Era casi medianoche y, ante una petición de un secretario del Sumo Pontífice, monseñor Franco Moretti tuvo que ir a su despacho dentro del Vaticano para indagar en la presunta desaparición de un sacerdote.
No era un cura más al que buscaban, era el hombre al que se recurría para investigar casos especiales y respondía directamente ante el entorno del papa; aunque en muchos casos debía colaborar con la oficina del servicio secreto del Vaticano. Franco Moretti, segundo hombre del servicio de inteligencia, conocía la personalidad y la honestidad del cura desaparecido.
Moretti se había reunido primero con el director de la Guardia Suiza para conocer las últimas informaciones sobre el investigador desaparecido, y ahora escuchaba la declaración de los dos jesuitas que debían haber viajado a Perugia acompañando al padre Camillo Cavalieri.
—Esperamos varias horas, pero no llegaron a recogernos —explicó uno de los dos.
—¿Dónde habían quedado? —preguntó el subdirector de inteligencia.
—En la puerta principal de la residencia en la que nos hospedábamos, a pocas manzanas de donde vive el padre Cavalieri —fue la respuesta.
—Al ver que nadie acudía a su encuentro, ¿qué hicieron? —volvió a preguntar monseñor Moretti.
—Mi compañero se quedó esperando y yo me acerqué hasta el departamento de servicios de transporte para preguntar si sabían algo —explicó—. Allí me dijeron que el viaje a Perugia había sido anulado, incluso me mostraron una planilla con la orden de servicios donde constaba que se había recibido una llamada telefónica del propio padre Cavalieri, verificada una hora antes de salir, donde manifestaba que padecía un fuerte catarro y fiebre y que le era imposible viajar, por lo que el servicio quedó sin efecto.
Moretti no tenía ninguna duda, algo inexplicable estaba ocurriendo. Conocía muy bien los antecedentes del padre Cavalieri, su puntualidad, su seriedad, su absoluta disposición al trabajo y, sobre todo, las normas que regían todos sus actos. Jamás habría desaparecido sin dejar rastro…, por lo menos hasta ahora.
También un testigo, otro sacerdote que ocupaba la habitación contigua a la de Cavalieri, le había visto esa tarde cargando con su maleta en el momento en que subía a un automóvil de color negro.
La comunicación desde Perugia informando de que el sacerdote nunca había llegado a su destino terminó de confirmar sus sospechas.
Moretti llamó a uno de sus secretarios y le solicitó:
—Avisen urgentemente al encargado de los servicios de transporte para que acuda a mi despacho.
—Monseñor, es más de medianoche… —trató de disuadirle el secretario.
—No importa, levántenle de la cama si hace falta, pero que venga inmediatamente. Mientras tanto, sigan llamando a todos los centros de asistencia y hospitales para preguntar si han ingresado al padre Cavalieri por alguna causa y también pónganse en contacto con la policía para ver si tienen alguna novedad —ordenó Moretti.
—Sí, monseñor —respondió el secretario, marchándose rápidamente para cumplir las órdenes de su superior.
Franco Moretti esperaría algunas horas más a fin de constatar si todo el embrollo no era más que una falsa alarma, pero en su fuero interno algo le indicaba lo contrario. No debía dejar pasar mucho tiempo para informar a su director, Luigi Poggi, de la desaparición del investigador.
Diez días después, la noticia corría como un reguero de pólvora dentro de los corrillos del Vaticano: el cuerpo sin vida del sacerdote Camillo Cavalieri había aparecido tirado en el sótano de un burdel de lujo situado en una carretera secundaria de Nápoles. Según la autopsia, había muerto de un ataque cardiaco producto de la enorme ingesta de drogas y de alcohol que encontraron en su cuerpo.
Cientos de conjeturas se barajaban y una deficiente investigación policial, que se mantuvo en secreto, arrojó como resultado la posibilidad de que el sacerdote llevara una doble vida, aunque los propietarios del burdel y las mujeres que allí trabajaban declararon que nunca le habían visto por allí.
Quienes conocían a Camillo Cavalieri sabían que todo era una burda patraña de la policía italiana, una absurda explicación a la que no encontraban sentido, pero ya era tarde, la sospecha que difamaba el buen nombre del sacerdote se había instalado dentro del Vaticano.
Luigi Poggi y Franco Moretti, de los servicios de inteligencia y espionaje, no tenían ninguna duda sobre el honor del sacerdote encontrado muerto en aquellas desagradables circunstancias.
«¿Qué había detrás de su extraño fallecimiento?», se preguntaban ambos, hasta el momento en que los ojos de Moretti se iluminaron con un breve destello. Fue cuando recordó el extraño interés de los norteamericanos por que Cavalieri viajara a Estados Unidos.
—Han sido ellos —declaró con firmeza Moretti refiriéndose a los estadounidenses—. Es demasiada casualidad. Pero debemos ser cautos, no tenemos pruebas, es solo una intuición y no podemos generar un enfrentamiento que podría derivar en un nuevo conflicto diplomático.