, el enlace entre la CIA y la Santa Sede.
—Estamos descuidando otros casos importantes por registrar los movimientos de un solo hombre.
—Estoy de acuerdo, pero el control sobre este sacerdote es absolutamente prioritario sobre cualquier otro caso en el que estemos trabajando —apuntó Rossetti a su interlocutor.
Desde la sala de control, uno de los operadores, después de verificar las imágenes que se recibían en una de las pantallas, comunicó que Donato Cavalieri ya se encontraba delante de la catedral de San Patricio, ubicada en la Quinta Avenida, entre las calles 50 y 51, frente al Rockefeller Center de la ciudad de Nueva York.
El teólogo italiano se olvidó por unos instantes de sus preocupaciones y, antes de pasar al interior, se detuvo a observar las líneas góticas de la hermosa catedral construida en 1865. Desde tan cerca, le era imposible visualizar por completo la grandiosidad de la edificación, con sus torres de cien metros de altura.
No tardó mucho tiempo en entrar y, ya dentro, se arrodilló para rezar. Luego se dedicó a recorrer el interior entre una cantidad de turistas y feligreses que hacían sus oraciones con recogimiento. Mientras realizaba la visita, recordó que entre 1927 y 1931 la catedral fue reformada con la ampliación del santuario y la instalación del órgano.
Sus pasos eran vigilados en todo momento por una pareja compuesta por un hombre y una mujer que aparentaban ser unos despreocupados turistas que, como él, estaban interesados en visitar el interior de la catedral.
Después de un tranquilo paseo de más de una hora, Donato decidió marcharse.
Cruzó la Quinta Avenida y se detuvo un momento a admirar el Rockefeller Center.
Después volvió sobre sus pasos y, atravesando la calle 51, llegó a la avenida Madison, donde le esperaba Peter Johnson junto al automóvil.
—¿No quiere conocer la Zona Cero, dónde se levantaban las Torres Gemelas? —le preguntó el conductor.
—No, muchas gracias —respondió—. Prefiero volver a Yonkers.
En el trayecto de regreso, el seguimiento realizado a través del satélite se volvió a poner en marcha.
Al llegar a la residencia para visitantes extranjeros de la archidiócesis, Donato se despidió amablemente de Peter, el conductor, y entró en el recinto. Ya casi era la hora del almuerzo. Subió a su habitación y, en poco tiempo, se presentó en el comedor.
Buscó una mesa junto a la gran ventana que daba a la parte de atrás del edificio. La frondosa arboleda que rodeaba el recinto y la maleza mal cortada daban al lugar un cierto aspecto lúgubre.
En el amplio comedor, Donato pudo observar a distintas personas que llegaban y ocupaban las mesas; muchas de ellas parecían conocerse y conversaban animadamente entre sí.
Él no conocía a nadie. Trató de adivinar las procedencias de algunos de los hombres que allí se iban congregando. Los integrantes de un pequeño grupo eran jóvenes y hablaban en francés, por lo que intuyó que serían seminaristas en viaje de estudios. Pronto el lugar se encontró lleno de personas que hablaban en diferentes idiomas.
El encargado y tres ayudantes iban por las mesas apuntando las peticiones de los comensales. Donato leyó el menú del día, indicó a uno de ellos lo que iba a comer y luego se dispuso a esperar con paciencia a que le trajeran el almuerzo.
Se puso a mirar por la ventana sin darse cuenta de que un hombre se había acercado a su mesa.
—Discúlpeme —dijo el recién llegado—, no quedan sitios libres en el comedor… ¿Le molestaría que compartiera la mesa con usted?
El sacerdote italiano levantó la mirada y se encontró con un sonriente joven de unos treinta años.
—No…, no me molesta, en absoluto —fue su respuesta automática—. Siéntese.
—Antes de nada, me voy a presentar. Soy el padre Andrés Cabielles, español, y estoy hospedado aquí —dijo mientras le extendía la mano.
—Encantado, soy el padre Donato Cavalieri, italiano.
Pronto congeniaron y comenzaron a conversar animadamente. El español le contó que era de Asturias y que acababa de llegar a Nueva York en viaje de trabajo para la edición de un libro sobre las reliquias sagradas que se guardan en la catedral de Oviedo, entre las que se encontraba el Santo Sudario que envolvió el rostro de Jesucristo. El italiano solo le comentó que estaba allí para realizar un curso, y no agregó nada más.
