En una sala de un edificio cercano a la Santa Sede, el obispo norteamericano John Benton y un seglar mantenían una conversación privada. El obispo paseaba de un lado a otro de la habitación, parecía no poder controlar los nervios.
—Donato Cavalieri ya está en Estados Unidos —comentó el obispo preocupado.
—Ya lo sé, monseñor, no lo hemos podido evitar.
—Demasiados inútiles a nuestro alrededor —sentenció Benton.
—Disculpe —dijo el seglar con cierto tono servil—, pero la orden para que asistiera a ese curso venía de muy arriba. Nadie habría podido impedirlo.
—Las «órdenes desde arriba» no las puede dar un inepto como Franco Moretti —apuntó el obispo ya fuera de sí.
—Cuenta con la plena confianza de Su Santidad —se justificó su interlocutor.
—Escuche, se lo estoy diciendo a usted para que me aporte soluciones, no para que justifique las acciones de gente que no piensa como nosotros —le espetó despectivamente John Benton.
—Perdone, monseñor…
—Basta de pedir disculpas y de servilismos absurdos —le recriminó tajante el norteamericano mordiendo sus propias palabras—. Necesitamos ir por delante en nuestras acciones… Prepare una reunión de urgencia con nuestra gente esta misma noche, y que no sea en el sitio de siempre. Busque una alternativa.
—Se hará como usted disponga… —manifestó el seglar, con intención de retirarse a cumplir lo encomendado.
—Otra cosa —indicó el obispo—, necesitamos acelerar la campaña contra el secretario personal de Franco Moretti por el tema que usted ya sabe. Debemos dejar que se extienda el rumor de su imperdonable desliz, pero sin que se haga público, basta que sea conocido por el entorno de Su Santidad.
—Ya hemos elaborado pruebas concluyentes. No tendrá más remedio que renunciar a su cargo —añadió el aludido.
—Bien —susurró Benton en voz baja—. A su jefe le va a ser muy difícil explicar por qué lo sigue respaldando.
El obispo se quedó solo en la sala. Mientras repasaba la conversación que acababa de mantener, su ira iba en aumento.