Años después monseñor Franco Moretti viajó en misión oficial reservada a Langley, Virginia, para reunirse con Frank Rossetti, un subdirector adjunto de la CIA, descendiente de italianos, que se encargaba de las relaciones con la Santa Sede.
Ambos hombres mantenían una magnífica relación y su comunicación era fluida y afable. Todo acuerdo o convenio, antes de pasar a sus superiores jerárquicos, era consensuado entre ellos.
En esta ocasión, iniciaron una animada conversación sobre algunos asuntos de interés mutuo, hasta que Moretti encontró el momento oportuno para hacerle una pregunta delicada a su colega.
—Frank, en la confianza que nos une, quiero preguntarle por un tema confidencial…
—Monseñor —le interrumpió el subdirector, esbozando una amplia sonrisa—, todo lo que nosotros hablamos es confidencial. Puede hacerlo con toda tranquilidad.
—No me ha dejado terminar, quería decirle que es confidencial entre usted y yo, al margen de la intervención de nuestros jefes —aclaró el enviado del Vaticano.
—Disculpe que le haya interrumpido, pero pregúnteme lo que quiera, esta es una conversación entre amigos —se disculpó Rossetti.
Moretti respiró profundamente antes de entrar en materia; estaba pisando terreno peligroso…
—Frank, ¿recuerda el caso de Camillo Cavalieri, el sacerdote que desapareció y, al cabo de unos cuantos días, encontraron muerto?
El gesto del interrogado se contrajo.
—Sí, claro. Ocurrió hace algún tiempo…
—Sí —respondió Moretti—. Me gustaría, si conoce el asunto, saber cuál es su opinión personal sobre lo ocurrido.
El silencio era elocuente. El espía americano se sentía incómodo.
—No conozco con tanto detalle lo que ocurrió como para poder opinar… Pero ¿por qué me lo pregunta? ¿Tiene alguna sospecha?
—No, no. Se lo pregunto porque, como experto en estos temas, tal vez podría orientarme un poco —aclaró el agente del Vaticano al observar la reacción de su interlocutor.
Cada gesto, cada palabra del hombre de la CIA estaban siendo sopesados por Franco Moretti, y lo que veía y escuchaba de su colega americano le gustaba cada vez menos.
—Monseñor, hablemos claramente. Usted no me está pidiendo mi opinión personal. Dígame sin rodeos qué es lo que quiere saber —le instó Frank Rossetti.
—Bien —respondió el mensajero de Roma—, sin rodeos. ¿Cuál era el interés de la CIA por Camillo Cavalieri? ¿Por qué nos pidieron que les enviáramos precisamente a ese teólogo y no al otro que les habíamos propuesto?
—Porque Cavalieri era el mejor —se apresuró a responder Rossetti.
—Vamos, Frank, ahora es usted quien no me está contestando sinceramente —apuntó el italiano—. ¿Cómo sabían de su trabajo si todo lo que hacía era secreto?
El agente de la CIA bebió un último sorbo de café para después puntualizar:
—A ver si estoy en lo cierto. ¿Ustedes piensan que nosotros tenemos algo que ver con la muerte de su teólogo?
—Yo no he dicho eso —aclaró Moretti—, solo he preguntado cuál era el interés de la CIA por Cavalieri, y usted no me está respondiendo a esta cuestión.
—Monseñor, esta conversación no debería haber existido nunca. Creo que está interfiriendo en nuestras buenas relaciones.
—No entiendo que intentar conocer el interés de la CIA por nuestro teólogo pueda ser una ofensa. Frank, es usted demasiado susceptible.
El aludido se levantó de su asiento y paseó por el amplio despacho. Después, se acercó a Moretti, que seguía sentado.
—Monseñor, nosotros siempre somos leales con nuestros aliados. No hemos tenido nada que ver con la muerte del teólogo —afirmó—. Le voy a proporcionar una prueba de nuestra lealtad.
Moretti permanecía muy atento a cada palabra de su interlocutor.
—Tenemos plena confianza en que la colaboración que hemos iniciado será determinante en muchos aspectos, monseñor. Ahora, voy a entrar en detalles —anunció Rossetti.
El espía comenzó a explicar los frentes comunes que la Santa Sede y Estados Unidos tenían abiertos en diferentes partes del mundo. Habló del comunismo ateo, de la Unión Soviética, de Polonia, de Praga, de la Guerra Fría, del marxismo, así como de la proliferación de armas en países enemigos de la libertad y la democracia donde ellos, los norteamericanos, junto con la Iglesia católica, representaban el último bastión de defensa de la libertad.
El enviado papal estaba atónito. Se encontraba escuchando la más vulgar y reiterada explicación sobre los peligros del «demonio rojo» que intentaba dominar el mundo. Se armó de paciencia y, con fingido interés, siguió escuchando al agente de la CIA.
—Además, amigo Moretti, estamos juntos en esto, somos aliados y nosotros siempre protegemos a nuestros aliados —indicó el espía americano—. En definitiva, lo estamos haciendo así, y usted lo sabe.
—¿A qué se refiere? —preguntó ahora con interés el agente del papa.
—No creo que usted sea ningún ingenuo, estimado amigo —dijo el norteamericano con gravedad—. Hemos ocultado la mayoría de las denuncias sobre abusos sexuales de sus sacerdotes en todo el territorio de nuestro país. Algunas se han filtrado, pero son las menos. Además, y esto es lo más importante, nuestro gobierno está dispuesto a otorgarle inmunidad al papa en los juicios contra la Santa Sede por este o cualquier otro motivo.
»Como usted sabrá, las acusaciones se hacen contra el abusador y también contra quien le colocó en un cargo en alguna diócesis y, en este caso, ese es su jefe, Su Santidad —subrayó Rossetti—. El Tribunal Supremo establece que todos los tribunales de Estados Unidos están supeditados a él en todos los casos en los que se otorga la inmunidad por parte del gobierno.
»Nuestros fiscales ya han declarado que el papa, como jefe del Estado Vaticano, disfruta de inmunidad. Permitir que se siga alguna demanda contra él es incompatible con los intereses políticos internacionales de Estados Unidos —indicó Rossetti, para después agregar—: Nosotros, como puede constatar, protegemos a quienes son nuestros aliados y amigos. Intentamos no permitir que se produzcan acusaciones en su contra.
Franco Moretti comprendía perfectamente a su interlocutor; no estaba hablándole en tono confidencial o amistoso, le estaba haciendo una advertencia.
Le quedaba claro que ya no podría volver a hablar con él sobre Camillo Cavalieri. Mantener la «colaboración y amistad» entre la Santa Sede y Estados Unidos era un asunto prioritario y resultaba demasiado caro intentar esclarecer la muerte del sacerdote.