La conversación se fue extendiendo y, cuando estaban tomando el café, se dieron cuenta de que eran los dos últimos comensales que quedaban en el comedor.
—Ha sido una conversación muy amena. El tiempo ha transcurrido casi sin darnos cuenta —comentó el español—. Deberíamos continuarla antes de que te marches a Virginia.
Donato sintió un leve cosquilleo en el estómago. A lo largo de la conversación no había mencionado que su curso sería en Virginia. De cualquier manera, guardó silencio.
Después de despedirse del español, el sacerdote italiano se retiró a su habitación. Se recostó en la cama y cerró los ojos lentamente, el cambio de hora entre Roma y Nueva York aún le seguía afectando.
Tres horas después llegó Francesco Tognetto para iniciar el primer día de trabajo, pero además traía la noticia de que el comienzo del curso de claves y comunicaciones se había retrasado sin que las autoridades de la CIA les hubieran explicado los motivos.
—¿Qué puede haber sucedido? —preguntó Donato con desilusión.
—No lo sé. Realmente no lo entiendo —respondió el padre Tognetto—. Además, una buena fuente me ha informado de que ya están aquí alumnos de varios países para realizar este curso de actualización.
—¿Lo han suspendido definitivamente o solo han pospuesto el inicio? —volvió preguntar el joven teólogo.
—Según ellos, será simplemente por unos días y nos avisarán muy pronto.
—No deja de ser extraño este retraso…
—¿Por qué lo dices? —le preguntó Francesco Tognetto.
—Están jugando con el tiempo de mucha gente. Es difícil de entender que lo retrasen cuando alumnos de distintos países ya han llegado.
—Desde ese punto de vista, tienes razón —asintió Francesco—. De cualquier manera mañana trataré de averiguar qué sucede.
—Bien, si te parece vamos a cenar —propuso Donato.
—Disculpa, pero como ahora tendremos más días para trabajar juntos, no es necesario que comencemos hoy —explicó el cura instructor—. Ha venido mi hermano desde Italia a visitarme y pensaba pasar un rato con él esta noche.
—Por mí no hay problema —se apresuró a comentar Cavalieri—. Atiende a tu hermano y mañana nos vemos.
—No, lo que quería decir es que nos acompañes a cenar fuera de aquí, si no te molesta —puntualizó su colega.
—Te agradezco la invitación, pero vosotros tendréis mucho de qué hablar, asuntos de familia, y a mí no me gustaría resultar inoportuno.
—Te estoy invitando de todo corazón. Me encantaría que aceptaras venir con nosotros —reiteró Tognetto.
—Te lo agradezco enormemente, pero prefiero cenar aquí y acostarme temprano. Mañana hablaremos.
—Todavía te sigue afectando el cambio de horario —sonrió el instructor—. Descansa y mañana nos vemos. Espero poder darte mejores noticias entonces.
Se despidieron y Donato se dirigió al comedor, en el que había muchas menos personas que a la hora del almuerzo.
Instintivamente, trató de encontrar a Andrés Cabielles, el español con el que había comido ese mediodía, pero no le vio entre los comensales. Aún le seguía pareciendo extraño el hecho de que el sacerdote asturiano supiera que él iba a hacer un curso en Virginia, cuando en ningún momento se lo había comentado.
Después de cenar, se bebió un café que le pareció insípido y, con paso cansino, se encaminó a su habitación. Ya dentro, sin desvestirse, se recostó en la cama para pensar. Le parecía incongruente el cambio de última hora y, por más que le daba vueltas, no conseguía descubrir una razón lógica para el retraso del curso.
Cuando se disponía a meterse en la cama, unos leves golpes en la puerta de su habitación le sobresaltaron.
—¿Quién es? —preguntó elevando la voz.
Nadie respondió. Se acercó a la puerta y volvió a preguntar.
