Donato Cavalieri había heredado el carácter justiciero de su hermano Camillo y también su enorme solidaridad hacia los desamparados. Su vehemencia le había generado más de un problema con sus superiores en los primeros años de sacerdocio.
Un día, en su Nápoles natal, poco tiempo después de ordenarse como sacerdote, el joven, vestido con sotana, caminaba por un barrio situado en la periferia de la ciudad. Anochecía y el padre Cavalieri regresaba al monasterio después de atender la confesión de un enfermo. De algún lugar surgió una mujer que, en evidente estado de angustia, sollozaba y le pedía auxilio.
El cura la sujetó entre sus brazos.
—¿Qué te sucede, hija mía?
—Padre, ayúdeme, se lo suplico… —pidió ella desfallecida.
—Cálmate, cálmate… ¿Qué te ocurre?
Con la voz entrecortada por el llanto, la mujer le contó que era de origen peruano, que había llegado a Italia con la promesa de un trabajo como empleada de hogar.
En Lima, su ciudad natal, una supuesta agencia de empleo seleccionaba jóvenes mujeres agraciadas para enviarlas a Italia con un contrato de trabajo en alguna provincia de ese país, ya fuera como servicio doméstico o dependientas en supermercados o boutiques.
Pero todo era una trampa, al llegar a Italia la realidad era otra. El trabajo no existía. Nada más entrar en el país se les quitaba el pasaporte y, bajo amenazas y violencia física, las obligaban a prostituirse.
La red de trata de blancas era muy extensa y estaba compuesta por hombres y mujeres de diferentes nacionalidades que ejercían un control estricto tanto de día como de noche sobre las jóvenes engañadas. Fue un caso muy comentado en Nápoles. Donato, por su cuenta, se enfrentó a los jefes de la organización delictiva y, con ayuda de unos policías amigos, liberó a la mujer y a otras jóvenes que estaban en manos del grupo de proxenetas.
No consultar su iniciativa le generó problemas ante sus superiores por actuar sin autorización del clero.