En Nápoles

Sobre una colina dos kilómetros al este de la ciudad y rodeado de pinos y cipreses, se encontraba ubicado, en la localidad de Poggioreale, el cementerio de Nápoles. Tres miembros de la curia romana, el padre de Camillo Cavalieri y Donato, un niño de apenas diez años hermano del fallecido, componían la pequeña comitiva que acompañaba al féretro con los restos del sacerdote. Se estaba cumpliendo con el deseo que siempre había manifestado Camillo de, a su muerte, ser enterrado en su Nápoles natal.

De los tres emisarios de Roma, uno era el íntimo amigo y consejero Giacomo Varelli, fiel depositario de sus confidencias y deseos, como aquel que nunca llegaría a cumplir: ser destinado como misionero en África para trabajar en lo que más anhelaba, ayudar a los más necesitados. Varelli recordaba las extensas conversaciones que mantenían con asiduidad, en las que destacaba la fe inquebrantable de su amigo y su bondad, que contrastaba absolutamente con los enérgicos interrogatorios a los que sometía a los testigos o protagonistas de algún hecho «milagroso» para comprobar si decían la verdad o estaba ante un nuevo fraude.

«Era un disfraz, un papel ajeno a su forma de ser, pero que él sabía representar a la perfección. En definitiva, ese era su trabajo dentro de la Iglesia», pensó.

Después de la inhumación, los otros dos emisarios dieron el pésame al padre del fallecido y al niño, que no se apartaba de su lado, y se retiraron. Giacomo acompañó al hermano y al padre de su amigo, con quien entabló una larga conversación, tratando de brindar ayuda espiritual a la familia. Más tarde se enteró de que la madre de Camillo había quedado postrada en la cama al conocer la noticia de la muerte de su hijo.

El padre le comunicó a Varelli la gravedad de la situación. No podían hacerse cargo del cuidado del menor y, además, la enfermedad de su esposa, a quien debía atender, hacía imperiosa la necesidad de enviar a su hijo pequeño a un convento para que estudiara y se educara.

Giacomo Varelli ni siquiera se detuvo a pensarlo, él se ocuparía de la educación de Donato Cavalieri. Buscaría un buen convento, cercano a Nápoles, donde pudiera estudiar interno. Pensó que era lo único que podía hacer por la familia y, si viviera, su querido amigo estaría muy satisfecho con su decisión.

Recordó la broma que Camillo le repetía siempre antes de partir a alguno de sus viajes de trabajo: «Si no regreso, hazte cargo de mis bienes», y Donato, su adorado hermano pequeño, era uno de sus bienes más preciados.