Solo escuchó algo muy similar a un débil murmullo. Esperó unos instantes y decidió abrir la puerta. No había nadie delante de su habitación; salió al pasillo y pudo vislumbrar, en medio de la débil luz que apenas iluminaba el lugar, la figura de un hombre que desaparecía rápidamente en un corredor a varios metros de donde él se encontraba. Le pareció que esa persona podría ser el sacerdote español, Andrés Cabielles, aunque no se habría atrevido a asegurarlo.
Para salir de dudas, cerró la puerta de su dormitorio y se dirigió a la recepción de la residencia.
El lugar se encontraba desierto. Delante del amplio mostrador de la recepción, se dispuso a esperar a que alguien llegara. Minutos después, del despacho ubicado a un lado de la puerta principal de acceso al edificio vio salir a uno de los encargados.
—Buenas noches, soy el padre Cavalieri, necesito hacerle una consulta…
—Claro, padre, lo que necesite. Dígame —respondió con cortesía el hombre.
—Quisiera saber en qué habitación se encuentra el padre Andrés Cabielles, un sacerdote que ha venido de España…
—Si aguarda unos instantes, revisaré en el registro de huéspedes —le indicó el encargado, mientras pasaba detrás del mostrador y se disponía a buscar en un ordenador la información solicitada.
—¿Cuál es el nombre?
—Andrés Cabielles —confirmó Donato a su interlocutor.
Después de buscar y volver a revisar con detenimiento, el encargado le respondió:
—Lamento informarle de que no tenemos a nadie registrado con ese nombre y apellido…
—Eso es imposible, hoy al mediodía he almorzado con él —aseguró con asombro el cura italiano—. ¿Cualquier persona puede almorzar aquí sin estar hospedado?
—No, no se trata de un servicio de restaurante para el público en general, es un servicio exclusivo para los huéspedes de la residencia. Déjeme revisarlo de nuevo por si acaso —pidió el encargado.
Después de volver a comprobar el registro de huéspedes, señaló:
—Aquí está, lo he encontrado. —Comenzó a leer la ficha con los datos—: Padre Andrés Cabielles, oriundo de Asturias, España, habitación 123…
—¿Se encuentra ahora en la residencia? —le preguntó Donato Cavalieri.
—Mmm… Hay un problema… —dijo el encargado mientras leía en la pantalla del ordenador—. El padre Andrés Cabielles regresó a España hace cuatro días. Ha estado aquí hospedado, pero, como puede ver, ya no lo está. Es que por aquí desfila tanta gente entre quienes se hospedan o vienen solo a comer durante el día que la mayoría pasa inadvertida para quienes trabajamos aquí —agregó el encargado.
Donato no podía disimular su sorpresa, pero prudentemente prefirió no hacer más comentarios. Le dio las gracias al empleado y se marchó hacia su habitación.
Miles de pensamientos se agolpaban en su cabeza. Nada parecía tener sentido. Anduvo por el desierto corredor y, al entrar en su dormitorio, intentó encender la luz presionando el interruptor varias veces, pero parecía no funcionar. Casi a tientas, se dirigió a la mesilla de noche, junto a su cama, y logró encender la lámpara.
Se disponía a descansar cuando volvió a escuchar unos leves golpes en la puerta de la habitación. Abrió sin recelos para encontrarse con el rostro conocido de Peter Johnson, el joven chófer y guía que tan amablemente le había llevado a conocer la catedral de San Patricio.
—Buenas noches, padre Cavalieri. Ha habido una contraorden urgente del padre Francesco Tognetto y debe acompañarme ahora. Él nos espera cerca de aquí.
—Pero ¿qué sucede? —inquirió Donato.
—No lo sé, pero parece grave —respondió el chófer.
—Aguarde, le llamaré para saber qué ocurre…
Peter Johnson le detuvo.
—No, padre, por teléfono ni una palabra. Ya le explicará Tognetto —dijo, y agregó—: Me ha dicho que lleve su equipaje, sus notas y que salgamos de aquí sin que nadie lo note. Es por su seguridad…
A Cavalieri le pareció algo extraño todo, pero hizo lo que le pedía Francesco Tognetto. Ya tendría tiempo de preguntarle el motivo de tanto misterio. Sus razones tendría, pensó, y rápidamente preparó su maleta y sus notas, y acompañó al chófer-guía, quien le condujo por una puerta lateral del edificio para que nadie se percatara de su salida.